La narración de Arthur Gordon Pym . Edgard Allan PoeЧитать онлайн книгу.
mis parientes y aquellos amigos que a lo largo de la vida han tenido razones para tener fe en mi sinceridad, siendo lo más probable que el público en general considerase mi relato como una descarada e ingeniosa invención. Aun así, una de las razones más importantes que me impedían llevar a cabo la propuesta de mis consejeros era la falta de confianza que sentía en mis habilidades como escritor.
Entre los caballeros de Virginia que más interés mostraron en mi relato, en especial en la parte referente al océano Antártico, se encontraba el señor Poe, desde hace poco redactor de la revista mensual Southern Literary Messenger que publica el señor Thomas W. White en la ciudad de Richmond. Entre otros, él me recomendó encarecidamente que preparase sin más demora un relato completo de todo aquello que había visto y me había acontecido y que confiase en la inteligencia y el sentido común del público, al tiempo que me insistía, no sin razón, en que por muy burdo que resultase mi estilo como escritor, sería esa misma torpeza, en el caso de que la hubiese, la que multiplicase las posibilidades de que el relato fuese considerado verdadero.
A pesar de estos argumentos, no me decidí a hacer lo que me sugería. Más adelante (al ver que no movía el asunto), me propuso ser él mismo quien construyese con sus propias palabras el relato de la primera parte de mis aventuras a partir de los datos que yo le proporcionase para publicarlo en la Southern Messenger, haciéndolo pasar por un relato de ficción. Al no hallar objeción alguna que hacer, di mi consentimiento con la única condición de que no se revelase mi verdadero nombre. En consecuencia, aparecieron dos entregas de este supuesto relato de ficción en las ediciones de la Messenger de enero y febrero de 1837, y para que no quedase duda de que se trataba de ficción, se añadió el nombre del señor Poe a los artículos en el índice de la revista.
El recibimiento dispensado a este ardid me ha llevado finalmente a emprender una recopilación sistemática, así como la publicación de las aventuras en cuestión, porque descubrí que, a pesar de la apariencia de falsedad que tan ingeniosamente envolvió la parte de mi historia aparecida en la Messenger (y eso sin alterar ni distorsionar ni uno solo de los hechos), el público seguía sin mostrarse dispuesto a recibirla como falsa, y al domicilio del señor P se remitieron varias cartas en las que se expresaba sin ningún género de duda el convencimiento de lo contrario. Por lo tanto, llegué a la conclusión de que los hechos narrados demostrarían ser de una naturaleza tal que conllevaran la suficiente muestra de su propia autenticidad, y que, por consiguiente, poco debía yo temer en cuanto a la incredulidad popular.
Una vez expuesto esto, en seguida podrán percibir qué parte del relato que encontrarán a continuación me atribuyo como propia y también apreciarán que ni uno solo de los hechos que se cuentan en las primeras páginas, que fueron escritas por el señor Poe, se ha tergiversado. No será necesario señalar a los lectores, ni siquiera a los que no han visto la revista Messenger, dónde termina su parte y comienza la mía, puesto que percibirán al instante la diferencia de estilos.
A. G. Pym, Nueva York, julio de 1838
Rescatados por el Penguin, ilustración de A.D. McCormick, en Arthur Gordon Pym: Romance by Edgar Allan Poe, 1898.
CAPÍTULO I
Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre era un respetable comerciante que abastecía de suministros a los barcos en Nantucket, donde nací. Mi abuelo materno era abogado y gozaba de una buena clientela. Era afortunado en todo y había especulado con mucho éxito con las acciones del Edgarton New Bank, como solía llamarse por aquel entonces. Por estos medios y algunos más había logrado ahorrar una cantidad considerable de dinero. Sentía por mí más aprecio que por ninguna otra persona del mundo, según creo, y a su muerte yo esperaba heredar la mayor parte de su fortuna. A los seis años me mandó al colegio del viejo señor Ricketts, un caballero con un solo brazo que tenía unos modales excéntricos –prácticamente toda persona que haya visitado New Bedford lo conoce bien–. Permanecí en su colegio hasta que cumplí los dieciséis, cuando me marché para asistir a la academia del señor E. Ronald, que se encuentra en la colina. Aquí fragüé una gran amistad con el hijo del señor Barnard, un capitán de barco que normalmente trabajaba empleado por Lloyd y Vredenburgh; el señor Barnard también es muy conocido en New Bedford y estoy seguro de que tiene muchos parientes en Edgarton. Su hijo se llamaba Augustus y tenía casi dos años más que yo. Había acompañado a su padre en una expedición ballenera a bordo del John Donaldson y siempre me andaba contando sus aventuras en el Pacífico Sur. Con frecuencia le acompañaba a su casa y me quedaba todo el día, y a veces incluso pasaba la noche. Compartíamos la misma cama y él se las arreglaba para mantenerme despierto casi hasta las claras del día contándome historias de los nativos de la isla de Tinián[1] y de otros lugares que había visitado durante sus viajes. Al final no pude evitar sentir interés por lo que decía y mis deseos de hacerme a la mar fueron aumentando gradualmente. Tenía un pequeño velero llamado Ariel, cuyo valor era de unos setenta y cinco dólares. Contaba con una pequeña cabina y los aparejos propios de una balandra; ahora no recuerdo el arqueo, pero cabían diez personas sin demasiadas apreturas. Teníamos por costumbre hacer las excursiones más extravagantes del mundo a bordo de este barco y cuando pienso en ellas ahora, me parece una auténtica maravilla que siga vivo a día de hoy.
Voy a relatar una de estas aventuras a modo de introducción a otra narración más extensa y de mayor trascendencia. Una noche hubo una fiesta en casa del señor Barnard y cuando se aproximaba a su fin, tanto Augustus como yo estábamos algo más que un poco ebrios. Como solía ocurrir en esos casos, preferí compartir su cama en lugar de irme a casa. Se quedó dormido en silencio, según pensé (era cerca de la una cuando la fiesta se terminó), y sin decir ni una palabra de su tema preferido. Habría pasado una media hora desde que nos metimos en la cama y yo estaba a punto de amodorrarme, cuando de repente se incorporó de un salto y soltando un juramento terrible dijo que no pensaba dormirse por ningún Arthur Pym de la cristiandad mientras soplara una magnífica brisa del suroeste. En mi vida me he quedado más atónito, sin saber lo que pretendía y convencido de que los vinos y licores que había bebido lo habían puesto completamente fuera de sí. Sin embargo, siguió hablando con mucha tranquilidad y me dijo que era consciente de que yo pensaba que estaba borracho, pero que no había estado más sobrio en toda su vida. Que únicamente estaba cansado de estar tumbado en la cama como un perro cuando hacía una noche tan buena, añadió, y que estaba decidido a levantarse, vestirse y salir a echar un buen rato en el barco. Me cuesta expresar el sentimiento que me invadió, pero no había terminado de pronunciar estas palabras cuando sentí un estremecimiento fruto de la enorme emoción y el placer que me produjeron, y aquella locura me pareció una de las cosas más deliciosas y razonables del mundo. Soplaba prácticamente un vendaval y el tiempo era muy frío, porque estábamos ya a finales de octubre. Aun así, me levanté de un salto, llevado por la euforia, y le dije que era tan valiente como él y que también estaba cansado de estar echado en la cama como un perro, y tan dispuesto a pasarlo bien o a correr una aventura como el propio Augustus Barnard de Nantucket.
No tardamos nada en ponernos la ropa y bajar corriendo hasta el barco. Estaba junto al viejo y decrépito embarcadero que había al lado del almacén de madera de Pankey & Co., donde su costado prácticamente chocaba con los troncos sin desbastar. Augustus subió a bordo y vació el agua con un cubo porque estaba lleno casi hasta la mitad. Una vez hecho esto, izamos el foque y la vela mayor, llenamos las velas y nos hicimos audazmente a la mar.
El viento, como dije antes, soplaba del suroeste y con fuerza. Hacía una noche fría y completamente despejada. Augustus se había puesto al timón y yo me coloqué junto al mástil, sobre la cubierta de la cabina. Nos deslizábamos a gran velocidad, sin que ninguno de los dos hubiese dicho ni una palabra desde que saliéramos del muelle. Fue ahora cuando le pregunté a mi compañero qué rumbo tenía intención de seguir y a qué hora calculaba que podríamos estar de vuelta. Pasó unos minutos silbando y al cabo del tiempo me dijo en tono malhumorado:
—Yo voy a hacerme a la mar y tú puedes irte a tu casa si lo consideras oportuno.
Me volví para mirarlo y, al hacerlo, me di cuenta de que a pesar de su fingida despreocupación,