Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre DíazЧитать онлайн книгу.
(RB 23-30; 43-46). Más concretamente, aquí se trata de la solicitud que debe tener el abad con los excomulgados (RB 27), teniendo presente que la excomunión es el grado máximo de castigo penitencial antes de la expulsión de la comunidad, y en RB 28, «de los que muchas veces corregidos no quieren enmendarse». Lo que llama la atención en primer lugar es el enfoque medicinal de la corrección. Para san Benito, el monje que no se comporta bien lo hace más porque está enfermo espiritualmente que por malicia o porque sea intrínsecamente malo. De ahí que los estudiosos de la Regla, en lugar de hablar de «código penal», prefieren agrupar los capítulos que tratan sobre este tema bajo el epígrafe de «código penitencial», concebido como remedio ante la enfermedad más que como castigo frente a la maldad. Es lógico, entonces, que el cometido principal del abad sea comportarse como un «sabio médico» (sapiens medicus), de acuerdo con el precepto evangélico: «No son los sanos los que han menester de médico, sino los enfermos» (RB 27, 1-2, citando Mt 9,12); un buen médico capaz de diagnosticar la enfermedad y de aplicar los tratamientos oportunos. Encontramos en estos capítulos una descripción alegórica del arsenal terapéutico del que disponían los médicos en el siglo VI. Este arsenal se componía de cataplasmas (es decir «monjes ancianos y prudentes que, como a escondidas, ayuden al hermano vacilante, induciéndole a una humilde satisfacción y le animen para no sucumbir a la excesiva tristeza», RB 27, 2-3), «fomentos y lenitivos de exhortaciones, medicamentos de las divinas Escrituras y, por último, el cauterio de la excomunión o la escarificación de los azotes» (recordemos, una vez más, que leemos un texto del siglo VI), si «aun así advierte que nada obtiene su industria, use también de lo que es más eficaz, su oración por él y la de todos los monjes, a fin de que el Señor, que todo lo puede, obre la salud en el hermano enfermo» (RB 28, 3-5). Queda como último remedio, cuando todos los anteriores han fracasado para curar al hermano, «el cuchillo de la amputación», es decir la expulsión de la comunidad (RB 28, 6-8).
Además, a medida que el abad se aplica al cuidado de los hermanos, aprende también a curarse a sí mismo (RB 2, 39: «Mientras se preocupa de la cuenta ajena se va haciendo solícito de la suya propia»). Poco a poco, el abad, como los ancianos espirituales, va adquiriendo la sabiduría del corazón, que le enseña a «curar tanto sus propias heridas como las de los demás» (RB 46, 5-6). En cualquier caso, está claro que la comunidad monástica no es un dream team, no es un grupo de «perfectos» o de «superhéroes», no está formada por una «élite espiritual», sino que se parece más bien a un grupo de enfermos que se ayudan mutuamente a soportarse y a afrontar sus debilidades. El abad, como buen médico, debe ser consciente de «que no tiene el dominio tiránico sobre almas sanas», sino que «tomó el cuidado de almas enfermizas» (RB 27, 6), empezando por la suya.
4. Conclusión
Es hora de sacar algunas conclusiones de lo expuesto hasta aquí. A partir del Libro II de los diálogos, de san Gregorio Magno, y de la Regla de san Benito, hemos intentado mostrar los fundamentos de la vivencia monástica de la enfermedad. Lo primero que destaca es su integración en la vida cotidiana del monje; casi me atrevería a decir su «normalidad». En segundo lugar, llama la atención de la Regla a la persona en su conjunto. San Benito, aun sin formularlo explícitamente, era consciente de los distintos componentes del ser humano, y se preocupa para que sean atendidos en su globalidad: la dimensión corporal, el área psicológica y la parte espiritual, teniendo en cuenta que las tres están estrechamente relacionadas. A partir de ahí destaca un tercer elemento de la tradición monástica benedictina: la humanitas. Esa misma humanitas que, según la Regla, debe impregnar el trato con los huéspedes (RB 53, 9), y que se traduce como «obsequiarlos con el mayor agasajo», inspira en todos los sentidos la relación con los enfermos, y de ahí la condescendencia para con ellos en lo que se refiere a los rigores ascéticos y el interés para que no les falte nada. Naturalmente, el fundamento teológico de todo está en la centralidad de Cristo y en la dinámica de la encarnación. Servir al hermano y tratarlo como a Cristo, y, por parte del enfermo, ver en quien le cuida, sea el enfermero, sea el abad u otro hermano, a Cristo médico.
Al final de la Regla hay un capítulo que resume «el buen celo que deben tener los monjes», es decir, el conjunto de virtudes y de acciones que configuran una vida fraterna verdaderamente evangélica. Entre ellas encontramos la siguiente: «Tolérense con suma paciencia sus flaquezas así físicas como morales [infirmitates suas sive corporum sive morum patientissime tolerent]» (RB 72, 5). Una vez más volvemos a encontrar la realidad de la debilidad, de la enfermedad, en toda su complejidad físico-psíquico-espiritual, como algo integrado en la vida del monje, no como un accidente indeseado e indeseable que viene a perturbar su vida tranquila, sino más bien como el acontecimiento real, el aquí y ahora en el cual está llamado a vivir, por el don del Espíritu, el seguimiento de Cristo hasta la muerte, para así poder «acompañarlo en su reino» (RB, Prólogo 50) 3.
SAN FRANCISCO DE ASÍS Y LA ENFERMEDAD
JULIO HERRANZ MIGUELÁÑEZ, OFM
Convento Santuario de San Pedro de Alcántara
Ávila
Antes de entrar directamente en el tema, vayan por delante algunas premisas de carácter crítico:
1) Gran parte de las cosas que aquí se dicen suponen una lectura crítica de las fuentes biográficas franciscanas, que –como es habitual en este tipo de fuentes, y más siendo hagiografía medieval– tienden a ocultar las sombras, los inevitables problemas pendientes y las contradicciones de su protagonista, hacen abstracción de la necesaria contextualización humana y espiritual del biografiado y habitualmente presentan su vida como algo unitario, totalmente coherente y ejemplar, pues «la persona interesa menos que el personaje» 1.
2) La historia no es una ciencia exacta, y en ella se dan la mano los hechos y el significado que les da unidad y hace de ellos una verdadera historia, y este no es posible precisarlo sino por las vías de la subjetividad de la interpretación del historiador, por lo que no puede pretenderse una objetividad absoluta; lo cual, evidentemente, no anula la legitimidad del trabajo de reconstrucción histórica desde la lectura crítica de las fuentes documentales a partir de unos previos que garanticen el máximo posible de objetividad: desde aquí pretendo moverme 2.
3) Los datos que siguen, sobre la comprensión y la actitud de san Francisco de Asís ante el sufrimiento y la enfermedad, no los propongo de manera esencialista, sino en relación directa con el devenir de su vida y su proceso humano y espiritual, siempre supuestos los límites ya referidos de las fuentes biográficas franciscanas, y evitando ceder a la tentación de llenar con la propia imaginación sus lagunas en su información.
4) Aunque el tema que nos ocupa es la actitud de san Francisco ante la enfermedad, parto del hecho de que esta no es solo ni principalmente la pérdida de la salud física, sino también una experiencia psíquica y espiritual de limitación, e incluso de frustración y fracaso, que en algunas ocasiones son concomitantes, en otras son presupuesto y, en otras, derivado de la enfermedad física. En las reflexiones que siguen trato de integrar las diversas dimensiones.
5) Finalmente, dada la relación inversamente proporcional entre la extensión de este trabajo y los numerosos testimonios al respecto de las fuentes biográficas de Francisco de Asís, renuncio desde el principio a toda pretensión de ser completo en mis reflexiones y en las referencias a las fuentes, y a remitir sistemáticamente a los lugares paralelos y notar sus diferencias 3.
1. San Francisco y la enfermedad en su juventud y su proceso de conversión
a) La forja de su personalidad
San Francisco de Asís nació en 1182 en el seno de una familia de comerciantes de telas –los nuevos ricos, promotores de una nueva cultura y sociedad fundadas sobre el dinero–, que educó a su hijo según los cánones ideales y las aspiraciones de la nueva clase social: «Desde su más tierna infancia –escribe su primer biógrafo– fue educado licenciosamente por sus padres, a tono con la vanidad del siglo» (1Cel 1). Por su parte, la Leyenda de los tres compañeros informa sobre algunas de las características de su personalidad, forjada en la interacción de