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Orgullo y prejuicio. Jane AustenЧитать онлайн книгу.

Orgullo y prejuicio - Jane Austen


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le honró por tales sentimientos y le pareció más atractivo que nunca mientras los expresaba.

      —Pero —continuó después de una pausa—, ¿cuál puede ser el motivo? ¿Qué puede haberle inducido a obrar con esa crueldad?

      —Una profunda y enérgica antipatía hacia mí que no puedo atribuir hasta cierto punto más que a los celos. Si el último señor Darcy no me hubiese querido tanto, su hijo me habría soportado mejor. Pero el extraordinario afecto que su padre sentía por mí le irritaba, según creo, desde su más tierna infancia. No tenía carácter para resistir aquella especie de rivalidad en que nos hallábamos, ni la preferencia que a menudo me otorgaba su padre.

      —Recuerdo que un día, en Netherfield, se jactaba de lo implacable de sus sentimientos y de tener un carácter que no perdona. Su modo de ser es espantoso.

      —No debo hablar de este tema, repuso Wickham –me resulta difícil ser justo con él.

      Elizabeth reflexionó de nuevo y al cabo de unos momentos exclamó:

      —¡Tratar de esa manera al ahijado, al amigo, al favorito de su padre! Podía haber añadido: «A un joven, además, como usted, que solo su rostro ofrece sobradas garantías de su bondad.» Pero se limitó a decir:

      —A un hombre que fue seguramente el compañero de su niñez y con el que, según creo que usted ha dicho, le unían estrechos lazos.

      —Nacimos en la misma parroquia, dentro de la misma finca. La mayor parte de nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, compartiendo juegos y siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre empezó con la profesión en la que parece que su tío, el señor Philips, ha alcanzado tanto prestigio pero lo dejó todo para servir al señor Darcy y consagró todo su tiempo a administrar la propiedad de Pemberley. El señor Darcy lo estimaba mucho y era su hombre de confianza y su más íntimo amigo. El propio señor Darcy reconocía a menudo que le debía mucho a la activa superintendencia de mi padre, y cuando, poco antes de que muriese, el señor Darcy le prometió espontáneamente encargarse de mí, estoy convencido de que lo hizo por pagarle a mi padre una deuda de gratitud a la vez que por el cariño que me tenía.

      —¡Qué extraño! —exclamó Elizabeth—. ¡Qué abominable! Me asombra que el propio orgullo del señor Darcy no le haya obligado a ser justo con usted. Porque, aunque solo fuese por ese motivo, es demasiado orgulloso para no ser honrado. Falta de honradez es como debo llamar a lo que ha hecho con usted.

      Es curioso —contestó Wickham—, porque casi todas sus acciones han sido guiadas por el orgullo, que ha sido a menudo su mejor consejero. Para él, está más unido a la virtud que ningún otro sentimiento. Pero ninguno de los dos somos consecuentes y, en su comportamiento hacia mí, había impulsos incluso más fuertes que el orgullo.

      —¿Es posible que un orgullo tan detestable como el suyo le haya inducido alguna vez a hacer algún bien?

      —Sí, le ha llevado con frecuencia a ser liberal y generoso, a dar su dinero a manos llenas, a ser hospitalario, a ayudar a sus colonos y a socorrer a los pobres. El orgullo de familia, su orgullo de hijo, porque se siente muy orgulloso de lo que era su padre, le ha hecho actuar de este modo. El deseo de demostrar que no desmerecía de los suyos, que no era menos querido que ellos y que no echaba a perder la influencia de la casa de Pemberley, fue para él un poderoso motivo. Tiene también un orgullo de hermano que, unido a algo de afecto fraternal, le ha convertido en un amabilísimo y solícito custodio de la señorita Darcy, y oirá decir muchas veces que es considerado como el más atento y mejor de los hermanos.

      —¿Qué clase de muchacha es la señorita Darcy?

      Wickham hizo un gesto con la cabeza.

      —Quisiera poder decir que es encantadora. Me da pena hablar mal de un Darcy. Pero ahora se parece demasiado a su hermano, es muy orgullosa. De niña, era muy cariñosa y complaciente y me tenía un gran afecto. ¡Las horas que he pasado entreteniéndola! Pero ahora me es indiferente. Es una hermosa muchacha de quince o dieciséis años, creo que muy bien educada. Desde la muerte de su padre vive en Londres con una institutriz.

      Después de muchas pausas y muchas tentativas de hablar de otros temas, Elizabeth no pudo evitar volver a lo primero y dijo:

      —Lo que me asombra es su amistad con el señor Bingley. ¡Cómo puede el señor Bingley, que es el buen humor personificado, y es, estoy convencida, verdaderamente amable, tener algo que ver con un hombre como el señor Darcy? ¿Cómo podrán llevarse bien? ¿Conoce usted al señor Bingley?

      —No, no lo conozco.

      —Es un hombre encantador, amable, de carácter dulce. No debe saber cómo es en realidad el señor Darcy.

      —Probablemente no, pero el señor Darcy sabe cómo agradar cuando le apetece. No necesita esforzarse. Puede ser una compañía de amena conversación si cree que le merece la pena. Entre la gente de su posición es muy distinto de como es con los inferiores. El orgullo no le abandona nunca, pero con los ricos adopta una mentalidad liberal, es justo, sincero, razonable, honrado y hasta quizá agradable, debido en parte a su fortuna y a su buena presencia.

      Poco después terminó la partida de whist y los jugadores se congregaron alrededor de la otra mesa. Collins se situó entre su prima Elizabeth y la señora Philips. Esta última le hizo las preguntas de rigor sobre el resultado de la partida. No fue gran cosa, había perdido todos los puntos. Pero cuando la señora Philips le empezó a decir cuánto lo sentía, Collins le aseguró con la mayor gravedad que no tenía ninguna importancia y que para él el dinero era lo de menos, rogándole que no se inquietase por ello.

      —Sé muy bien, señora —le dijo—, que cuando uno se sienta a una mesa de juego ha de someterse al azar, y afortunadamente no estoy en circunstancias de tener que preocuparme por cinco chelines. Indudablemente habrá muchos que no puedan decir lo mismo, pero gracias a lady Catherine de Bourgh estoy lejos de tener que dar importancia a tales pequeñeces. A Wickham le llamó la atención, y después de observar a Collins durante unos minutos le preguntó en voz baja a Elizabeth si su pariente era amigo de la familia de Bourgh.

      —Lady Catherine de Bourgh le ha dado hace poco una rectoría —contestó—. No sé muy bien quién los presentó, pero no hace mucho tiempo que la conoce.

      —Supongo que sabe que lady Catherine de Bourgh y lady Anne Darcy eran hermanas, y que, por consiguiente, lady Catherine es tía del actual señor Darcy.

      —No, no sabía nada de la familia de lady Catherine. No tenía noción de su existencia hasta hace dos días.

      —Su hija, la señorita de Bourgh, heredará una enorme fortuna, y se dice que ella y su primo unirán las dos haciendas.

      Esta noticia hizo sonreír a Elizabeth al pensar en la pobre señorita Bingley. En vano eran, pues, todas sus atenciones, en vano e inútil todo su afecto por la hermana de Darcy y todos los elogios que de él hacía si ya estaba destinado a otra.

      —El señor Collins —dijo Elizabeth— habla muy bien de lady Catherine y de su hija pero por algunos detalles que ha contado de su Señoría, sospecho que la gratitud le ciega y que, a pesar de ser su protectora, es una mujer arrogante y vanidosa.

      —Creo que es ambas cosas, y en alto grado — respondió Wickham—. Hace muchos años que no la veo, pero recuerdo que nunca me gustó y que sus modales eran autoritarios e insolentes. Tiene fama de ser juiciosa e inteligente, aunque me da la sensación de que parte de sus cualidades se derivan de su rango y su fortuna; otra parte, de su despotismo, y el resto, del orgullo de su sobrino que cree que todo el que esté relacionado con él tiene que poseer una inteligencia superior.

      Elizabeth reconoció que la había retratado muy bien y siguieron charlando juntos hasta que la cena puso fin al juego y permitió a las otras señoras participar de las atenciones de Wickham. No se podía entablar una conversación, por el ruido que armaban los comensales del señor Philips, pero sus modales encantaron a todo el mundo. Todo lo que decía estaba bien dicho y todo lo que hacía estaba bien hecho. Elizabeth se fue prendada de él. De vuelta a casa no podía


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