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Persecución. Joyce Carol OatesЧитать онлайн книгу.

Persecución - Joyce Carol Oates


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por el sol, se han vuelto de color hueso. Otras son de un gris anodino, plomizo. Algunas están cubiertas de curiosas excrecencias retorcidas, como tumores. Unos cuantos huesos se han abierto paso hasta el lecho del río, donde la corriente los ha arrastrado un poco más allá hasta dejarlos varados en las rocas, como si hubieran tratado de escapar y no lo hubieran conseguido.

      Cuánto tiempo atrás debía de haber muerto la carne, para tornarse rancia, licuarse y desprenderse de los huesos…

      Clavícula. Húmero. Fémur. Tibia. Carpos. Costillas. Esternón

      ¿Cómo es que sabe los nombres de esos huesos? Nunca ha estudiado biología. No se le dan bien las ciencias.

      Su prometido sí sabría los nombres de los huesos. Hizo el curso introductorio para estudiar Medicina en la universidad estatal. Aunque acabó por desanimarlo la feroz competitividad del programa, que lo dejaba a la zaga de un tercio de la clase, y sin ganas de hacer trampa, aun siendo capaz de hacerlo con la pericia y el descaro de otros alumnos. A lo mejor no tengo tantísimas ganas de convertirme en médico. ¿Te importa, Abby? ¿No ser la mujer de un doctor?

      Ella se había reído y le había dado un beso. Agradecía tanto que su prometido la quisiera sin saber lo que llevaba enconado en el corazón que le habría perdonado cualquier cosa.

      La novia

      Una mañana radiante y cegadora de abril, de un año perdido. ¿Lleva casada un solo día?

      Para ser exactos, a esta hora de la mañana (las 8:11) lleva casada apenas veintiuna horas.

      Eso la deja sin aliento de puro asombro, de pura impresión.

       Oh, ¿esto me ha pasado a mí? Estoy casada.

      Siente la necesidad de estar sola en el autobús de Raritan Avenue que la llevará hacia el centro de Hammond, y confía en encontrar un asiento al fondo. Quiere contemplar a solas la maravilla que supone ser una mujer casada.

      Porque resulta que, a sus veinte años, tiene un rostro dulce, cándido y pecoso que provoca en los extraños el deseo de hablarle. De sonreírle. ¡Hola! Caramba, pero qué frío hace esta mañana, ¿verdad? Y ella es demasiado educada para dar vuelta la cara, demasiado tímida para no responder; y eso supondría echar por tierra su deseo de soledad en el autobús.

      La primera mañana de su vida de casada es demasiado valiosa. Teme que alguien la importune.

       ¿Toma seguido este autobús, señorita? Me parece haberla visto antes…

      No. No.

       ¿Quizás en el cine? ¿Sueles ir al cine? ¿Fuiste este viernes pasado…? Juraría que te vi… La verdad es que tienes aspecto de estar en las películas, como esa chica, cómo se llama…

      No. Para nada.

       Solo que eres más linda que ella. Más joven.

      Como el filamento en una bombilla, que reluce desde el interior: así es su felicidad de estar casada con un hombre bueno y decente al que ama, y que la adora.

      Pero es una felicidad privada. Quiere conservarla entre las manos ahuecadas como una llama, protegerla del viento.

       ¿Es eso una alianza de boda? Ey… ¿estás casada?

       Perdona si me meto, pero… bueno, no pareces lo bastante mayor para ser la esposa de nadie… ¿eh?

       No pareces tener más de… ¿cuántos? ¿Dieciséis?

      Una sonrisita nerviosa. Siempre educada, evita mirarlos a los ojos. Tiene el hábito inconsciente de frotarse la muñeca izquierda.

      En torno a la muñeca izquierda tiene una marca roja, como un sarpullido. Como si le hubieran atado esa muñeca, muy ajustada, y la cuerda, o el cordón, le hubiera lacerado la piel sensible, dejándola en carne viva en algunos lugares.

      (Siendo chica aprendes a no ofender a los desconocidos con tu rechazo. En particular a los hombres. A los desconocidos, pero tampoco a los jefes. Ni a los profesores, en sus tiempos de estudiante, durante lo que le había parecido una eternidad. Siempre sonriente y cordial, porque eres linda, sí, pero si dices lo que no toca o no sonríes con la vivacidad que se espera, un hombre puede volverse muy desagradable, y rápido).

       Bueno… ¡que tengas un excelente día, querida! Esta es mi parada.

      Hay dos asientos vacíos al fondo, y tiene la astucia de sentarse en el que da al pasillo, dejando sin ocupar el que queda junto a la ventana. De ese modo, a nadie le resultará conveniente pasarle por encima para sentarse ahí. Si alguien quiere sentarse con ella, tendrá que pedirle que se mueva, algo que hará (por supuesto), pero con aire distraído como si tuviera la cabeza en otra parte.

      No tiene práctica en estar casada, ya que no hace ni un día entero que es la señora de Willem Zengler, pero sí la tiene en evitar las miradas de los desconocidos en lugares públicos. Incluso las de mujeres en apariencia cordiales.

       Disculpe, señorita… ¿está ocupado ese asiento?

      Tiene que decir que no, que no está ocupado.

      Tiene que moverse, hacia la ventanilla. Con una sonrisa tensa, se vuelve hacia fuera y esconde la mano izquierda que lleva la alianza de plata.

       Qué frío hace esta mañana, ¿no? Y el viento mientras esperaba el maldito autobús…

      Finge no oírlo. En el Centro de Servicios Asistenciales del Condado una encuentra a personas sordas; algunas de ellas adolescentes, niños. Lo de tener problemas de audición no es tan raro.

      También ha trabajado con ciegos. Gente con problemas de visión.

      Se pregunta si habrá una clasificación para la gente con problemas del alma.

      Y aun así la persona que va a su lado continúa hablándole, o hablando en dirección a ella. Es un viejo Elmer Gruñón, el padre de alguien. Habla para sí, quejándose, pero con tono divertido, con la esperanza de que la chica linda y pecosa que va a su lado oiga algo interesante y responda con una risita, con una coqueta mirada de soslayo.

      Ella no ha visto de quién se trata. No está dispuesta a volverse hacia él, ni siquiera con un suspiro de exasperación, aunque el hombre (maldito sea) ha empezado a invadir con su peso, con su mole, el plástico duro de su propio asiento, como quien no quiere la cosa, como si hubiera estado conteniendo el aliento y ahora lo soltase.

      Qué lástima que su joven marido, tan alto y buenmozo, no esté con ella esta mañana. Cerca de ella, tomándole la mano. Willem daría la vida por protegerla. (Sabe que es así).

      Nadie podría sentarse a su lado si Willem estuviera ahí. Nadie podría inmiscuirse en su felicidad privada.

      Pero Willem ha tomado otro autobús, hacia otra parte de la ciudad. Willem va camino a la universidad.

      ¡Oh, su primera mañana como la señora de Willem Zengler! Su nueva vida.

      Por el momento, los recién casados no tienen dinero suficiente para una luna de miel ni nada que se le parezca. Ambos deben trabajar, y Willem tiene clases. El sábado, a primera hora de la mañana, saldrán con el coche en dirección norte, hacia Lake George, donde se alojarán en una cabaña que les deja un amigo del padre de Willem; el domingo a la noche volverán a casa. Cuando dispongan de un fin de semana largo, posiblemente irán a ver las cataratas del Niágara, que quedan a solo cinco horas de distancia.

      Pero algún día disfrutarán de una verdadera luna de miel, en algún lugar romántico como Miami Beach o París. Willem se lo prometió.

      A su lado, el muslo del fornido extraño presiona contra el suyo. A través de las capas de ropa, incluso de su propio abrigo, la presión es insistente.

      Ella se encoge. Trata de quitarse de en medio.


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