Dulce venganza. Sandra MartonЧитать онлайн книгу.
—Sí, claro, cuando, por casualidad, la signora se presentó en la puerta con el postre. Y la verruga.
Joe y su abuela se miraron y se echaron a reír. Él suspiró, la tomó entre sus brazos y le dio un beso en la frente.
—De acuerdo, dámelo.
—¿Que te dé qué?
—Quiero saber qué regalo me vas a dar para mi cumpleaños y por qué me estás endulzando tanto antes de dármelo. ¿Va a llegar por correo exprés, traído por una señorita?
Nonna hizo un gesto de protesta con la cara. Entonces, se apartó de él y abrió el congelador, sacando un bol.
—Gelato. Para que sepas que tu postre no va a traerlo nadie.
—¡Helado hecho en casa! —exclamó Joe, sentándose de nuevo—. Abuela, me estás mimando demasiado.
La abuela sonrió y esperó hasta que él se tomó una cucharada.
—¿Está bueno?
—Delicioso. Creo que es el mejor que has hecho nunca.
—Me alegro —replicó la abuela, con una astuta sonrisa—. Pero no lo he hecho yo.
—Tienes que haberlo hecho tú —afirmó Joe—. Ni siquiera en Carbone´s hacen un helado tan bueno.
—Tienes razón. El signor Carbone sería capaz de matar por conseguir esta receta.
—Bueno, si no lo has hecho tú ni lo has comprado en la heladería, ¿quién…? De acuerdo —dijo él, dejando la cuchara en el bol y mirando a su abuela—. Venga, cuéntamelo. Y no nos avergüences a ninguno de los dos poniendo cara de no saber de lo que te estoy hablando.
—Yo me preocupo por ti, Joseph —respondió la mujer, cruzando las manos encima del mantel.
—Nonna —dijo Joe, pacientemente, sabiendo que, a pesar de todo, iban a volver a hablar de lo mismo—. Ya hemos hablado de esto antes. No me siento solo. No quiero una esposa. Estoy muy contento con mi vida.
—¿Te acuerdas que una vez te pregunté quién te cose los botones de las camisas y quién te las plancha?
—Y yo te respondí que lo hacen en la lavandería. Y lo hacen muy bien.
—Sí. Y tú me dijiste que un servicio de limpieza te limpia tu casa.
—Efectivamente. El mismo servicio que me gustaría enviarte a ti para que no te tengas que molestar en…
—Yo prefiero limpiar mi casa yo misma —replicó la abuela—. Pero Joseph, ¿quién te hace la comida?
—Eso te lo dije también la última vez que nos vimos —suspiró Joe, intentando armarse de paciencia—. No como en casa muy a menudo. Y, cuando lo hago, hay un montón de sitios de comida preparada cerca de casa… ¿Qué?
La abuela estaba sonriendo. Y había algo en aquella sonrisa que le hacía a Joe querer salir corriendo sin mirar atrás.
—He aceptado que tal vez nunca te sentirás listo para casarte, Joseph, y que te contentas conque unos extraños te planchen las camisas y te limpien la casa. Pero nunca he dejado de preocuparme por tus comidas.
—No hay razón para preocuparse, abuela. Como bien.
—De ahora en adelante, no tendré que preocuparme —dijo la abuela, metiéndose la mano en un bolsillo del delantal—. Feliz cumpleaños, Joe —añadió, dándole un trozo de papel.
—¿Qué es esto?
—Tu regalo de cumpleaños. Ábrelo.
—No lo entiendo —observó Joe, tras hacer lo que su abuela le había dicho—. Es solo un nombre.
—Sí. Es un nombre. Luciana Bari.
—¿Y quién diablos es Luciana Bari?
—No menciones esa palabra, Joseph.
—Y tú no intentes cambiar de tema. Llevamos una hora hablando de jovencitas con tendencias hippies, viudas entradas en años y tus intentos engañosos para casarme. Si te crees que por un momento te vas a salir con la tuya…
Los ojos de la abuela se llenaron de lágrimas. Joe le tomó la mano.
—Abuela, abuelita… No quería decir que eras engañosa, pero, después de todo lo que hemos hablado de esto, ¿cómo te has podido pensar que me agradaría…?
—Luciana Bari no es una mujer —dijo la abuela, con una lágrima cayéndole por la mejilla—. Es una cocinera.
—¿Una cocinera? —preguntó Joe, ofreciéndole un pañuelo.
—Sí. Y de mucho talento —explicó la abuela, secándose los ojos—. Ella hizo ese gelato y tú mismo has dicho que es delicioso.
Joe se reclinó en la silla. ¡Estaba atrapado! Empezó a oír campanadas de emergencia y a ver luces de aviso.
—Bueno —dijo él lentamente—, sí lo estaba, lo está. Pero, ¿qué tiene que ver esta Luciana Bari conmigo?
—Es tu regalo, Joseph. Mi regalo de cumpleaños para ti. Y me entristece mucho que pensaras que estaba intentando, como tú dices, liarte.
Joe estaba seguro de que así era, pero el labio de la abuela estaba temblando y los ojos seguían llenos de lágrimas. Además, el delicioso sabor del gelato todavía le llenaba la boca.
—Mi regalo… Entonces, ¿qué significa eso exactamente? ¿Es que me va a cocinar esa Luciana Bari una comida para el día de mi cumpleaños?
—Una comida… —repitió Nonna, riendo—. ¿De qué te serviría eso? Yo seguiría preocupándome de que no comieras bien. No, Joe. Signorina Bari va a trabajar para ti.
—¿Trabajar para mí? —preguntó Joe, poniéndose de pie—. Espera un momento…
—Ella no te costará mucho.
—¿Que encima me va a costar? —repitió él—. Déjame a ver si me entero. ¿Me regalas una cocinera y encima tengo que pagar?
—Claro —dijo Nonna poniéndose también de pie—. No querrás que me gaste el dinero en pagarte una cocinera, ¿verdad?
—¿Y si digo que no?
—Bueno, en ese caso, supongo que tendré que llamar por teléfono a la Signorina Bari y decirle que no tiene trabajo. Me resultará difícil porque ella necesita mucho trabajar —explicó, poniéndose a recoger la mesa—. Tiene deudas.
—¿Que tiene deudas?
—Sí. La pobre mujer no lleva aquí mucho tiempo.
—¿Es de Italia?
—La pobrecilla vino aquí hace cinco o seis meses —explicó, echando agua caliente y lavavajillas en el fregadero—. Ella no conoce las costumbres de este país. En cuanto al dinero… bueno, ya sabes lo cara que puede resultar esta ciudad, Joseph, especialmente para alguien nuevo. Y ella no es joven, lo que hace aún más difícil que se pueda abrir camino.
Joe se desplomó en la silla. Una señora inmigrante, probablemente con poco más de doce palabras en inglés, sola y a la deriva en las turbulentas calles de San Francisco…
—No te preocupes, Joseph —añadió Nonna, lanzándole una triste mirada por encima del hombro—. Le diré que me equivoqué. Estoy segura de que podrá convencer a su casero para que le permita quedarse en su apartamento otro mes más. Ni siquiera él sería tan cruel como para ponerla en la calle.
—Su casero…
—Sí. Quiere que ella desaloje el apartamento el lunes que viene, así que la pobrecilla se emocionó mucho cuando le dije que podría alojarse en esa habitación de sobra que tienes en tu casa.
—Espera un momento…
—¿Te