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Orgullo y prejuicio. Jane AustenЧитать онлайн книгу.

Orgullo y prejuicio - Jane Austen


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señorita Bingley —respondió Darcy— me ha dado más importancia de la que merezco. El más sabio y mejor de los hombres o la más sabia y mejor de las acciones, pueden ser ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta vida más que en reírse.

      —Estoy de acuerdo —respondió Elizabeth—, hay gente así, pero creo que yo no estoy entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio. Las insensateces, las tonterías, los caprichos y las inconsecuencias son las cosas que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre que puedo. Pero supongo que estas son las cosas de las que usted carece.

      —Quizá no sea posible para nadie, pero yo he pasado la vida esforzándome para evitar estas debilidades que exponen al ridículo a cualquier persona inteligente.

      —Como la vanidad y el orgullo, por ejemplo.

      —Sí, en efecto, la vanidad es un defecto. Pero el orgullo, en caso de personas de inteligencia superior, creo que es válido.

      Elizabeth tuvo que volverse para disimular una sonrisa.

      —Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy —dijo la señorita Bingley, y le ruego que me diga qué ha sacado, en conclusión.

      —Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos. Él mismo lo reconoce claramente.

      —No —dijo Darcy—, no he pretendido decir eso. Tengo muchos defectos, pero no tienen que ver con la inteligencia. De mi carácter no me atrevo a responder. Soy demasiado intransigente, en realidad, demasiado intransigente para lo que a la gente le conviene. No puedo olvidar tan pronto como debería las insensateces y los vicios ajenos, ni las ofensas que contra mí se hacen. Mis sentimientos no se borran por muchos esfuerzos que se hagan para cambiarlos. Quizá se me pueda acusar de rencoroso. Cuando pierdo la buena opinión que tengo sobre alguien, es para siempre.

      —Ese es realmente un defecto —replicó Elizabeth—. El rencor implacable es verdaderamente una sombra en un carácter. Pero ha elegido usted muy bien su defecto. No puedo reírme de él. Por mi parte, está usted a salvo.

      —Creo que en todo individuo hay cierta tendencia a un determinado mal, a un defecto innato, que ni siquiera la mejor educación puede vencer.

      —Y ese defecto es la propensión para odiar a todo el mundo.

      —Y el suyo respondió él con una sonrisa— es el interpretar mal a todo el mundo intencionadamente.

      —Oigamos un poco de música — propuso la señorita Bingley, cansada de una conversación en la que no tomaba parte—. Louisa, ¿no te importará que despierte al señor Hurst?

      Su hermana no opuso la más mínima objeción, y abrió el piano. A Darcy, después de unos momentos de recogimiento, no le pesó. Empezaba a sentir el peligro de prestarle demasiada atención a Elizabeth.

       CAPÍTULO XII

      De acuerdo con su hermana, Elizabeth escribió a su madre a la mañana siguiente, pidiéndole que les mandase el coche aquel mismo día. Pero la señora Bennet había calculado que sus hijas estarían en Netherfield hasta el martes en que haría una semana justa que Jane había llegado allí, y no estaba dispuesta a que regresara antes de la fecha citada. Así, pues, su respuesta no fue muy favorable o, por lo menos, no fue la respuesta que Elizabeth hubiera deseado, pues estaba impaciente por volver a su casa. La señora Bennet les contestó que no le era posible enviarles el coche antes del martes. En la posdata añadía que, si el señor Bingley y su hermana les insistían para que se quedasen más tiempo, no lo dudasen, pues podía pasar muy bien sin ellas. Sin embargo, Elizabeth estaba dispuesta a no seguir allí por mucho que se lo pidieran; temiendo, al contrario, resultar molestas por quedarse más tiempo innecesariamente, rogó a Jane que le pidiese el coche a Bingley en seguida; y, por último, decidieron exponer su proyecto de salir de Netherfield aquella misma mañana y pedir que les prestasen el coche.

      La noticia provocó muchas manifestaciones de preocupación. Les expresaron reiteradamente su deseo de que se quedasen por los menos hasta el día siguiente, y no hubo más remedio que demorar la marcha hasta entonces. A la señorita Bingley le pesó después haber propuesto la demora, porque los celos y la antipatía que sentía por una de las hermanas era muy superior al afecto que sentía por la otra.

      Al señor de la casa le causó mucha tristeza el saber que se iban a ir tan pronto, e intentó insistentemente convencer a Jane de que no sería bueno para ella, porque todavía no estaba totalmente recuperada, pero Jane era firme cuando sabía que obraba como debía.

      A Darcy le pareció bien la noticia. Elizabeth había estado ya bastante tiempo en Netherfield. Le atraía más de lo que él quería y la señorita Bingley era descortés con ella, y con él más molesta que nunca. Se propuso tener especial cuidado en que no se le escapase ninguna señal de admiración ni nada que pudiera hacer creer a Elizabeth que tuviera ninguna influencia en su felicidad. Consciente de que podía haber sugerido semejante idea, su comportamiento durante el último día debía ser decisivo para confirmársela o quitársela de la cabeza. Firme en su propósito, apenas le dirigió diez palabras en todo el sábado y, a pesar de que los dejaron solos durante media hora, se metió de lleno en su libro y ni siquiera la miró.

      El domingo, después del oficio religioso de la mañana, tuvo lugar la separación tan grata para casi todos. La cortesía de la señorita Bingley con Elizabeth aumentó rápidamente en el último momento, así como su afecto por Jane. Al despedirse, después de asegurar a esta última el placer que siempre le daría verla tanto en Longbourn como en Netherfield y darle un tierno abrazo, a la primera solo le dio la mano. Elizabeth se despidió de todos con el espíritu más alegre que nunca.

      La madre no fue muy cordial al darles la bienvenida. No entendía por qué habían regresado tan pronto y les dijo que hacían muy mal en ocasionarle semejante contrariedad, estaba segura de que Jane había cogido frío otra vez. Pero el padre, aunque era muy lacónico al expresar la alegría, estaba verdaderamente contento de verlas. Se había dado cuenta de la importancia que tenían en el círculo familiar. Las tertulias de la noche, cuando se reunían todos, habían perdido la animación e incluso el sentido con la ausencia de Jane y Elizabeth.

      Hallaron a Mary, como de costumbre, enfrascada en el estudio profundo de la naturaleza humana; tenían que admirar sus nuevos resúmenes y escuchar las observaciones que había hecho recientemente sobre una moral muy poco convincente. Lo que Catherine y Lydia tenían que contarles era muy distinto. Se habían hecho y dicho muchas cosas en el regimiento desde el miércoles anterior; varios oficiales habían cenado recientemente con su tío, un soldado había sido azotado, y corría el rumor de que el coronel Forster iba a casarse.

       CAPÍTULO XIII

      Espero, querida —dijo el señor Bennet a su esposa; mientras desayunaban a la mañana siguiente–, que hayas preparado una buena comida, porque tengo motivos para pensar que hoy se sumará uno más a nuestra mesa.

      —¿A quién te refieres, querido? No tengo noticia de que venga nadie, a no ser que a Charlotte Lucas se le ocurra visitarnos, y me parece que mis comidas son lo bastante buenas para ella. No creo que en su casa sean mejores.

      —La persona de la que hablo es un caballero y forastero. Los ojos de la señora Bennet relucían como chispas.

      —¿Un caballero y forastero? Es el señor Bingley, no hay duda. Bien, me alegraré mucho de verlo. Pero, ¡Dios mío, qué mala suerte! Hoy no se puede conseguir ni un poco de pescado. Lydia, cariño, toca la campanilla, tengo que hablar con Hill al instante.

      —No es el señor Bingley —dijo su esposo— se trata de una persona que no he visto en mi vida.

      Estas palabras despertaron el asombro general y él tuvo el placer de ser interrogado


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