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Orgullo y prejuicio. Jane AustenЧитать онлайн книгу.

Orgullo y prejuicio - Jane Austen


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todo a sus vecinas. A las muchachas, que no podían soportar a su primo, y que no tenían otra cosa que hacer más que desear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones chinas de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga la espera. Por fin aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en la estancia, Elizabeth notó que ni antes se había fijado en él ni después lo había recordado con la admiración suficiente. Los oficiales de la guarnición del condado gozaban en general de un prestigio extraordinario, eran muy apuestos y los mejores se hallaban ahora en la presente reunión. Pero Wickham, por su gallardía, por su soltura y por su airoso andar era tan superior a ellos, como ellos lo eran al rechoncho tío Philips, que entró de último en el salón apestando a oporto.

      El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los ojos femeninos. Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él tomar asiento. Wickham inició la conversación de un modo tan agradable, a pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablemente llovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que los tópicos más comunes, más triviales y manidos pueden resultar interesantes si se dicen con destreza.

      Con unos rivales como Wickham y los demás oficiales en acaparar la atención de las damas, Collins parecía hundirse en su insignificancia. Para las muchachas él no representaba nada. Pero la señora Philips todavía le escuchaba de vez en cuando y se cuidaba de que no le faltase ni café ni pastas. Cuando se dispusieron las mesas de juego, Collins vio una oportunidad para devolverle sus atenciones y se sentó a jugar con ella al whist.

      —Conozco poco este juego, ahora —le dijo—, pero me gustaría aprenderlo mejor, debido a mi situación en la vida.

      La señora Philips le agradeció su condescendencia, pero no pudo entender aquellas razones.

      Wickham no jugaba al whist y fue recibido con verdadero entusiasmo en la otra mesa, entre Elizabeth y Lydia. Al principio pareció que había peligro de que Lydia lo absorbiese por completo, porque le gustaba hablar por los codos, pero como también era muy aficionada a la lotería, no tardó en centrar todo su interés en el juego y estaba demasiado ocupada en apostar y lanzar exclamaciones cuando tocaban los premios, para que pudiera distraerse en cualquier otra cosa. Como todo el mundo estaba concentrado en el juego, Wickham podía dedicar el tiempo a hablar con Elizabeth. Ella estaba deseando escucharle, aunque no tenía ninguna esperanza de que le contase lo que a ella más le apetecía saber: la historia de su relación con Darcy. Ni siquiera se atrevió a mencionar su nombre. Sin embargo, su curiosidad quedó satisfecha de un modo inesperado. Fue el mismo señor Wickham el que empezó el tema. Preguntó qué distancia había de Meryton a Netherfield, y después de oír la respuesta de Elizabeth y de unos segundos de titubeo, quiso saber también cuánto tiempo hacía que estaba allí el señor Darcy.

      —Un mes aproximadamente —contestó Elizabeth. Y con ansia de que no acabase ahí el tema, añadió: Creo que ese señor posee grandes propiedades en Derbyshire.

      —Sí —repuso Wickham—, su hacienda es importante, le proporciona diez mil libras anuales. Nadie mejor que yo podría darle a usted informes auténticos acerca del señor Darcy, pues he estado particularmente relacionado con su familia desde mi infancia. Elizabeth no pudo evitar demostrar su sorpresa.

      —Le extrañará lo que digo, señorita Bennet, después de haber visto, como vio usted probablemente, la frialdad de nuestro encuentro de ayer. ¿Conoce usted mucho al señor Darcy?

      —Más de lo que desearía —contestó Elizabeth afectuosamente—. He pasado cuatro días en la misma casa que él y me parece muy antipático.

      —Yo no tengo derecho a decir si es o no es antipático —continuó el señor Wickham—. No soy el más indicado para ello. Le he conocido durante demasiado tiempo y demasiado bien para ser un juez justo. Me sería imposible ser imparcial. Pero creo que la opinión que tiene de él sorprendería a cualquiera y puede que no la expresaría tan categóricamente en ninguna otra parte. Aquí está usted entre los suyos.

      —Le doy mi palabra de que lo que digo aquí lo diría en cualquier otra casa de la vecindad, menos en Netherfield. Darcy ha disgustado a todo el mundo con su orgullo. No encontrará a nadie que hable mejor de él.

      —No puedo fingir que lo siento —dijo Wickham después de una breve pausa.

      –No siento que él ni nadie sean estimados solo por sus méritos, pero con Darcy no suele suceder así. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia o le temen por sus distinguidos y soberbios modales y le ven solo como a él se le antoja que le vean.

      —Pues yo, a pesar de lo poco que le conozco, le tengo por una mala persona. Wickham se limitó a mover la cabeza.

      Luego agregó:

      –Me pregunto si pensará quedarse en este condado mucho tiempo.

      —No tengo ni idea, no oí nada de que se marchase mientras estuvo en Netherfield. Espero que la presencia de Darcy no alterará sus planes de permanecer en la guarnición del condado.

      —Claro que no. No seré el que me vaya por culpa del señor Darcy, siempre me entristece verle, pero no tengo más que una razón para esquivarle y puedo proclamarla delante de todo el mundo: un doloroso pesar por su mal trato y por ser como es. Su padre, señorita Bennet, el último señor Darcy, fue el mejor de los hombres y mi mejor amigo. No puedo hablar con Darcy sin que se me parta el alma con mil tiernos recuerdos. Su conducta conmigo ha sido indecorosa, pero confieso, sinceramente, que se lo perdonaría todo menos que haya frustrado las esperanzas de su padre y haya deshonrado su memoria.

      Elizabeth encontraba que el interés iba en aumento y escuchaba con sus cinco sentidos, pero la índole delicada del asunto le impidió hacer más preguntas. Wickham empezó a hablar de temas más generales: Meryton, la vecindad, la sociedad. Parecía sumamente complacido con lo que ya conocía, hablando especialmente de lo último con gentil pero comprensible galantería.

      —El principal incentivo de mi ingreso en la guarnición del condado—continuó Wickham— fue la esperanza de estar en constante contacto con la gente de la buena sociedad. Sabía que era un Cuerpo muy respetado y agradable, y mi amigo Denny me tentó, además, describiéndome su actual residencia y las grandes atenciones y excelentes amistades que ha encontrado en Meryton. Confieso que me hace falta un poco de vida social. Soy un hombre decepcionado y mi estado de ánimo no soportaría la soledad. Necesito ocupación y compañía. No era mi intención incorporarme a la vida militar, pero las circunstancias actuales me hicieron elegirla. La iglesia debió haber sido mi profesión, para ella me educaron y hoy estaría en posesión de un valioso rectorado si no hubiese sido por el caballero de quien estaba hablando hace un momento.

      —¿De veras?

      —Sí, el último señor Darcy dejó dispuesto que se me presentase para ocupar el mejor beneficio eclesiástico de sus dominios. Era mi padrino y me quería entrañablemente. Nunca podré hacer justicia a su bondad. Quería dejarme bien situado, y creyó haberlo hecho; pero cuando el puesto quedó vacante, fue concedido a otro.

      —¡Dios mío! —exclamó Elizabeth—. ¿Pero cómo pudo ser eso? ¿Cómo pudieron contradecir su testamento? ¿Por qué no recurrió usted a la justicia?

      —Había tanta informalidad en los términos del legado, que la ley no me hubiese dado ninguna esperanza. Un hombre de honor no habría puesto en duda la intención de dichos términos, pero Darcy prefirió dudarlo o tomarlo como una recomendación meramente condicional y afirmó que yo había perdido todos mis derechos por mi extravagancia e imprudencia; total que o por uno o por otro, lo cierto es que la rectoría quedó vacante hace dos años, justo cuando yo ya tenía edad para ocuparla, y se la dieron a otro. No es menos cierto que yo no puedo culparme de haber hecho algo para merecer perderla. Tengo un temperamento ardiente, soy indiscreto y acaso haya manifestado mi opinión sobre Darcy algunas veces, y hasta a él mismo, con excesiva franqueza. No recuerdo ninguna otra cosa de la que se me pueda acusar. Pero el hecho es que somos muy diferentes y que él me odia.

      —¡Es vergonzoso! Merece ser desacreditado en público.


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