La radio ante el micrófono. Miguel Álvarez-FernándezЧитать онлайн книгу.
Basil Rathbone, o el inhumano reverendo Henry Brocklehurst en la versión de Jane Eyre protagonizada por Joan Fontaine) decreta en su discurso —totalitario y fascista— la anexión de Osterlich a Tomania, la anulación de la libertad de expresión y el sometimiento de los judíos, que describe como una raza inferior.
Cuando le llega el turno al barbero disfrazado de Hynkel (cuyo rostro ya ha manifestado sorpresa y preocupación al escuchar a Garbitsch), «el futuro emperador del mundo», tras ascender tímidamente a la tribuna y dudar unos segundos ante los micrófonos que allí le aguardan, pronuncia —ahora, por supuesto, en un lenguaje perfectamente inteligible— un discurso previsiblemente emocionado y conmovedor, de carácter humanista y contrario a las políticas antisemitas e imperialistas. Declara que Tomania y Osterlich se convertirán en naciones libres y democráticas, y apela a la humanidad en general para poner fin a las dictaduras y desarrollar la ciencia y el progreso técnico con el objetivo de hacer del mundo un lugar mejor. Hacia el final, su alocución contiene referencias directas al medio radiofónico:
El aeroplano y la radio nos han permitido estar más unidos. La propia naturaleza de estas invenciones clama por la bondad del hombre. Claman por la fraternidad universal, por la unidad del alma. Ahora mismo, mi voz llega a millones de seres en todo el mundo. Millones de hombres, mujeres y niños desesperados. Víctimas de un sistema que hace que los hombres torturen y encarcelen a gentes inocentes. A todos aquellos que me pueden oír, les digo: no desesperéis.
Cuando el orador alude a esos «millones de seres» que le están escuchando, la película nos ofrece un plano de Hannah, personaje encarnado por Paulette Goddard (actriz de brillante filmografía, que había contraído matrimonio con Chaplin después de actuar en Tiempos modernos, si bien se divorciaron poco después de terminar El gran dictador). Hannah, que ahora escucha la radio mientras yace desesperada frente a su casa, arrasada por los invasores, defendió al barbero judío cuando este llegó al gueto, donde ella vivía. Después se enamoraron y padecieron juntos los abusos de la dictadura.
El doble de Hynkel, por su parte, continúa su discurso —la pantalla nos devuelve ahora su imagen—. Cada vez más exaltado, llega a reclamar «la lucha por un nuevo mundo». Aunque los valores que está defendiendo —libertad, igualdad, fraternidad…— son bien distintos de los anteriormente postulados por Garbitsch, se hace evidente que los gritos de su arenga se parecen cada vez más a los que emitió el auténtico Hynkel en la secuencia anteriormente analizada. Esta percepción se agudiza cuando, al terminar su prédica, el barbero judío recibe un tremendo aplauso, también muy similar al que se había escuchado anteriormente en la película. Pero, además de esos aplausos, también aparecen otros sonidos que remiten a un pasaje previo de la sátira; el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha reflexionado sobre ello en el documental de Sophie Fiennes titulado The Pervert’s Guide to Cinema:
Allí, por supuesto, él da su gran discurso acerca de la necesidad del amor y la comprensión entre las personas… Pero hay un engaño, incluso un doble engaño: las masas le aplauden exactamente tal y como si estuvieran ovacionando a Hitler. La música que acompaña este gran final humanista, la obertura de la ópera Lohengrin, de Wagner, es la misma música que habíamos oído en la escena durante la cual Hitler está soñando con conquistar el mundo, en la que juega con el globo terráqueo inflable. La música es la misma. Esto puede interpretarse como la redención definitiva de la música (la misma música que sirve a fines malignos puede servir para hacer el bien), o puede entenderse, y creo que así debería ser, de una manera mucho más ambigua: con la música nunca podemos estar seguros. En la medida en que externaliza nuestras pasiones internas, la música es siempre, potencialmente, una amenaza.
«Con la música nunca podemos estar seguros». Desde luego, esto se aplica totalmente en las óperas de Wagner, cuya instrumentalización por parte del régimen nazi (y, por supuesto, también debido a la presencia en sus libretos de algunos pasajes de carácter antisemita, por ejemplo en el final de Los maestros cantores de Núremberg) provoca, todavía en la actualidad, controversias. En el diario La Vanguardia del 6 de septiembre de 2018 se podía leer:
El viernes pasado, un editor del programa La voz de la música, de la emisora de música clásica de la radio pública [israelí] Can, despertó la polémica al emitir parte de la obra de Wagner El ocaso de los dioses. Poco después, y ante las protestas de miles de oyentes, el editor del programa expresó sus excusas por lo que definió como «una elección artística equivocada», y prometió que Wagner no sería emitido en las emisoras públicas israelíes.
«No puedo escuchar durante mucho tiempo la música de Wagner, ¿sabes? Me entran ganas de conquistar Polonia», afirmaba el personaje interpretado por Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan (película en la que, por cierto, los protagonistas manipulan una voz grabada). Bien, «el caso Wagner» resulta tópicamente controvertido, pero lo que en realidad aquí se plantea es si algunas manifestaciones (musicales, verbales…) nunca deberían acceder al espacio radiofónico, y por qué.
CENSURA Y DEMOCRACIA
Desgraciadamente, también en España estamos conociendo, en tiempos aún más recientes, casos de censura. Se han aplicado, más bien, a conciertos que iban a ser financiados con dinero público, y a artistas que en las letras de sus canciones pueden incorporar la defensa del terrorismo, o actitudes machistas. Pero, evidentemente, estas polémicas afectan también a la difusión radiofónica de sus trabajos. ¿Merece la creación artística, más allá de cualquier valoración estética de la misma, un espacio dentro de la sociedad que opere como una zona franca —una expresión que aquí aplicaremos al propio espacio radiofónico—, y en la que cualquier forma de expresión pueda circular libremente?
El problema, desde luego, radica en las concepciones que profesemos respecto al conjunto de la sociedad. Si exceptuamos a las personas menores de edad, así como a cualesquiera otras que por su condición o circunstancias merezcan una especial protección, para el resto de ciudadanos cualquier restricción legal en este sentido puede ser considerada como una desafortunada forma de paternalismo. En una sociedad democrática cualquier adulto libre debería poder elegir, y valorar por su cuenta, qué manifestaciones artísticas quiere conocer (y, en su caso, disfrutar —o aborrecer—). Exactamente lo mismo se podría afirmar, por cierto, respecto a las declaraciones de carácter político —si es que podemos presumir que los ciudadanos adultos están en condiciones no solamente de emitir periódicamente sus votos, sino también de someter a crítica cualquier argumento ideológico que se les presente—. Quienes hablan, en este sentido, del riesgo de «blanqueo» de determinadas posiciones políticas suelen hacerlo desde el miedo, una sensación ajena —por no decir opuesta— a la responsabilidad democrática (y más próxima, por el contrario, a quienes tienen vocación de censores).
El carácter básico de estas afirmaciones, que solo puede justificarse por la reciente publicación de ciertos alegatos en favor de la censura aún más básicos (y además, pensamos, muy equivocados —especialmente cuando pretenden provenir de un pensamiento progresista o de izquierdas—), se explica ante la sorpresa que parece ocasionar algo tan previsible como que algunas propuestas que para algunos ciudadanos resultan atractivas puedan ser consideradas ofensivas o incluso hirientes por otros. Con el único límite de la Constitución y el resto de la legalidad vigente —interpretada por los jueces, en caso de duda o conflicto—, ello no debería suponer ningún problema para nadie, sino más bien un estímulo para ejercitar nuestra tolerancia.
Retornando al ámbito de lo artístico, a menudo el conflicto radica en la financiación con recursos públicos de estas manifestaciones. Partiendo de que esos recursos son siempre y por definición limitados, necesariamente deben tomarse decisiones respecto a qué obras y artistas difundir, en detrimento de otras que no recibirán ese apoyo. En el ámbito de la programación radiofónica, donde el tiempo acaso sea el recurso más preciado, esto representa una de las mayores dificultades para quien se encarga de elegir qué suena —o, por ejemplo, a quién se entrevista— en cada momento. Desde cierto punto de vista, aquello que no accede —aunque sea por estas razones— al espacio radiofónico también está siendo objeto de cierto tipo de censura.
Conviene