Luz de luna en Manhattan. Sarah MorganЧитать онлайн книгу.
ricos. Fliss dice que no podemos permitirnos perderla —aunque si hubiera dependido de Harriet, habría prescindido de ella meses atrás. La vida también era demasiado corta para tener clientes groseros.
—¿Y dejáis que os diga cosas feas?
—No es que insulte ni nada de eso, es más bien una de esas personas que creen que nadie puede entender lo ajetreada y espantosa que es su vida. Así que le irrita que yo hable despacio. Pero tengo miedo de hablar deprisa por si tartamudeo —Harriet hizo una pausa mientras cruzaban una calle pequeña—. Me hace sentir pequeña. No en el sentido de bajita y atractiva, pequeña en el mal sentido. Me hace sentir incompetente, aunque sé que no lo soy. Me recuerda a la señora Dancer, mi profesora de cuarto curso.
—Asumo que eso no es bueno.
—Yo no hablaba mucho en clase, así que se cebaba conmigo. «Harriet Knight» —dijo la joven, imitando el sarcasmo de la señora Dancer—. «¿Debo asumir que tienes voz? Porque nos encantaría oírla».
—No entiendo por qué debería ser una desventaja no hablar continuamente —dijo Glenys.
Pero Harriet no la escuchaba. Miraba a un hombre apoyado en la pared al lado de un contenedor de basura. Miró sus hombros, hundidos contra el viento, y la expresión derrotada de su rostro.
—¿Billy? —comprobó que Glenys estaba firme sobre sus pies y cruzó hasta él—. Me ha parecido que eras tú. ¿Qué haces aquí? —se acuclilló y le puso una mano en el brazo.
—Intento no congelarme.
—Hace frío. Y esta noche será peor. ¿No puedes ir al albergue o a alguna parte? —Harriet metió la mano en el bolsillo y sacó dos barritas de cereales—. ¿Puedo comprarte un cacao caliente? ¿Té? —habló un rato con él y le llevó un té de un carrito de comida cercano.
Cuando por fin volvió con Glenys, esta tenía el ceño fruncido.
—¿Tu mamá no te enseñó a no hablar con desconocidos? —preguntó.
—Billy no es un desconocido. Lo veo siempre que paseo a Harvey. Era profesor universitario y luego tuvo un accidente y se hizo adicto a los analgésicos —respondió Harriet. ¿Sería por eso por lo que el doctor de Urgencias le había dicho que no le daría una receta? Seguramente sabía lo fácilmente que era hacerse adicto a ciertos analgésicos—. Perdió su trabajo y no pudo pagar sus facturas médicas.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Empezamos a hablar un día del verano en que había sacado a pasear a Valentine, el dálmata de Molly.
—¿O sea que no puedes hablar con un hombre con el que tienes una cita, pero sí con un desconocido de la calle?
—No era un desconocido exactamente. Llevo ocho meses pasando a su lado todas las noches. Siempre nos decíamos hola. Era muy educado y empezamos a decirnos algo más que hola. Luego empecé a conocerlo un poco. ¿Sabes que a veces, cuando hace mucho frío, se pasa la noche en el tren desde el Bronx hasta Brooklyn? Es muy triste —a Harriet la deprimía que la gente tuviera que hacer eso para no congelarse en el frío invierno de Nueva York. Para seguir con vida—. Cualquiera puede acabar en la calle.
—Has tenido que hablar mucho con él para saber tanto.
—Pues sí. Estaba muy solo —Harriet hizo una pausa—. Y supongo que yo también. Me estaba habituando a vivir en el apartamento sin Fliss.
Glenys le dio una palmadita en el brazo.
—La echas de menos. Lo comprendo. Yo también a Charlie. Lo peor son las cosas pequeñas, ¿verdad? Charlie siempre hacía café por la mañana. Ahora lo hago yo y nunca me sale bien del todo. Y él arreglaba todo lo que se estropeaba en casa. Era un manitas.
Harriet se dio cuenta de que tenía que dejar de quejarse.
Glenys había sufrido una pérdida seria. Ella no había perdido a Fliss. Su hermana seguía estando en su vida.
—La echo de menos, pero tenía que ocurrir antes o después —dijo—. La alternativa habría sido vivir juntas hasta los noventa años, compartiendo dentadura postiza, y eso tampoco habría estado bien. Desde que se mudó Fliss, no tengo a nadie para quien cocinar.
No confesó que algunos días hacía bandejas enormes de galletas de chocolate o de barritas de cereales y las repartía entre todos los que querían. Y sabía que lo hacía tanto por ella como por las personas. Necesitaba sentirse útil, y desde que Fliss se había ido fuera y Daniel había empezado a salir con Molly, rara vez se sentía necesitada. Echaba de menos tener a alguien a quien cuidar y para quien cocinar. Había poca gente ante la que estuviera dispuesta a admitirlo, pero una de ellas era Glenys.
—No soy ambiciosa en el sentido de Fliss. O sea, me gusta nuestro negocio, pero lo que más me gusta es el estilo de vida que nos proporciona. Los perros. Estar fuera. Hacer algo que adoro. A Fliss le gusta crecer y tener éxito. En eso somos distintas.
—Sois distintas en muchos sentidos. Fliss siempre tiene prisa, nunca tiene tiempo para charlar como tú.
Harriet saltó enseguida en defensa de su hermana.
—Porque está construyendo el negocio. Si tenemos los Rangers Ladradores es gracias a ella.
Glenys dejó de andar y Harriet la miró asustada.
—¿Qué te pasa? ¿Te duele la cadera?
—No. En este momento me duele el corazón y la causa eres tú. Tu problema es que no ves las cualidades que tienes —Glenys movió un dedo en el aire—. Los Rangers Ladradores son tan creación tuya como de tu hermana.
Fliss le había dicho lo mismo.
—La idea fue suya. Y ella se encarga de todo el negocio nuevo.
—Pero ¿por qué crees que la gente os encomienda los perros a vosotras? Por ti —Glenys le dio una palmadita en el brazo—. Porque en Manhattan todo el mundo que tiene dos dedos de frente y un perro sabe que Harriet Knight es la persona que necesita. Servicio personalizado, atención individual, cariño. Eso es lo que importa. Por eso tenéis tanto éxito. Tú eres a los paseadores de perros lo que Tiffany’s es a las joyerías. Eres diamante y oro blanco. La mejor.
Harriet se sentía conmovida y muy halagada.
—¿Qué sabes tú de Tiffany’s? —preguntó.
—Yo también fui joven. Y me paraba delante de esa tienda soñando, como tantas otras mujeres antes que yo. Y luego Charlie hizo que se cumplieran mis sueños. Y no lo hizo entrando en Tiffany’s y gastándose todos sus ahorros. El amor no es un diamante. Lo que teníamos no se puede comprar, y eso es lo que tú quieres también. Amor. No hay nada de malo en eso, querida. Muéstrame a una persona que no quiera amor en su vida y yo te mostraré a un mentiroso —Glenys echó a andar de nuevo, con Harriet a su lado.
—¿Qué te ha hecho tan sabia? —preguntó esta.
—La edad y la experiencia.
Dos manzanas más allá, Harriet insistió en que dieran la vuelta, temerosa de que Glenys se pasara el primer día.
—Es suficiente por hoy —dijo—. No quiero agotarte y tengo que sacar a otro perro antes de irme a casa.
—¿Estás segura de que tú deberías andar tanto?
—Le voy a hacer un favor a una clienta que ha tenido una urgencia familiar. Ha dejado a su perra con su hermano y he prometido ir a sacarla. Esto ha sido divertido. Lo repetiremos mañana.
—Si mis articulaciones no se rebelan. ¿Y qué va a hacer en Navidad, hija? ¿Lo has decidido ya?
Harriet mantuvo la vista fija al frente.
—Vas a venir tú a mi casa. Ya estoy planeando el menú.
Glenys la miró con curiosidad.
—¿No la vas a pasar con Fliss?
—Me