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Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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oro en la carne ajena… Pero esto no tiene importancia. Lo importante, lo grave es (sigo hablando yo) que el hombre pueda sentirse feliz de tener al alcance de la mano agujas de oro. El hombre es necio, necio de remate. Y todavía es más ingrato que necio: es difícil encontrar un ser más ingrato que él. Por eso no me sorprendería lo más mínimo ver erguirse de pronto en medio de esa felicidad un gentleman desprovisto de elegancia, de rostro «retrógrado» y burlón, y que nos dijera, poniéndose en jarras: «¡Bueno, señores! ¿Cuándo vamos a echar abajo, al polvo, de un solo puntapié, toda esta clarividente felicidad, aunque sólo sea para enviar los logaritmos al diablo y poder vivir de nuevo con arreglo a nuestra estúpida fantasía?» Y aún hay algo peor, y es que muy pronto ese personaje tendría, sin duda, discípulos. El hombre es así. Y la causa de todo es una cosa ínfima, que, al parecer, se podría pasar por alto sin riesgo alguno. Esa causa es que el hombre, quienquiera que sea, aspira sie mpre y en todas partes a obrar de acuerdo con su voluntad y no con arreglo a las prescripciones de la razón y del interés. Ahora bien, la voluntad de uno puede, y a veces incluso debe (esta idea es de mi propiedad), oponerse a sus intereses. Mi voluntad; mi libre albedrío; mi capricho, por insensato que sea; mi fantasía sobreexcitada hasta la demencia… Esto es lo que se aparta a un lado, éste es el precioso interés que no tiene espacio en ninguna de esas clasificaciones que componen ustedes y que rompe en mil pedazos todos los sistemas, todas las teorías.

      ¿De dónde se han sacado nuestros sabios que el hombre necesita voluntad normal y virtuosa? ¿Por qué suponen que el hombre aspira a poseer una voluntad ventajosa y razonable? El hombre sólo aspira a tener una voluntad independiente, cualesquiera que sean el precio y los resultados. Pero el diablo sabe lo que cuesta esa voluntad…

      VIII

      «¡Ja, ja, ja! ¡Pero si la voluntad no existe! -me interrumpen ustedes -. La ciencia ha conseguido disecar tan perfectamente al hombre, que ya sabemos que la voluntad y el libre albedrío son solamente....

      ¡Permítanme, señores! Yo me disponía a empezar así. Y confieso que incluso he sentido miedo. Iba a exclamar que sólo el diablo sabe de qué depende la voluntad y que esto es quizás una gran suerte. Pero he pensado en la ciencia y me he mordido la lengua. Entonces me han interrumpido ustedes. Ciertamente, si se logra descubrir la fórmula de todos nuestros deseos, de todos nuestros caprichos; es decir, de dónde proceden, cuáles son las leyes de su desarrollo, cómo se reproducen, hacia qué objetivos tienden en tales o cuáles casos, etc., es probable que el hombre deje inmediatamente de sentir deseos. ¿He dicho «probable»? ¡No, es seguro! ¿Qué satisfacción puede proporcionarle desear solamente de acuerdo con tablas de cálculos? Pero aún hay más. El hombre descenderá inmediatamente a la categoría de una simple tuerca. Porque ¿qué es un hombre despojado de deseo y voluntad, sino una tuerca, un simple engranaje? ¿Qué opinan ustedes s obre esto? Examinemos las probabilidades: ¿puede ocurrir o no.

      «¡Hum -dicen ustedes -. Nuestros deseos son equivocados con gran frecuencia, porque nosotros nos equivocamos en la valoración de nuestros intereses. Aspiramos a cosas inconvenientes porque nues tra estupidez nos hace creer que pretendemos lo que nos conviene. Peor cuando nos lo hayan explicado todo, cuando todo se haya puesto en orden y fijado previamente (lo que es muy posible, pues es una tontería creer que ciertas leyes de la naturaleza van a ser siempre indescifrables), es evidente que ya no habrá sitio para los deseos. Si nuestra voluntad se enfrenta con nuestra razón, podremos razonar y no desear, ya que a un ser que razona le es imposible desear estupideces, ir conscientemente en contra de la razón, perjudicarse a sabiendas… y como todos los deseos y todos los razonamientos podrán calcularse con anticipación, ya que con toda seguridad se habrán descubierto las leyes de nuestro libre albedrío, será posible (no bromeo) confeccionar una especie de deseos y desear ateniéndonos a ella. Supongamos que me prueban un día que si he mostrado el puño a alguien es porque no podía obrar de otra manera, porque tenía que apretar el puño como lo he hecho. ¿De qué libertad dispongo entonces, sobre todo si soy un sabio diplomado? Por consiguiente, me será posible calcular mi existencia con treinta años de anticipación. En una palabra, si tal cosa sucede, tendremos que limitamos a comprender. Y habremos de repetimos sin descanso que en esos momentos la naturaleza no se preocupa en absoluto por nosotros y que, por lo tanto, hemos de aceptarla como es y no como la vemos cuando la adorna nuestra fantasía, y que hay que aceptar el alambique, pues, de lo contrario, el alambique seguirá funcionando sin nuestra aprobación..

      Y aquí es, precisamente, donde aparece para mí la dificultad… Pero excúsenme por estas filosofías. No olviden que tengo cuarenta años de subsuelo. Permítanme que dé rienda suelta a mi fantasía. Desde luego, señores, la razón es una cosa excelente: de esto no hay duda. Pero la razón es la razón, y sólo satisface a la facultad razonadora del hombre. En cambio, el deseo es la expresión de la totalidad de la vida humana, sin excluir de ella la razón ni los escrúpulos; y aunque la vida, tal como ella se manifiesta, suela tener un aspecto desagradable, no por eso deja de ser la vida y no la extracción de una raíz cuadrada.

      Yo deseo vivir dando satisfacción a todas mis facultades vitales y no únicamente a mi facultad de razonar, que no representa, en suma, sino la vigésima parte de las fuerzas que hay en mí. ¿Qué sabe la razón? Únicamente lo que ha aprendido (nunca sabrá más, seguramente. Esto no es un consuelo, pero no hay que disimularlo). En cambio, la naturaleza humana obra con todo su peso, por decirlo así, con todo su contenido, a veces con plena conciencia y a veces inconscientemente. Comete algunas pifias pero vive.

      Sospecho, señores, que ustedes me miran con cierto desdén: me repiten que a un hombre culto, al hombre del porvenir, en una palabra, le es imposible desear deliberadamente lo que es contrario a sus intereses. Esto es tan claro como las matemáticas. Estoy completamente de acuerdo: tiene una claridad y una exactitud matemáticas. Pero les repito por centésima vez que existe una excepción, que hay hombres que pueden desear lo que saben que es desfavorable para ellos, lo que les parece estúpido, insensato; hombres que obran así sólo por eludir la obligación de escoger lo provechoso, lo digno. Porque esa insensatez, ese capricho, es quizá, señores, lo más ventajoso que existe para nosotros en la tierra, sobre todo en ciertos casos. Incluso es posible que esta ventaja sea superior a todas las demás aunque sea evidente que nos perjudica y contradice las conclusiones más sanas de nuestro razonamiento. Y es que nos conserva lo principal, lo que más queremos: nuestra personalidad. Algunos afirman que esto es precisamente lo más preciado que tenemos. La voluntad puede querer a veces ponerse de acuerdo con la razón, sobre todo si no se abusa de este acuerdo, si se aprovecha moderadamente. Pero con gran frecuencia, incluso casi siempre, la voluntad se niega obstinadamente a ponerse de acuerdo con la razón, y entonces… entonces… Pero ¿saben ustedes que también esto es muy útil y digno de aprobación?

      Admito, señores, que el hombre no es un ser irracional. En verdad, puede no serlo, pues, si lo fuera, ¿quién podría representar la inteligencia? Pero, aún no siendo irracional, es monstruosamente ingrato, extraordinariamente ingrato. Yo incluso creo que es la mejor definición que se puede dar del hombre: «ser bípedo e ingrato». Esto no es todo; éste no es su principal defecto. Su peor defecto es su mal carácter, defecto que ha exhibido constantemente desde el diluvio universal hasta el período schleswig-holsteiniano de nuestra historia. Mal carácter y en consecuencia, conducta irrazonable, pues sabido es que ésta procede de aquél. Compruébenlo. Lancen una mirada a la historia de la humanidad. ¿Qué ven ustedes? ¿Dicen que es grandiosa? Sí, es posible. El coloso de Rodas por sí solo representa ya algo. No en vano el señor Anajevski nos informa de que, según unos, este coloso fue obra de los hombres, mientras otros afirman que fue producto de las fuerzas naturales. A lo mejor, los ha impresionado a ustedes la variedad. Pues la variedad no falta en la historia. Para convencerse de ello basta echar una ojeada a los uniformes de gala, civiles y militares, y si se añade a éstos los de media gala, uno se pierde en un mar de uniformes. Ni siquiera un historiador resistiría la prueba. ¿Que la historia peca de monotonía? Cierto. Todo son combates. Se combate hoy, se combatió ayer y se combatirá mañana. ¡Es incluso demasiado monótono.

      En resumen, que todo se puede decir de la historia universal, todo lo que acuda a cualquier imaginación, incluso a la más insensata. Pero es imposible decir que es razonable; lo advertiréis


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