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Darshan. Alexis Racionero RaguéЧитать онлайн книгу.

Darshan - Alexis Racionero Ragué


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llegar al embarcadero de Luang Prabang, me quedé hipnotizado, observando el planear de las embarcaciones, que, para cubrir el trayecto de orilla a orilla, debían trazar virtuosas diagonales y curvas sinuosas que compensaban la fuerza contraria de la corriente. Lo que para unos hubiera sido un ejercicio de pánico, se vivía con toda tranquilidad. Simplemente, integraban el Tao en sus movimientos, siguiendo el flujo de la corriente del río. Si todos pudiéramos hacer lo mismo con nuestras vidas, tal vez sería todo más sencillo.

      Embarcadero de Luang Prabang al atardecer sobre el río Mekong.

      El wu wei puede entenderse como un juego del hombre que retorna a la niñez para compenetrarse con los elementos de la naturaleza y actúa desde la acción espontánea. Cuando de adultos adquirimos la conciencia del Yo, que en sánscrito se denomina Ahamkara, esta se apropia de la acción y la subordina a sus propios fines. Cuando actuamos desde este Yo, la acción se estropea, se premedita y no fluye.

      Al desacelerar y pausar, activas la capacidad de escuchar las armonías de tu entorno y la acción surge de una forma espontánea y natural. Sin embargo, esto no se puede confundir con la velocidad. Espontaneidad no es celeridad, sino naturalidad desde una cadencia, que se ajusta al entorno que te rodea.

      La cadencia de Luang Prabang era reposada desde el amanecer. Recuerdo la ritualidad de unos desayunos coloniales, entre muebles de teca y ventiladores, viendo pasar la vida.

      La gente local se movía de forma silenciosa y apacible, entre turistas que iban y venían, persiguiendo con sus cámaras a los monjes en su rito matinal de recoger alimentos por las calles.

      Un día trabé amistad con un monje que sabía mucho de fútbol y tenía ganas de aprender inglés. Resultaba curioso comprobar cuánto sabían de fútbol los monjes, tanto como cualquiera de los nativos dedicados al transporte o el turismo. Tal vez esta era la religión nuestra que más les llegaba o, simplemente, era la punta de lanza del voraz capitalismo comercial, que se enriquece vendiendo camisetas en cualquier lugar del mundo.

      Los monjes saben de fútbol y también son personas. Este descubrimiento de aquel día rompía mi estúpido tópico de pensar que eran personas que vivían la vida en plena reclusión y aislamiento. Su visión del deporte era serena, sin pasiones, estridencias o alteraciones de tono, casi comprendiendo el sentido reverencial que para muchos de nosotros puede tener esta especie de religión del urbanita occidental contemporáneo.

      A mi alrededor, los templos se disponían junto a una estupa central blanca cubierta por esferas desconchadas y restos dorados. Los tejados de los edificios parecían posarse sobre el suelo, adornados por preciosas filigranas ornamentales en madera policromada, en tonos rojos y colores terrosos. Había en ellos un indudable estilo, procedente de la antigua China.

      No podía dejar de contemplar aquellas maravillas, mientras el monje seguía hablándome de su día a día, de los años que le quedaban de formación, de la imagen que él tenía de Occidente. No es que sus palabras fueran ruido para mí, pero lo que expresaba, lo que verdaderamente me hablaba era su tono melodioso y pausado.

      Aquel era un lenguaje universal, cuya cadencia parecía ajustarse con la melodía del río y el sentido de las nubes, detenidas sobre las colinas.

      Luang Prabang fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco y, desde entonces, su paz puede quebrarse por la irrupción de todos los turistas que venimos a conocer su magia y, en ocasiones, nos perdemos en el detalle de una superficie que no nos deja escuchar su silencio. Para ello, hay que detenerse, frenar y quedarse un tiempo.

      Un lugar para permanecer unos días, más allá de lo establecido en las guías o en la idea típica del mundo civilizado que viene a ver lo que hay que ver en un tiempo preestablecido, para seguir acumulando millas y trofeos turísticos.

      Luang Prabang invita a comprender el poder de la desaceleración, pues en la lentitud y en la pausa se hace visible lo más sutil.

      Algo de todo esto se mantiene en Vientiane, la capital de Laos, pero, como es de esperar, la ciudad rompe la magia de los lugares remotos. En comparación con otras metrópolis asiáticas, Vientiane resulta un balneario a orillas del Mekong, pero sus vibraciones son bastante reconocibles para cualquier occidental. Tráfico, bares, bullicio, alta oferta hotelera, bazares y templos en reconstrucción que hablan de una ciudad que se abre al mundo, desde el anclaje de un régimen comunista que le ha aportado un cierto candor por su anacronismo.

      El mayor espectáculo son los atardeceres en el paseo del Mekong, donde las mujeres acuden a practicar aeróbic al aire libre, a un ritmo endiablado, más propio de un after ibicenco que de un pequeño país budista.

      Me hubiera gustado seguir el descenso por el Mekong hasta las cascadas de Pakse y, desde ahí, llegar a la vecina Camboya, pero me lo reservo para otra ocasión.

      No hay que correr, ni ansiar acumular más millas, solo desacelerar y observar qué sucede en tu interior.

      Cita

      «Sí, he visto poco de los mares de Oriente, pero lo que más recuerdo es mi primer viaje allí. Ya sabéis, amigos míos, que existen esos viajes que parecen hechos para ilustrarte la vida, que podrían mantenerse como un símbolo de existencia.

      Luchas, trabajas, sudas y casi te matas tratando de conseguir algo que no puedes. En cualquier caso, es culpa tuya. Simplemente, no puedes hacer nada, es así.»

      JOSEPH CONRAD,

       El corazón de las tinieblas

      2. Todo está en permanente cambio

      Sutra: Saber fluir

      Creemos que podemos poseer el tiempo, detenerlo, mantenernos firmes en una postura, anclados en nuestras convicciones, pero en muchos casos nos acabamos dando cuenta de que lo que fue válido ayer ya no lo es hoy.

      Del mismo modo, como viajeros tratamos de regresar a un lugar para revivir aquellas experiencias que tanto nos gustaron y descubrimos que nada vuelve porque todo cambia. Olvidamos que el buen caminante no deja huellas, tal como propone el Tao Te King, ese antiguo tratado de sabiduría china atribuido al sabio Lao Tsé, quien, ante un supuesto viaje a Occidente, se propuso concentrar en un breve texto un sistema metafísico basado en la dualidad.

      El ser y el no ser se engendran mutuamente, lo fácil y lo difícil se complementan, y el antes y el después se suceden recíprocamente...

      «El Tao que puede ser expresado no es el verdadero Tao.

      El nombre que se le puede dar no es su verdadero nombre. Sin nombre, es el principio del universo; y con nombre, es la madre de todas las cosas.»

      Así empieza esta obra fundamental del pensamiento oriental, que es bueno revisar continuamente. Si es cierto que fue escrito por Lao Tsé, es un misterio como lo es la propia naturaleza del Tao. Lo que sí sabemos es que el texto era desconocido en Occidente hasta el siglo XIX, cuando fue traducido con el título de The Way of Life.

      Una de las más grandes lecciones del Tao Te King es la impermanencia, el comprender que todo fluye, también la vida. Sin embargo, en nuestra cultura consumista, que todo lo compra, queremos vivir en ese mito de la eterna juventud, anclados a aquellos maravillosos años de nuestra adolescencia, repitiendo patrones de entonces, sin comprender que la vida tiene ciclos.

      En la actualidad, en muchos países europeos no solo presenciamos el síndrome del eterno Peter Pan, sino a gente que entra en la tercera edad con conductas infantiles. Es conocido el relativo retorno a la infancia que se produce en la vejez, pero resulta absurdo ver a ancianos conduciendo descapotables y adoptando las posturas de cuando tenían veinte o treinta años.

      Hay que comprender que las fases de la vida se mueven en consonancia con los ciclos estacionales de la naturaleza y que esto es algo inmutable. Hay que saber fluir y cambiar con las estaciones de la vida.


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