La radio ante el micrófono. Miguel Álvarez-FernándezЧитать онлайн книгу.
terminó sumándose a esos rituales de muerte y destrucción cuyas consecuencias alcanzaron al joven Henri Chopin. Otro gran artista, con más edad —cincuenta años cuando comenzó la guerra—, se vio igualmente conmocionado, desde la distancia, ante esas ominosas voces radiofónicas: Charles Chaplin.
CHARLES CHAPLIN: HACIA EL GRAN DICTADOR
Estrenada en 1940, El gran dictador es la primera obra de Chaplin que incluye actores que hablan, pues dentro de su filmografía sonora anterior Luces de ciudad solamente utiliza música, y aunque en Tiempos modernos se escuchan sonidos, e incluso voces, estas solo aparecen como elementos accesorios de la narrativa (por ejemplo, se oye una voz hablada cuando la imagen nos muestra un aparato de radio). Es apropiado analizar aquí El gran dictador ya que la película incluye una famosa secuencia que podría considerarse una radioperformance, y también porque la escucha radiofónica protagoniza la secuencia final del film.
Chaplin, además de producir, escribir y dirigir la película, interpreta los dos papeles principales: un barbero judío condenado a vivir en el gueto, por una parte, y el dictador de la ficticia nación de Tomania, llamado Adenoid Hynkel, por otra. Más allá de la obvia parodia implícita en el apellido, el nombre de pila del tirano remite a las glándulas adenoides, también llamadas amígdalas faríngeas o vegetaciones; ubicadas cerca del orificio interno de las fosas nasales, y unidas a la faringe, están por tanto relacionadas con la voz (determinan la nasalidad de su timbre). Esta, como veremos, constituye uno de los atributos más importantes del personaje.
No solamente se trata de una voz chillona y desagradable; lo que más interesa aquí es cómo, en la famosa secuencia del discurso político, en la que Hynkel habla ante una enorme masa de gente —y también ante cinco micrófonos radiofónicos—, su discurso comienza con un altisonante y agresivo alemán macarrónico, que en dos ocasiones llega a fundirse, en un continuo sonoro, sin interrupciones ni saltos, con golpes de tos. Se manifiesta así algo ya vislumbrado en el análisis de las piezas de Henri Chopin: el viaje desde una dimensión semántica —que en Chaplin, además, es totalmente paródica, si bien la mera dimensión fonética de su habla consigue remitirnos al idioma alemán— hacia sonidos no articulados lingüísticamente. La tos, generalmente considerada como un ruido, como algo no deseable, se fusiona de manera orgánica con una incomprensible forma de habla de la que solo nos llega una ardorosa sucesión de alturas, intensidades y timbres. Abstracta, pero violenta (no en vano la tos se manifiesta, en nuestro idioma, a través de golpes). Si Machado escribió, en su Soledad VIII, «confusa la historia y clara la pena», aquí podría afirmarse «confuso el discurso y claro el odio».
Estamos ante una forma de expresión que, como se señaló en el caso de Chopin, queda más allá de la racionalidad que habitualmente relacionamos con el lenguaje articulado verbalmente. Al describir la labor del poeta francés rememorábamos las más famosas palabras del cuarto evangelio, pero ahora cabe recordar que en el texto de san Juan lo que se transforma en carne no es simplemente la palabra —el verbum latino—, sino el lôgos griego, con su apelación a la racionalidad. En el discurso de Hynkel la palabra pensada, meditada o razonada desaparece para transformarse en carne, víscera y expectoración. La significación semántica, aquello que puede ser analizado racionalmente, es ya solo un vestigio. El tipo de fonación articulado por el personaje a través de la voz y el cuerpo de Chaplin invita a ser escuchado fuera de los márgenes de la comprensión lingüística, más bien como una sucesión musical de sonidos (aunque estos puedan ser considerados disonantes o cacofónicos).
Esos sonidos vocales —que por momentos podrían ser descritos, más bien, como bocales— encuentran, de hecho, una suerte de contrapunto en los fervorosos y desmesurados aplausos que emergen cuando Hynkel concluye sus larguísimas frases (resulta aquí propicio que esta palabra se aplique tanto en el dominio de la gramática como en el de la música). Estos aplausos quedan inmediata y totalmente silenciados en cuanto el dictador hace un alambicado pero veloz gesto con su mano. No solo se manifiesta así su incuestionable autoridad, sino también —en consonancia con lo que ya se apuntó anteriormente sobre las manipulaciones sonoras típicas de los nazis— el carácter artificial de ese ensordecedor ruido de aplausos, que desaparece súbitamente, como si simplemente se hubiera pulsado un botón. O como si el diafragma del micrófono que los capta asumiera, de inmediato, una posición rígida, nerviosa, al igual que los miles de cuerpos militares que siguen escuchando el discurso de El gran dictador.
Hacia el final de esta larga e importante secuencia —que se inicia un cuarto de hora después del inicio de la proyección y se prolonga durante unos cinco minutos—, un exaltado grito de Hynkel, dentro de su arenga vehemente, se acompaña de un movimiento espasmódico de todo su cuerpo ante el cual los tres micrófonos ubicados a la izquierda de la pantalla se echan apocadamente hacia atrás. Parece que la potente y hostil voz del tirano amedrenta a estos delgados testigos. Este recurso cómico continúa desarrollándose, pues a continuación Hynkel dirige su amenazante discurso hacia uno de los micrófonos que aparecen en la parte derecha del plano. La cámara se desliza hacia allí mientras realiza un ligero zoom para resaltar la acción, y el micrófono también reacciona ante la excesiva proximidad del Führer; en este caso, el pie que lo sostiene se curva hacia atrás, como si fuera de goma e intentase alejarse de esa efusión desmesurada de voz y espumarajos; luego retorna elásticamente hacia su posición original, sobrepasándola incluso, con lo que casi le da un golpe en la cara a Hynkel. Este no detiene en ningún momento su invectiva, y finalmente se dirige hacia el último de los micrófonos que transmiten radiofónicamente sus gritos compulsivos. Si anteriormente su desquiciada locución se había transformado en tos, ahora uno de sus alaridos se asemeja a un estornudo, ante cuya potencia la cápsula del micrófono comienza, descontrolada, a dar vueltas sobre su eje.
En una parodia del agnosticismo del micrófono, los aparatos que rodean a Hynkel parecen comprender el mensaje de odio transmitido —más allá del lenguaje— por su voz (de hecho, en otro efecto cómico, tras la larga y brutal imprecación que se acaba de describir la voz en off del traductor resume drásticamente: «Su excelencia se acaba de referir al pueblo judío»). En la fantasía de Chaplin las membranas sí entienden y juzgan. Por eso se apartan del dictador —e incluso amagan con golpearle en la cara—. Nunca sabremos si lo que impulsa sus movimientos es el disgusto, el terror, o acaso una comprensible combinación de ambas emociones.
De cualquier forma, esta magistral secuencia —verdadera radioperformance, aunque su soporte sea cinematográfico— pone de manifiesto, con esos micrófonos que repetidamente se alejan del déspota —como si no quisieran transmitir los sonidos de su vehemente perorata—, la función de este instrumento como contenedor, como barrera, como freno de una realidad que aquí se manifiesta odiosa y censurable.
LA AMBIGÜEDAD DE LA ESCUCHA RADIOFÓNICA
La película de Chaplin contiene otra secuencia, la última, en la que lo radiofónico también recaba la máxima importancia. Desde ella se plantean nuevas preguntas acerca del potencial de la radio —para «el bien» y para «el mal», si queremos continuar empleando categorías morales tan básicas—. O, expresado de otra manera, acerca de si ciertos usos de la radio deberían estar permitidos, si deberían ser emitidos (o, al contrario, censurados) determinados mensajes.
Continuamos, pues, en ese límite microfónico del espacio radiofónico que bordea con el mundo exterior. Allí donde la membrana filtra —o no— algunos contenidos. Allí donde el desnudo agnosticismo del micrófono nos obliga a considerar si estamos moralmente dispuestos a volcar dentro del espacio radiofónico ciertas palabras o sonidos.
Hacia el final de El gran dictador, el personaje del barbero judío, interpretado por el propio Chaplin al igual que el del dictador Hynkel, es confundido con este. Los oficiales lo conducen, con todos los honores propios de un jerarca nazi, a la capital de Osterlich, donde está previsto que pronuncie un determinante discurso sobre el inicio de la operación bélica que culminará sus deseos de conquistar el mundo entero.
Antes que el falso Hynkel, y a modo de presentación de este, toma la palabra ante los micrófonos Garbitsch, personaje que