Orgullo y prejuicio. Jane AustenЧитать онлайн книгу.
rayando en la presunción y en la impertinencia, que su dama posee.
—¿Tiene algo más que proponerme para mi felicidad doméstica?
—¡Oh, sí! Deje que los retratos de sus tíos, los Phillips, sean colgados en la galería de Pemberley. Póngalos al lado del tío abuelo suyo, el juez. Son de la misma profesión, aunque de distinta categoría. En cuanto al retrato de su Elizabeth, no debe permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer justicia a sus hermosos ojos?
—Desde luego, no sería fácil captar su expresión, pero el color, la forma y sus bonitas pestañas podrían ser reproducidos.
En ese momento, por otro sendero del jardín, salieron a su paso la señora Hurst y Elizabeth.
—No sabía que estabas paseando —dijo la señorita Bingley un poco confusa al pensar que pudiesen haberles oído.
—Te has portado muy mal con nosotras —respondió la señora Hurst— al no decirnos que ibas a salir.
Y, tomando el brazo libre del señor Darcy, dejó que Elizabeth pasease sola. En el camino solo cabían tres. El señor Darcy se dio cuenta de tal descortesía y dijo inmediatamente:
—Este paseo no es lo bastante ancho para los cuatro, salgamos a la avenida. Pero Elizabeth, que no tenía la menor intención de continuar con ellos, contestó muy sonriente:
—No, no, quédense donde están. Forman un grupo encantador, está mucho mejor así. Una cuarta persona lo echaría a perder. Adiós.
Se fue alegremente regocijándose al pensar, mientras caminaba, que dentro de uno o dos días más estaría en su casa. Jane se encontraba ya tan bien, que aquella misma tarde tenía la intención de salir un par de horas de su cuarto.
Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de cenar, Elizabeth subió a visitar a su hermana y al ver que estaba bien abrigada la acompañó al salón, donde sus amigas le dieron la bienvenida con grandes demostraciones de felicidad. Elizabeth nunca las había visto tan amables como en la hora que transcurrió hasta que llegaron los caballeros. Hablaron de todo. Describieron la fiesta con todo detalle, contaron anécdotas con mucha gracia y se burlaron de sus conocidos con humor.
Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el primer objeto de atención. Los ojos de la señorita Bingley se volvieron instantáneamente hacia Darcy y no había dado cuatro pasos cuando ya tenía algo que decirle. Él se dirigió directamente a la señorita Bennet y la felicitó cortésmente. También el señor Hurst le hizo una ligera inclinación de cabeza, diciéndole que se alegraba mucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para el saludo de Bingley, que estaba muy contento y lleno de atenciones para con ella. La primera media hora se la pasó avivando el fuego para que Jane no notase el cambio de una habitación a la otra, y le rogó que se pusiera al lado de la chimenea, lo más lejos posible de la puerta. Luego se sentó junto a ella y ya casi no habló con nadie más. Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba la escena con satisfacción.
Cuando terminaron de tomar el té, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa de juego, pero fue en vano; ella intuía que a Darcy no le apetecía jugar, y el señor Hurst vio su petición rechazada inmediatamente. Le aseguró que nadie tenía ganas de jugar. El silencio que siguió a su afirmación pareció corroborarla. Por lo tanto, al señor Hurst no le quedaba otra cosa que hacer que tumbarse en un sofá y dormir. Darcy cogió un libro, la señorita Bingley cogió otro, y la señora Hurst, ocupada principalmente en jugar con sus pulseras y sortijas, se unía, de vez en cuando, a la conversación de su hermano con la señorita Bennet.
La señorita Bingley prestaba más atención a la lectura de Darcy que a la suya propia. No paraba de hacerle preguntas o mirar la página que él tenía delante. Sin embargo, no consiguió sacarle ninguna conversación; se limitaba a contestar y seguía leyendo. Finalmente, angustiada con la idea de tener que entretenerse con su libro que había elegido solamente porque era el segundo tomo del que leía Darcy, bostezó largamente y exclamó:
—¡Qué agradable es pasar una velada así! Bien mirado, creo que no hay nada tan divertido como leer. Cualquier otra cosa en seguida te cansa, pero un libro, nunca. Cuando tenga una casa propia seré desgraciadísima si no tengo una gran biblioteca.
Nadie dijo nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y paseó la vista alrededor de la habitación buscando en qué ocupar el tiempo; cuando al oír a su hermano mencionarle un baile a la señorita Bennet, se volvió de repente hacia él y dijo:
—¿Piensas seriamente en dar un baile en Netherfield, Charles? Antes de decidirte te aconsejaría que consultases con los presentes, pues o mucho me engaño o hay entre nosotros alguien a quien un baile le parecería, más que una diversión, un castigo.
—Si te refieres a Darcy —le contestó su hermano—, puede irse a la cama antes de que empiece, si lo prefiere; pero en cuanto al baile, es cosa hecha, y tan pronto como Nicholls lo haya dispuesto todo, enviaré las invitaciones.
—Los bailes me gustarían mucho más —repuso su hermana— si fuesen de otro modo, pero esa clase de reuniones suelen ser tan pesadas que se hacen insufribles. Sería más racional que lo principal en ellas fuese la conversación y no un baile.
—Mucho más racional sí, Caroline; pero entonces ya no se parecería en nada a un baile.
La señorita Bingley no contestó; se levantó poco después y se puso a pasear por el salón. Su figura era elegante y sus andares airosos, pero Darcy, a quien iba dirigido todo, siguió enfrascado en la lectura. Ella, desesperada, decidió hacer un esfuerzo más, y, volviéndose a Elizabeth, dijo:
—Señorita Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar tanto tiempo sentada en la misma postura.
Elizabeth se quedó sorprendida, pero accedió inmediatamente. La señorita Bingley logró lo que se había propuesto con su amabilidad, el señor Darcy levantó la vista. Estaba tan extrañado de la novedad de esta invitación como podía estarlo la misma Elizabeth que inconscientemente, cerró su libro. Seguidamente, le invitaron a pasear con ellas, a lo que se negó, explicando que solo podía haber dos motivos para que paseasen por el salón juntas, y si se uniese a ellas interferiría en los dos. «¿Qué querrá decir?» La señorita Bingley se moría de ganas por saber cuál sería el significado y le preguntó a Elizabeth si ella podía entenderlo.
—En absoluto —respondió—; pero, sea lo que sea, es seguro que quiere dejarnos mal, y la mejor forma de decepcionarle será no preguntarle nada.
Sin embargo, la señorita Bingley era incapaz de decepcionar a Darcy, e insistió, por lo tanto, en pedir que les explicase los dos motivos.
—No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo — dijo tan pronto como ella le permitió hablar—. Ustedes eligen este modo de pasar el tiempo o porque tienen que hacerse alguna confidencia o para hablar de sus asuntos secretos, o porque saben que paseando lucen mejor su figura; si es por lo primero, al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es por lo segundo, las puedo admirar mucho mejor sentado junto al fuego.
—¡Qué horror! —gritó la señorita Bingley—. Nunca he oído nada tan abominable. ¿Cómo podríamos darle su merecido?
—Nada tan fácil, si está dispuesta a ello —dijo Elizabeth—. Todos sabemos fastidiar y mortificarnos unos a otros. Búrlese, ríase de él. Siendo tan íntima amiga suya, sabrá muy bien cómo hacerlo.
—No sé, le doy mi palabra. Le aseguro que mi gran amistad con él no me ha enseñado cuáles son sus puntos débiles. ¡Burlarse de una persona flemática, de tanta sangre fría! Y en cuanto a reírnos de él sin más mi más, no debemos exponernos; podría desafiarnos y tendríamos nosotros las de perder.
—¡Que