Sobre hielo. Peter KurzeckЧитать онлайн книгу.
verano y nuestras voces y las manchas de luz entre los árboles. Nuestro último verano. Y azules, a lo lejos, las azules colinas de la lejanía. Ayer, en vez de ir a comprar a Frankfurt para el fin de semana, vinimos aquí haciendo autostop con el resto de nuestro dinero. Qué buenas fresas silvestres. Uno habla a menudo de eso. Luego, de la nieve y de la guardería. Meike sabe montar en bicicleta. Pasado mañana, el abuelo de Meike le va a regalar una bicicleta y una casa y una piscina y cuatro perros de verdad. El abuelo de Meike es rey. Eso ha dicho Meike hoy. El día de hoy vuelve a pasar ante nosotros. Todos los caminos. Todos los días. Hablarle mientras se duerme, acariciarla mientras se duerme, respirar hasta que se duerme. Se duerme, y entonces suspira en sueños y sigue durmiendo, más profundamente. Lo notas en su manera de respirar. En cómo la lleva su respiración. Cuanto más tiempo duerme, tanto más suave se vuelve su piel. Y el sueño ablanda su rostro, blando y redondo. Y mañana aún tenemos todo el día, y una noche más y hasta el mediodía del domingo. Pero desde mañana tienes que volver a contar y a temblar por dentro: las horas, las horas. Pero ahora, ahora tengo paz, tiempo suficiente. Llevarla a la cama se hace así: de pie, allá donde estemos, ella pone los pies sobre los míos. Uno encima de otro, o ambos en dirección a la meta. La agarro de las manos y camino con sus pies sobre mis pies, serio y con pasos de cigüeña, con pasos de oso, con pasos de robot, como un monumento, como un gigante de profunda voz venido de la Prehistoria. Paso a paso. Sorpresas, rodeos, cámara lenta. También puede hacerse marcha atrás. ¡No me hagas cosquillas! ¡No pises las piezas de las construcciones! Así voy con ella hasta la cama. Hasta la misma cama. Acostarla. Agarrarla por debajo de las axilas y columpiarla encima de la cama, ¡salta! Ligera como una pluma. Y en medio del estruendo de nuestras carcajadas digo con gran seriedad: ¡Sssch! ¡Ahora a dormir! ¡A dormir ya! Ella y todas las risas caen de cabeza a la cama. Le gusta que la tire de cabeza allí. ¡No te rías! ¿Qué hora es? Tomar leche. Volver a tapar todos los peluches. Otra vez hambre y sed y el día anterior. ¡Quiero volver a mirar por la ventana! A la puerta de la cocina, sus pies sobre mis pies. Pronto tendrá cuatro años y medio. Me llega hasta los bolsillos de los pantalones. Subida a mis pies, casi hasta el cinturón. La imagen nocturna. El reloj de juguete. La buena luna. Su pijama tiene pies. Cinco libros favoritos. Historias. Ojos adormilados. Otros dos peluches cansados. Al otro lado de la lámpara. A lo lejos, encima del armarito. Al otro lado del mundo. Duérmete, yo los taparé, le dices. ¡Pero los peluches no quieren eso! ¡Sólo quieren que los tape ella! Siempre durmiéndose, aún quiere aprender muy deprisa cómo funciona el reloj, y los números y todas las letras. Acostarla siempre es nuevo, siempre distinto, tienes que empezar a practicar horas antes. ¿Duerme ya o aún estamos en los ensayos? ¡Si me duermo antes que ella me despertará! ¡O justo después! ¿Duerme? Febrero. Noche en torno a la casa. Noche e invierno. ¿Y si yo, y si mi vida, han pasado, o sólo han pasado aquí? Luego, en el baño, tender la ropa, ¡y no olvidar respirar al hacerlo! Noche y silencio, y la casa empieza a temblar.
3
Sábado por la mañana, con ella, en el rastro. Hace un frío gélido, es el día más frío del año. Demasiado frío hasta para fumar, pero por otra parte soy fumador en cadena, y el ascua está viva. La gente estaba de pie junto a la parada del tranvía de la Bockenheimer Warte, se encogía ante el frío y decía: ocho grados bajo cero. Once bajo cero. Quince en el indicador de la pared. El barómetro, un regalo publicitario. En la ventana de mi cocina, dice uno, esta mañana a las cinco, diecisiete bajo cero. Carámbanos, como en la guerra. La cara norte. Nornoreste. El barómetro calibrado. Mi yerno es óptico. Mi hijo es droguero titulado. Como puntas de lanza y espadas de caballero, los carámbanos a las cinco de la mañana. Ahora está por encima de diez, ¡aquí hace por lo menos doce o catorce grados bajo cero! Rusia. Stalingrado. Retornado tardío. Siberia. El día más frío desde la reforma monetaria. Cigarrillos. El tranvía no llega. La línea eléctrica, el cable, la helada contrae el cable. Los pájaros como pequeñas bolas de hielo en el cable o ya caídos. El cable se tensa cada vez más en medio de la helada. Chispas azules. El cable empieza a cantar de miedo. Especialmente por la mañana temprano, antes de que de verdad sea de día. Como de estaño, como de hierro, el cielo. Y entonces el cable se rompe, y una vez que se ha roto el tranvía no viene, no puede. En los suburbios, la mayor parte de las veces antes de amanecer, el cable se rompe. En Ginnheim, en Schwanheim, en Preungensheim, en Oberrad y en Höchst. En Offenbach también. Helada o sabotaje. La helada quizá también sea sabotaje. Si un cable así te cae en el fusil, en el casco, en la cabeza, o si uno tropieza con él, estás listo, dice el hombre que estuvo en Stalingrado. Mi yerno es farmacéutico, dice una mujer con un triste sombrerito. Cuando un cable así se rompe por la helada y cae por casualidad justo encima de los raíles. Intervención enemiga. Ataques terroristas enemigos. En uno de los dos raíles. Se ha caído el tramo entero, desde Bornheim, pasando por la Alleenring y Friedberger, toda la Mainzer Straβe hasta Höchst, es decir la doce, la línea doce, está expuesta a la corriente. ¡Alta tensión! ¡Peligro de muerte! ¡Si llega un coche, tropieza con el cable y no tiene ni idea, lo que hace falta es tener cuidado! ¡Y una persona más! ¡Se quema rápido! ¡Primero te da una sacudida, luego te achicharras, carbón puro! ¡Como si estuvieras empanado! ¡Paisanos!, dice el retornado tardío al hombre que estuvo en Stalingrado. Como hermanos los dos. Observo que mi hija escucha con atención y trata de hacerse una imagen del mundo, una imagen propia. Y tiene que clavarme las uñas en la mano.
Varios autobuses llenos hasta los topes. Pasan de largo sin parar. Excepcionalmente habría estado dispuesto incluso a dar la vuelta. Podríamos estar en casa en tres minutos y poner enseguida la calefacción. Correr las cortinas, encender todas las luces y pasarnos el día entero hablando de cómo estuvimos a punto de congelarnos, por la mañana, en la parada del tranvía. ¡Casi nos congelamos, menudo frío! Pero Carina insistió en ir al rastro. Quizá porque lo tiene en su memoria como un sitio de verano, quizá porque nunca da la vuelta. Nunca le han quitado la testarudez. El día más frío desde la guerra. Los de allí arriba, que se sientan en sitios calientes y dejan que nosotros les demos de comer, dijo el hombre que estuvo en Stalingrado, los de la administración municipal, los señores funcionarios. En Bornheim esto pasa con más frecuencia, allí vive mi hermana, dice la mujer del sombrerito triste, pero a Höchst, con el doce, pronto hará veinte años que no voy. Desde que murió Lisa, mi nuera. El día más frío desde 1914. Aún más autobuses repletos. Como en fuga. Tan deprisa como si sólo tuvieran en mente salvar su propia piel. Un amor perdido, me dije. La mujer del sombrerito triste sacó un grueso pañuelo de lana a cuadros de su bolsa de la compra y se lo anudó en la cabeza. Un pañuelo de cuadros amarillos y marrones. Luego volvió a ponerse el sombrerito. Encima. Yo tenía veintinueve marcos cuarenta. Más tarde contarás los céntimos. Carina, más de cuatro marcos de su propio dinero. Un amor perdido, y eso quiere decir que lo arrastras contigo el resto de tu vida. Necesitarás el resto de tu vida para ver si sobrevives. ¿Quieres sobrevivir? Separado y con una hija. Aún será pequeña durante mucho tiempo. Esta mañana de sábado estamos en la parada como si todo fuera bien, como si nuestra vida aún estuviera con nosotros. Un padre. Una hija. El día frío, pero luminoso. ¡Un autobús vacío! Demasiado deprisa, apenas ha podido frenar. Las puertas se abren con un ruidoso silbido. Está sobre los raíles del tranvía. ¡Hoy vamos a Kimmtka!, grita el conductor. Es un servicio sustitutorio. Un servicio de ida y vuelta. ¡Viajamos en lugar del diecisiete, pero sólo hasta la estación local! Cómo le entusiasma la situación de excepción. La mayoría de la gente sube sin billete y no compra ninguno. El conductor y sus conversaciones consigo mismo. Va deprisa, y desde su elevado asiento insulta a sus adversarios, que se desplazan con lamentable lentitud. Para en cuanto alguien quiere bajar. Incluso si no hay parada. Como si hubiera robado el autobús, se lo hubiera llevado sin permiso y sólo estuviera jugando con él, por puro placer. Cruza el Main y no hay rastro, sólo orillas vacías. Sí, dice el conductor, se han llevado el rastro. Ahora lo han puesto en el Matadero. Ha sido el Ayuntamiento. Vaya hasta la estación local, es la última parada. Y luego tome la calle tres. Lo voy a llevar hasta la esquina, por hacerle un favor, hace frío de narices desde esta noche, voy a dejarlos delante del puente. Oficiosamente. A usted y a la niña.
El rastro está en el Matadero. En filas. Encerrado, orden. Cada puesto necesita una autorización, tasas, número. Seguir un plan. Los comerciantes son comerciantes. Y en medio el público, clientela. Entre los puestos, en filas, caminando de un lado para otro. No hay río, no hay caminos,