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Persecución. Joyce Carol OatesЧитать онлайн книгу.

Persecución - Joyce Carol Oates


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Willem de la lista de lectores voluntarios, pero él se presentó de todas formas. Ella explicó que se llamaba Gabriella, pero se presentó como Abby «porque me dicen así».

      Unos meses más tarde, cuando se comprometieron y resultó inevitable que Willem viera su partida de nacimiento, Abby le confesó que su nombre de pila, al fin y al cabo, no era Gabriella, sino Miriam Frances, un nombre que nunca le había gustado, que le parecía severo y aburrido, como de señora mayor, y con el que no se sentía identificada.

      —¿Pero tu apellido sí es Hayman? —tuvo que preguntar Willem, aunque lo hizo con tono desenfadado.

      —Sí, mi apellido es Hayman. Sobre eso no puedo mentir.

      Abby dijo eso en voz tan baja que Willem apenas oyó sus palabras. Parecía abrumada por alguna emoción… no podía ser culpa, ¿no? ¿Vergüenza? ¿Por algo tan trivial?

      —Yo no lo llamaría mentir, cariño —dijo Willem—. A veces la gente prefiere cambiarse el nombre. Muchos llevan apodos. Y desde luego «Marian Frances» no es muy .

      —¿Crees que Abby es más yo?

      —Sí.

      —¿Y… Gabriella?

      Era el nombre más bonito que había oído nunca, le dijo Willem con cierta exageración. Pero también era un pelín especial, demasiado exótico, para llamarla así corrientemente, de modo que le parecía sensato que la llamaran Abby.

      —¡Gracias! —respondió ella—. Te quiero.

      —Y yo te quiero a ti.

      Pero en el entrecejo de Abby seguía habiendo una arruguita, que tardaría en desaparecer.

      En la siguiente ocasión en que se vieron, Abby sacó a relucir el tema de su nombre, que en realidad Willem había más o menos olvidado, diciendo que se sentía avergonzada, aunque también agradecida. Había esperado que Willem se indignara con ella por haberse inventado un nombre bonito.

      —Supongo que quiero ser Abby para algunos, sobre todo para la gente de mi edad a la que me gustaría… caerle bien…

      ¡Cualquiera diría que estaba confesando un delito grave! Willem se echó a reír y le dio un beso. Habría jurado que no le importaba un carajo cómo se llamara… ¿por qué debería importarle?

      No era raro que Willem usara malas palabras como esa o pequeñas blasfemias como «demonios» o «irse al infierno», aunque nunca utilizaba cosas como «maldito Dios».

      Ni desde luego irreverencias tan subidas de tono como «me cago en Dios».

      —¿Cómo te llamaban en Chautauqua Falls? —Willem pretendía que fuera una pregunta afable, pues su intención solo era seguirle la corriente.

      —¿D… dónde?

      La expresión de Abby era de perplejidad. A Willem lo consternó un pensamiento: Ha estado mintiendo.

      Pero no, no podía ser. ¡Esa chica tan dulce y cándida, no!

      —Chautauqua Falls. ¿No me dijiste que eras de ahí? Donde vivías con tu tía Traci…

      Abby parecía desorientada, confundida. Y entonces contestó con rapidez:

      —Me… me llamaban… no estoy segura… Fue hace tanto tiempo… Nadie me llamaba nunca Miriam, quiero decir… nadie llamaría Miriam a una niña. Quizás era «Mir». Es posible que la tía Traci lo pronunciara «Miir»… Y antes de eso, supongo que mi madre me llamaba por algún absurdo nombre de bebé…

      —¿Cómo te llamaba la gente en el secundario? ¿Qué nombre llevabas ahí?

      —Bueno, supongo que… Abby.

      —¿Abby? Pero yo creía que…

      —Fue la tía Traci quien empezó todo. Ahora me acuerdo. Abby… Gabriella. Se le ocurrió a ella, porque ambas odiábamos el nombre Miriam Frances.

      Willem se dio cuenta de que su prometida se estaba poniendo muy nerviosa. Mejor cambiar de tema, se dijo, y no volver a sacarlo nunca.

      «Comatosa»

      Es un lugar donde el tiempo queda en suspenso. El día y la noche pasan de largo en la distancia como abotargadas nubes de tormenta.

      Veinticuatro horas. Cuarenta y ocho horas. Y ahora ya setenta y dos, y más. Como la Bella Durmiente, la paciente yace suspendida, ni viva del todo ni muerta, aunque respira por sí sola, oxígeno puro en inhalaciones breves y apenas visibles para quien la observa con atención.

      ¡La Bella Durmiente, que despertó gracias a un beso!, recuerda Willem, sorprendido, pues los cuentos de hadas nunca han significado nada para él.

      Pero se inclina sobre la muchacha en coma para depositar un beso, muy leve, tanto como el roce del ala de una mariposa, en sus labios hinchados y magullados.

      La joven esposa no se ve ahora tan bonita. Su rostro ha quedado lacerado hasta un extremo grotesco, con los ojos amoratados y un vendaje que le envuelve la cabeza. Parece muy joven, una criatura maltrecha de sexo indeterminado. La chica a quien los padres de Willem estaban decididos a querer si el propio Willem la amaba. Si Willem sentía un amor serio y sincero por ella.

      —¿Puede oírme Abby, doctor? ¿Cuando le hablo?

      —Es posible. Sí… es posible.

      El neurólogo trata de ser amable, Willem se da cuenta. Añade que, oiga lo que oiga su esposa en su estado comatoso, probablemente no lo recordará cuando despierte. Y es probable que tampoco recuerde el accidente.

      ¿Accidente? Willem se siente agradecido al oír esa palabra. Esa es por lo visto la opinión general: que Abby bajó del autobús y, al parecer confundida o distraída, cruzó por delante del vehículo cuando este arrancaba de manera accidental, no deliberada.

      —Si su esposa puede oír su voz, será beneficioso para ella. Y si no, no hay nada que perder.

      A Willem se le encoge el corazón al oír eso. No hay nada que perder.

      «Pecado»

       Si puedes oírme, ¿Abby? Hazme una señal.

       Si me amas, ¿Abby? Hazme una señal.

      Ya no se mide en horas, sino en días. Ya son más de setenta y dos horas, un lapso enorme y aterrador que se extiende hacia el horizonte como el desierto del Sahara, y que Willem apenas es capaz de reconocer… ¿cuatro días… cinco?

      Por mucho que cueste imaginarlo, no tardará en haber pasado una semana.

      Su (incansable) mano sigue aferrando la de ella. Sus dedos oprimen (suavemente) los de ella.

      Qué grande se ve su mano, qué pequeña la de Abby encajada en su interior.

      Sigue llenándolo de asombro que esa joven sea su mujer. La esposa de Willem Zengler.

      Claro que (concede Willem) no son todavía, plenamente, lo que se llama marido y mujer.

      No son, como dice la Biblia, una sola carne.

      En su noche de bodas, se habían sentido atolondrados, tontos, excitados, nerviosos, tímidos el uno ante el otro. Willem, trémulo de deseo y de amor por su mujer, había temido que Abby viera su cuerpo de un modo tan directo, a plena luz; a una chica virgen, por primera vez, esa parte de él, la entrepierna, los genitales, el pene erecto y henchido, podía causarle impresión, resultarle repugnante.

      Él mismo se impresiona cuando se ve en un espejo de cuerpo entero.

      Esa parte de él, desde la pubertad, ha sido alarmante en su autonomía y en su absoluta falta de vergüenza, tan promiscua en sus apetitos como un oso hambriento que merodea en torno a un campamento.


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