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Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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sufrimiento!… ¡Pero si es la única causa de la con, ciencia! Cierto que les he dicho al principio que la conciencia, a mi entender, es uno de los mayores males del hombre. Pero el hombre la quiere y no la cambiará por ninguna satisfacción. La conciencia es infinitamente superior a «dos y dos son cuatro». Después de «dos y dos son cuatro» no queda, evidentemente, nada, no sólo nada que hacer, sino incluso nada que saber. Lo único que podemos hacer entonces es obturar nuestros cinco sentidos y entregamos a la contemplación. Verdad es que con la conciencia se llega a un resultado idéntico, es decir, a la inacción, pero en ese caso podemos, por lo menos, damos latigazos de vez en cuando, lo que vivifica un poco el espíritu. Es un sistema muy reaccionario, pero más vale eso que nada.

      X

      Ustedes creen en el palacio de cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá sacar la lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese palacio de cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque no se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas.

      Verán ustedes: si en vez de un palacio de cristal tengo un simple gallinero, cuando llueva podré cobijarme en él; pero, aunque le esté muy agradecido por haberme preservado de la lluvia, no lo tomaré por un palacio. Ustedes se ríen y me dicen que en este caso un palacio y un gallinero tienen el mismo valor. Y yo les responderé que así es, pero que no vivimos sólo para no mojarnos.

      ¿Qué le vamos a hacer si se me ha metido en la cabeza que no se vive solamente para eso y que hay que vivir en un palacio? Ésta es mi voluntad porque éste es mi deseo. Y ustedes no conseguirán despojarme de mi voluntad si no modifican mis deseos. Pueden intentarlo, presentarme otro objetivo, ofrecerme otro ideal. Pero hasta que logren su propósito, me niego a tomar un gallinero por un palacio de cristal. Es posible que el palacio de cristal sea sólo un mito, que las leyes de la naturaleza no lo admitan y que lo haya inventado yo neciamente, impulsado por ciertas costumbres irracionales de nuestra generación. Pero ¿qué me importa que ese palacio sea inadmisible? ¿Qué me importa, si existe en mis deseos o, para decirlo con más exactitud, si existe mientras existan mis deseos? Se ríen ustedes de nuevo, ¿verdad? Bien, ríanse tanto como les plazca. Acepto todas las burlas pero me niego a decirme que estoy saciado cuando todavía tengo hambre. No me conformaré con un compromiso, con un cero que se renueva indefinidamente, por la única razón de que está de acuerdo con las leyes naturales y existe realmente. No admitiré que el coronamiento de mis deseos pueda ser una casa de ladrillo con alojamientos baratos cedidos en arrendamiento para mil años y que ostente el rótulo del dentista Wagenheim. Destruyan mis deseos, derriben mi ideal, preséntenme una meta mejor, y yo los seguiré. Me dirán ustedes, tal vez, que no vale la pena preocuparse por mí; pero piensen que yo puedo responderles lo mismo. Estamos discutiendo seriamente, pero les advierto que si ustedes no se dignan concederme su atención, no me echaré a llorar. Tengo mi subsuelo.

      ¡Pero mientras yo exista, mientras yo desee, que mis manos se sequen si llevo un solo ladrillo a esa casa! No me digan que yo mismo he renunciado hace poco al palacio de cristal por el único motivo de que no podía sacarle la lengua. Si he hablado así no ha sido porque me guste sacar la lengua. Acaso lo que me irrita es precisamente que, entre todos los edificios que tienen ustedes, no haya uno solo al que no se le tenga que sacar la lengua. Es decir, me haría cortar la lengua, en un impulso de agradecimiento, si se arreglasen las cosas de modo que yo perdiese las ganas de sacar la lengua. Pero ¿qué me importa que las cosas no puedan arreglarse así y que haya que conformarse con tener un alojamiento económico? ¿Por qué tengo semejantes deseos? ¿Acaso no estoy constituido así para poder comprobar que esta constitución es sólo una broma de mal gusto? Pero ¿es éste verdaderamente el único objetivo? No lo admito.

      Por otra parte, ¿saben ustedes lo que les digo? Que estoy persuadido de que nosotros, los hombres del subsuelo, debemos estar atraillados. El hombre del subsuelo es capaz de permanecer silencioso en su cobijo durante cuarenta años; pero si sale del subsuelo, empieza a hablar, y ya no hay modo de detenerlo.

      XI

      La suprema finalidad, señores, es no hacer nada en absoluto. La inercia contemplativa es preferible a todo. ¡Por lo tanto, viva el subsuelo! Aunque haya dicho hace poco que envidio al hombre normal hasta la última gota de mi bilis, cuando lo veo tal como es renuncio a la normalidad (aunque sin dejar de tener envidia al ser normal). ¡No, no; el subsuelo es siempre preferible! Allí, al menos, se puede… ¡Ah! ¡Ya estoy mintiendo otra vez! Miento porque estoy convencido, tanto como de que dos y dos son cuatro, de que no es el subsuelo lo que más vale, sino otra cosa muy distinta, a la cual aspiro, pero que no sé qué es. ¡Al diablo el subsuelo.

      ¡Si yo pudiera creer una sola palabra de lo que estoy escribiendo! Pues les juro, señores, que no creo ni una sola y miserable palabra. Mejor dicho, tal vez crea, pero, en el momento mismo de decirlas, sospecho, no sé por qué, que miento como un sacamuelas.

      «Entonces, ¿por qué ha escrito usted todo esto?», me preguntarán ustedes seguramente.

      Me gustaría saber lo que habrían escrito ustedes si yo les hubiese tenido encerrados e inactivos durante cuarenta años y, transcurrido este tiempo, los hubiera ido a visitar al subsuelo para comprobar en qué se habían convertido ustedes. Sí, me habría gustado oírlos. ¿Se puede dejar durante cuarenta años a un hombre solo y sin ocupación.

      «Pero eso es vergonzoso, humillante -me dirán ustedes, quizá, moviendo la cabeza con desprecio -. Usted tiene sed de vida, pero quiere resolver las cuestiones vitales por medio de absurdas lógicas. ¡Cuánta ostentación, cuánta impudicia hay en todo eso! Pero, a pesar de todo, usted tiene miedo. Dice estupideces sin la menor preocupación, y las mayores insolencias, pero, en el fondo, se siente atemorizado y pide perdón. Declara que no teme a nadie, pero busca nuestra benevolencia. Nos asegura que rechina los dientes, pero, al mismo tie mpo, bromea y trata de hacemos reír. Sabe que pretende ser ingenioso y que no lo es, pero se muestra muy satisfecho de su literatura. Es posible que usted haya sufrido, pero no siente respeto alguno por su sufrimiento. Hay algo de verdad en sus palabras, pero carecen de pudor. Empujado por la vanidad más mezquina, saca su verdad a la calle, la expone en el mercado, la exhibe en la picota de las burlas. Tiene algo que decir, pero el temor le lleva a escamotear la última palabra, porque es usted insolente pero no audaz. Se jacta de su capacidad mental, pero, en su pensamiento, todo son vacilaciones, porque, aunque su inteligencia está en actividad, su corazón está manchado por el libertinaje, y si el corazón no es puro, la conciencia no puede ser completa ni clarividente. ¡Y qué importuno es usted, qué molesto! ¡Qué modo de hacer el bufón! ¡No dice más que mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras!.

      Huelga decir que estas palabras me las he dicho yo a mí mismo. También ellas proceden del subsuelo. Durante cuarenta años he estado escuchando por una rendija estos discursos. Los he compuesto yo mismo, porque no tenía nada que hacer. Me ha sido fácil, por consiguiente, aprendérmelos de memoria y darles forma literaria.

      No crean que mi propósito era imprimir todo esto para darlo a leer a ustedes. Pero hay algo que no comprendo: ¿por qué me dirijo a ustedes como si fueran mis lectores? Las confidencias que me dispongo a hacer aquí no son las que… se publican y se dan a leer. Por lo menos, yo no me siento con fuerzas para obra r así. Por otra parte, no veo la necesidad de hacerlo… Pero, miren ustedes, tengo un capricho y quiero realizarlo a toda costa. Les explicaré en qué consiste.

      Entre los recuerdos que todos conservamos de nosotros mismos, hay algunos que sólo se los contamos a nuestros amigos. Otros, ni siquiera a nuestros amigos se los queremos confesar y los guardamos para nosotros mismos bajo el sello del secreto. Y existen, en fin, cosas que el hombre no quiere confesarse ni siquiera a sí mismo. En el curso de su exis tencia todo hombre honrado ha acumulado gran cantidad de estos recuerdos. Incluso me atrevería a decir que su número está en proporción directa con la honradez del hombre.

      Pero yo he decidido recordar algunas de mis antiguas aventuras, que hasta ahora he eludido con cierta inquietud. Y ahora, cuando las evoco e incluso quiero anotarlas, me pregunto si es posible ser sincero, por lo menos con uno mismo; si puede uno decirse toda la verdad. Respecto


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