Эротические рассказы

Sobre hielo. Peter KurzeckЧитать онлайн книгу.

Sobre hielo - Peter Kurzeck


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puerta, saludas con la cabeza y haces un gesto con el brazo. Se aprende fácil. Y tampoco hay que decirles algo. De traje oscuro. La mayoría de las veces no se dice una sola palabra. En cuanto la obra empieza puedes hacer lo que quieras. Sólo tienes que quedarte hasta el final de la representación, hasta que todos se han ido. Por si hay un fuego, para asegurarse de que nadie se haya quedado dormido. O ves la obra o te quedas, en tu calidad de acomodador, en la sala de espera. Hay una sala de espera propia. Hemos escrito una obra en el teatro. Wolfgang y yo, durante nuestra jornada de trabajo. El encargado es tal y tal. Inspector o inspector superior de la casa. O hay una plaza libre, o va a quedar libre enseguida. ¡Creo que aún están buscando a alguien! Y, si quieres, te puedes pasar el día entero escribiendo. O adentrarte en la noche después de la representación. Como quieras. La noche te pertenece. Y, dice, luego está el estudio de literatura de la radio de Hesse. La doctora Altenhofer. Llegamos al cruce. El número, dice, no llevo encima la agenda de teléfonos. El teléfono directo te lo dicen en la centralita. Llama y ve, o envíale un manuscrito. ¡Y mucha suerte! En el cruce: él sigue y yo me detengo. El libro va a ser mi tercer libro. Un domingo, dije a su espalda, o murmuré sólo para mí. ¡Anotar un domingo! Ahora ya desde octubre, desde finales de septiembre ya. Un domingo del año siguiente a la reforma monetaria. Y las mujeres con el trabajo diario en la casa, con el tiempo, con sus nombres, pensamientos y expresiones. En el pueblo las mujeres, de casa en casa. En cada momento vuelven a arrastrar su vida entera, una carta, una pesada carga. Durante toda su vida. Por aquel entonces, en el pueblo, los domingos eran tan cortos. Especialmente en invierno. Especialmente hacia el final del invierno. Si el invierno vuelve a darse la vuelta y quiere encontrar la salida. Mi próximo libro. Ahora este domingo, una y otra vez. Cuanto más escribo, más adentro de mí escribo. ¿Sigo siendo yo? ¿Sigue siendo el mismo diciembre? ¿Aún tienes aquella tienda de campaña? Como si, con la separación, mi vida estuviera ida y acabada. Quizá nunca llegue a ser un libro. Ahora mi sombra ha vuelto a mí. La misma que se había detenido a ordenar para mí los detalles. Se llama Harry Oberländer, me dice mi sombra. Seis poemas. Quizá él sea de pueblo. Lo veo irse a lo lejos. ¡Impertérrito! ¡Impertérrito! Un abrigo de invierno. ¿A dónde va? ¿Te han robado el coche? ¿Cómo escribiste una obra de teatro a dúo? ¿Cómo se titula la obra? ¿Tienes linternas de bolsillo en el trabajo? Ah, no, esos son los acomodadores del cine. ¿Cuánto paga el teatro? Hace dos años, la semana anterior a Pentecostés, en una ocasión una tienda de campaña tuya, ¡tienes que acordarte! Y ahora podría por fin empezar a explicárselo todo con calma. Una y otra vez, y cada vez mejor. En diagonal al otro lado de la calle. Mi sombra junto a mí. Otra sombra ya me estaba esperando al final del camino. Entre altos árboles, la puerta del patio abierta (¡siempre debe estar cerrada, para que los niños no salgan corriendo por descuido a la calle!). La casa ocupada de la Siesmayerstraβe. La entrada a la guardería. En diciembre, un día laborable, frío húmedo, un día turbio. Quizá los niños aún estén comiendo. El tiempo avanza hacia la una y media, o se ha detenido. Quizá haga ya mucho que avanza hacia la una y media.

      Al teatro. Tal y tal, inspector. Por desgracia anoté enseguida el nombre y llamé ese mismo día. A mi propia costa (una llamada local). ¡Ya sabía que iba a quedar en nada! ¡Estaba convencido, pero sencillamente no quería creerlo! ¡Estoy impotente frente a mí! Poseído por la idea de que con este trabajo y unos ingresos regulares tendré enseguida un abrigo de invierno y una casa para mí y dinero para Sibylle y Carina. Un abrigo nuevo también para Sibylle. A Carina ya se lo compramos en otoño. Seguir vivo y tener un papel protagonista como acomodador de palcos. ¿Quizá incluso con linterna de bolsillo? Sostener la puerta a los visitantes o como sea (¡ya aprenderás!) y escribir día y noche. Llamé y dijeron que podía ir cuando quisiera y presentarme. A ser posible por las mañanas. Como mucho esperar unos minutos. Tiempo de espera, dijeron, agitadas voces al teléfono. ¡Así que mañana a las once! El teatro está en la Theaterplatz. Sin ese trabajo apenas podía resistir. Se me ocurrió que con ese trabajo, cuando lo tuviera, aún tendría más tiempo para escribir y para Carina que sin él. ¡Todo arreglado! ¡Y sin preocupaciones! ¿Quizá nunca más dormiría? ¡No dormir por lo menos durante unos años! ¡La noche pasada tampoco! Las nueve. El cielo cubierto. Es hora de ponerse en camino. Antes, dos o tres expresos. La cafeterita mediana. Aún no son las nueve. Sibylle con Carina a la guardería y de allí directamente a la editorial. Aún tengo sus voces en el oído. ¡Se han ido, se han marchado! Un anillo de hierro como suplemento al hornillo de gas, para que la cafeterita de expreso no se vuelque (¡les gusta volcarse!). Lo mejor es poner la llama muy baja y tener paciencia pero ¿cómo se consigue la paciencia? Entretanto, conmigo y con mi manuscrito y mi bloc de notas. Buscar rápidamente un par de pasajes en el manuscrito... ¿siguen ahí? ¿Cómo son? ¿Están siquiera ahí, dónde están, y qué me dicen? ¿Con qué palabras? ¿Y ver lo que quieren del autor? ¡Cuanto más busco, tantos más son los que aún quieren ser buscados! ¡Algunos se apiñan! ¡Buscar cada vez más deprisa! ¡Me abraso! ¡El papel empieza a susurrar! Entretanto voy rápido a la cocina. El expreso se ha pasado automáticamente de cocción. ¡Se ha consumido! ¡La cafeterita está casi vacía, y al rojo vivo! Oscuro el día, parecía que iba a ser más oscuro que claro. La torre de la televisión un dibujo en sepia. ¿Queda tiempo? Refrescar la cafeterita con agua fría. Desenroscarla, sacar el colador. Puede ocurrir. Y enseguida otra vez. Ahora la llama más fuerte. Por lo menos al principio (para compensar la pérdida de tiempo). ¡Y no olvidar bajar la llama a tiempo o el café se saldrá! ¡Pero me olvido! ¡Otros importantes detalles! ¡Puede ocurrir! ¡Es irritante, pero puede ocurrir! ¡Así que, con paciencia, otra vez! Tres veces. Exactamente igual que en los cuentos. ¡Menos mal que nadie se entera! Pero me he quemado un poquito los dedos. Y me he dado un golpe en la rodilla. Un día angosto. La cocina sigue siendo una cocina americana. A menudo se me ha fundido el mango de la cafetera (¡se funden en lentas lágrimas negras de baquelita, que gotean, tóxicas, grandes y pesadas en la llama, perdidas, inconsolables, y tiñen el fuego de azul manganeso, lila tormenta, verde semáforo!) Made in Italy. Italia está llena de historias de cafeteritas de expreso que explotan. Ahora por tercera vez. Sibylle compró en Peikert el anillo de hierro para suplementar la hornilla. Es una tienda especializada en menaje del hogar, en la Leipziger Straβe. Va a Peikert para sentirse unida a su abuela, tan capacitada para la vida. Allí ve el mundo con sus ojos (¿o es que el mundo no pertenece incluso a su capaz abuela?). Muy práctico el anillo de hierro, mientras uno no se quema con él. Sigo enseguida con el manuscrito. El domingo, el capítulo del domingo. En noviembre, acababa de empezarlo con total inocencia, y tenía que hablar de él todos los días, en cuanto Sibylle entraba por la puerta. Pero no hacía más que darle vueltas, de manera que al final ya no sabía lo que realmente le había dicho y cuántas veces, y lo que sólo estaba en mis conversaciones conmigo. En las conversaciones con uno mismo todo queda enseguida mucho más claro. No podía parar. Como en un solo y largo día. Luego la separación, y con la separación el nuevo cómputo del tiempo y ahora ya no puedo encontrar la salida del capítulo. El año siguiente a la reforma monetaria o el año después. Staufenberg, en el distrito de Giessen. Intento una y otra vez calmar a las amas de casa en mi cabeza. ¡Ya pensaba que iba a conseguirlo cuando empiezan a calmarme ellas! ¡No debo tener reparos, no debo preocuparme de nada! Sólo debo seguir, regirme completamente por ellas y meterlas así en el capítulo, escribirlo todo. En cuanto me quedo solo vienen y se secan las manos en el delantal, en sus delantales de pueblo de 1949. Delantales de pueblo en día laborable, delantales de cocina. También están los mandiles de establo y, naturalmente, los buenos, los delantales de los domingos. Vienen y hablan y no dejan de hablar. El esfuerzo, el trabajo, ¡que mire su vida, que mire sus manos! Me traen sus preocupaciones. Las oigo pensar (¡piensan cada vez más alto!). Tampoco ahora lo dejan, son así, y, en la cocina, el expreso se ha vuelto a quemar. ¡Por suerte no tengo testigos! Solamente la torre de la televisión me espía. Parece estar más cerca por la ventana. Primero parecía que iba a llover, y ahora las nubes parecen de nieve. ¿El tiempo? ¡Alcanzará, el tiempo! Vuelvo a poner la cafetera y miro el reloj. El único reloj que toleraba en la casa era un viejo despertador eléctrico, con un cordón, que estaba en el suelo del dormitorio detrás de un arcón y se arrastraba y retrasaba un poco. Polvoriento. De cara a la pared, le gusta esconderse. A veces también en el pasillo, en el armarito de los zapatos. Pone cara de dolor de estómago y da una carrera perdida al tiempo. En el zapatero no va, por el cordón, y además a los zapatos les da miedo. Así que miro el reloj, me miro y miro al tiempo y a la cafeterita.


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