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El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco IbanezЧитать онлайн книгу.

El paraiso de las mujeres - Vicente Blasco Ibanez


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de este país, distintas a todas las que conozco.

      Las había de una blancura ligeramente azul, como la de los más ricos diamantes; otras eran de verde esmeralda, de topacio, de ópalo, de zafiro. Parecía que sobre el terciopelo negro de la noche todas las piedras preciosas conocidas por los hombres se deslizasen como en una contradanza. Volaban formando parejas, y sus rayos, al cruzarse, se esparcían en distintas direcciones.

      Gillespie encontraba cada vez mas interesante este desfile aéreo; pero de pronto, como si obedeciesen a una orden, todos los fulgores se extinguieron a un tiempo. En vano aguardó pacientemente. Parecía que los insectos luminosos se hubiesen enterado de su presencia al tocar con algunos de sus rayos la cabeza que surgía curiosa sobre los matorrales.

      Pasó mucho tiempo sin que la oscuridad volviera a cortarse con la menor raya de luz, y Edwin sintió el desencanto de un público cuando se convence de que es inútil esperar la continuación de un espectáculo. Volvió a tenderse, buscando otra vez el sueño; pero, al descansar la cabeza en la hierba, oyó junto a sus orejas unos trotecillos medrosos y unos gritos de susto. Hasta sintió en su cogote el roce de varios animalejos que parecían haberse librado casualmente por unos milímetros de morir aplastados.

      - Voy a pasar la noche en numerosa compañía -se dijo Edwin-. ¡Y yo que me imaginaba esta tierra como un desierto!… Mañana, indudablemente, presenciaré cosas extraordinarias y podré explicarme los misterios de esta noche. ¡Ahora, a dormir!

      Y como si hubiese perdido toda curiosidad, fue sumiéndose en el sueño… . Pero antes de dormirse completamente sintió un pinchazo en una muñeca, algo semejante a la mordedura de un colmillo único, una incisión que pareció llegar hasta el torrente de su sangre.

      Quiso mover el brazo en que había recibido esta herida y no pudo. Una torpeza creciente se fue difundiendo por sus músculos y sus nervios, paralizando toda acción.

      Pensó que tal vez había serpientes bajo los matorrales y que acababa de recibir su mordedura venenosa. Fue a mover el otro brazo, y, en el momento que intentaba levantarlo del suelo, recibió una segunda picadura, igualmente paralizante.

      -Ya no hay remedio -se dijo-. Me han mordido las víboras.

      Y cayó vencido por el sueño, como si se esparciese por todo su cuerpo el sopor de un narcótico.

      Cuando despertó, tuvo inmediatamente la certidumbre de haber dormido muchas horas. El sol estaba alto, y al abrir los ojos se vio obligado a cerrarlos inmediatamente. Ladeó la cabeza, huyendo de la causticidad de su luz, y poco a poco fue entreabriendo el ojo más inmediato a la tierra, mientras conservaba cerrado el otro.

      Al extenderse esta visión única casi a ras del suelo, fue tal la sorpresa experimentada por el, que volvió por segunda vez a juntar sus párpados. Debía estar durmiendo aun. Lo que acababa de ver era una prueba de que se hallaba sumido todavía en el mundo incoherente de los ensueños. Dejó transcurrir algún tiempo para resucitar en su interior las facultades que son necesarias en la vida real. Después de convencerse de que no dormía, de que se hallaba verdaderamente despierto, volvió a abrir sus párpados lentamente, y se estremeció con la más grande de las sorpresas viendo que persistía el mismo espectáculo.

      Todo el lado de la pradera que llegaba a abarcar con su ojo abierto, así como la linde de la masa de matorrales y la tierra que quedaba entre sus troncos, estaban ocupados por una muchedumbre de seres humanos, idénticos en sus formas a los componentes de todas las muchedumbres. Pero lo que el creía matorrales eran árboles iguales a todos los árboles y formando un bosque que se perdía de vista. Lo verdaderamente extraordinario era la falta de proporción, la absurda diferencia entre su propia persona y cuanto le rodeaba. Estos hombres, estos árboles, así como los caballos en que iban montados algunos de aquellos, hacían recordar las personas y los paisajes cuando se examinan con unos gemelos puestos al revés, o sea colocando los ojos en las lentes gruesas, para ver la realidad a través de las lentes pequeñas.

      Gillespie abrió y cerró su ojo repetidas veces, y al fin tuvo que convencerse de que estaba rodeado de un mundo extraordinariamente reducido en sus dimensiones. Los hombres eran de una estatura entre cuatro o cinco pulgadas. Personas, animales y vegetales, partiendo reducido tipo minúsculo, guardaban entre ellos las mismas proporciones que en el mundo de los hombres ordinarios.

      - ¡Igual que le ocurrió a Gulliver! -se dijo el ingeniero-. Debo estar soñando, a pesar de que me creo despierto.

      Y para convencerse de que no dormía, quiso mover su brazo derecho. Aun perduraba en el la torpeza sufrida en la noche anterior. Se acordó de las picaduras y de la parálisis que se había extendido luego por sus miembros. Al principio, el brazo se negó a reflejar el impulso de su voluntad; pero finalmente consiguió despegarlo del suelo con un gran esfuerzo. Iba a continuar este movimiento, cuando notó que una fuerza exterior, violenta e irresistible, tiraba de su brazo hasta colocarlo horizontalmente, y lo mantenía de este modo en vigorosa tensión. Al mismo tiempo sintió en su muñeca un dolor circular, lo mismo que si un anillo frío oprimiese y cortase sus carnes.

      Una explosión de regocijo estalló en torno de la cabeza de Gillespie, un huracán de gritos, carcajadas y aclamaciones. La muchedumbre enana reía al verle con el brazo en alto, inmovilizado por el tirón de esta fuerza incomprensible para el.

      Abrió Edwin los dos ojos para mirar su brazo, erguido como una torre, fijándose en la muñeca, donde continuaba el agudo anillo de dolor. Vio que de esta muñeca salía un hilo sutil y brillante, que hacía recordar los filamentos al final de los cuales se balancean las arañas. También al extremo de este hilo, que parecía metálico, había una especie de arana enorme y susurrante. Pero no pendía del hilo, sino que, al contrario, flotaba en el espacio tirando de el.

      Era del tamaño de un palomo, pero desarrollaba una fuerza impropia de su volumen, fuerza que mantenía el hilo de plata con la tensión vibrante de una cuerda de piano, no permitiendo que el hombre contrajera su brazo.

      Edwin se fijó en que esta ave extraordinaria tenia las formas fantásticas de los dragones alados que imaginaron los escultores de la Edad Media al labrar los capiteles y gárgolas de las catedrales. Su cuerpo estaba revestido de escamas metálicas y tenia en su parte delantera una cabeza de monstruo quimérico, con dos globos de faro a guisa de ojos. Sus alas eran a modo de cartílagos erizados de púas. Sobre el lomo del horripilante aeroplano, cuatro hombrecitos iguales a los que se movían en la pradera asomaban sus cabezas cubiertas con un casquete dorado, al que servia de remate una pluma larguísima.

      Montados en su máquina, que permanecía inmóvil encima de los ojos de Gillespie, a unos tres metros de altura, estos aviadores acogieron con un regocijo pueril el gesto de asombro que puso el gigante al sentir el girón que aprisionaba e inmovilizaba su brazo. Pero luego adivinaron en el prisionero una expresión de dolor. Sentía el hilo metálico hundido en su muñeca como el filo de un cuchillo, y al mismo tiempo un fuerte dolor en la articulación del hombro. Para evitar este tormento, los hombrecillos del aeroplano soltaron una cantidad de cable sutil, lo que permitió a Edwin descender su brazo hasta el suelo.

      Solo entonces se dio cuenta de que alrededor de la otra muñeca, así como en torno de sus tobillos, debía tener amarrados unos filamentos semejantes. Tendido de espaldas como estaba y mirando a lo alto, alcanzó a ver otros tres aeroplanos en forma de animales fantásticos, que se mantenían inmóviles al extremo de otros tantos hilos de plata, a una altura de pocos metros. Comprendió que todo movimiento que hiciese para levantarse daría por resultado un tirón doloroso semejante al que había sufrido. Era un esclavo de los extraños habitantes de esta tierra, y debía esperar sus decisiones, sin permitirse ningún acto voluntario.

      Mientras permanecía inmóvil fue examinando lo que le rodeaba. La muchedumbre era cada vez más numerosa en torno de su cuerpo y en las profundidades del bosque. El zumbido de sus palabras y sus gritos iba en aumento. Se presentía la llegada incesante de nuevos grupos. Por entre los cuatro aeroplanos inmóviles al extremo de sus cables volaban otros completamente libres, que se complacían en pasar y repasar sobre la nariz del prisionero. Eran dragones rojos y verdes, serpientes de enroscada cola, peces de lomo redondo, todos con alas, con escamas de diversos colores y con ojos enormes. Gillespie adivinó


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