Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.
a la humanidad entera, y para eso necesitaba por lo menos un verdadero ser humano, un hombre de carne y hueso. Sólo los martes se podía ir a casa de Antón Antonovitch. Era su día de recibo. Por consiguiente, yo tenía que reprimir mi sed de abrazos hasta ese día.
Antón Antonovitch vivía en las Cinco Esquinas, en el cuarto piso. Disponía de cuatro habitaciones diminutas, de techo bajo, amarillentas y cuyo aspecto pregonaba su baratura. Tenía dos hijas y una tía, que era la que servía el té. Una de las hijas contaba trece años; la otra catorce, y las dos tenían la nariz respingona. Estas niñas me intimidaban, pues no cesaban de cuchichear ni de emitir risitas ahogadas. El dueño de la casa estaba habitualmente en su despacho, sentado en un gran diván de cuero, ante una mesa redonda, en compañía de un señor de aspecto respetable, pero que era un simple funcionario de nuestro ministerio. Nunca me encontré allí con más de dos o tres personas, y siempre eran las mismas. Se hablaba de adjudicaciones, j cesiones, ascensos, nombramientos; de su Excelencia; de cómo hacerse simpático a la gente; etc. Yo tenía la paciencia de permanecer entre aquellas personas durante tres horas, como un tonto, sin atreverme a hablarles ni poder hacerlo, fuera cual fuere el asunto de que se tratase. Me daba cuenta de que iba convirtiéndome en un estúpido. Sudaba, temía quedarme paralítico. Pero aquello tenía también sus ventajas para mí, pues, ya de vuelta en mi casa, renunciaba durante algún tiempo a mi deseo de estrechar entre los brazos a la humanidad entera.
También me relacionaba con Simonov, antiguo compañero de colegio. Tenía en Petersburgo varios antiguos condiscípulos más; pero había dejado de alternar con ellos, e incluso de saludarlos en la calle. Es más: acaso fue el deseo de no encontrarme con ellos, de olvidar todos los recuerdos de mi triste infancia lo que me impulsó a trasladarme a otro ministerio. ¡Maldecía a aquella escuela, a aquellos atroces años de cárcel! Por eso rompí con mis compañeros apenas terminé mis estudios. Sólo saludaba a dos o tres. Uno de ellos era Simonov. En la escuela no se había distinguido en nada y tenía un temperamento afable y reposado. Yo lo estimaba por su espíritu de independencia y por su honradez. Incluso no creo que fuese extremadamente torpe. Pasamos juntos muy buenos ratos. Pero nuestras buenas relaciones no duraron mucho: una especie de bruma las cubrió repentinamente. El recuerdo de aquella cordialidad molestaba sin duda a Simonov, que temía, en mi opinión, que yo intentara reanudar nuestro trato amistoso. Incluso me pareció que le repugnaba. Pero como no estaba seguro, seguía yendo de vez en cuando a su casa.
Y he aquí que un jueves, incapaz de soportar más tiempo mi soledad y sabiendo que los jueves la puerta de Antón Antonovitch estaba cerrada, me acordé de Simonov. Al subir la escalera que conducía a sus habitaciones del cuarto piso, precisamente entonces, caí en la cuenta de que mi visita podía molestar a Simonov y me dije que había hecho mal en ir a su casa. Pero como el resultado de esta clase de reflexiones era generalmente incitarme a hacer lo que no debía, entré resueltamente. Hacía un año que no había ido a casa de Simonov.
III
Acompañaban a Simonov dos de mis antiguos condiscípulos. Al parecer, estaban hablando de un asunto serio. Ninguno de ellos prestó atención a mi llegada, cosa verdaderamente extraña, ya que no nos habíamos visto desde hacía años. Me consideraban, evidentemente, como un ser insignificante, como una mosca. Ni siquiera en la escuela me trataban así, a pesar de que allí me detestaban. Comprendí que debían de despreciarme por haber fracasado en mi carrera, y también por mi aspecto miserable, por mis viejas ropas, que eran, a sus ojos, la prueba evidente de mi incapacidad y de mi desdichada situación. Sin embargo, no esperaba un desprecio tan ostensible. En cuanto a Simonov, se quedó pasmado al verme, aunque no era la primera vez que se asombraba de mis visitas. Todo esto me desconcertó. Me senté un poco irritado y me limité a escuchar lo que decían.
Hablaban con la mayor seriedad, e incluso con cierta pasión, de una comida de despedida que se proponían ofrecer a un camarada, a un oficial llamado Zverkov, que se marchaba a una provincia. El señor Zverkov había sido también compañero mío de colegio, y yo lo detestaba. Esta aversión aumentó en los cursos superiores. Desde muy niño fue un alumno educado y alegre, al que todos querían, todos menos yo, que precisamente no lo quería porque era alegre y educado. Desde el principio fue un mal estudiante, defecto que aumentó con los años. Sin embargo, logró terminar sus estudios gracias a las influencias. Ya estaba en los últimos cursos, cuando recibió en herencia una finca y doscientos siervos, y como nosotros éramos casi todos pobres, se complacía en ponemos en ridículo. Era un ser vulgar, pero, en definitiva, y a pesar de sus humos, un buen muchacho. Entre nosotros, en la escuela, no obstante los alardes de honor y dignidad que se hacían con un exceso de fantasía y de palabras, todos, excepto algunos, lo adulaban, lo que lo incitaba a darse más importancia todavía. Pero si giraban en tomo de él no era por interés, sino simplemente porque la naturaleza lo había favorecido con sus dones. Además, entre los estudiantes se consideraba Zverkov como un especialista en todo lo concerniente a la elegancia y a las buenas maneras. Y esto era lo que más me enfurecía. Detestaba el agudo sonido de su voz, llena de suficiencia; sus grandezas, de las que siempre se mostraba muy satisfecho, pero que eran verdaderas estupideces, pese a su facilidad de palabra. Detestaba su cara, bella pero inexpresiva (aunque ¡cómo me habría apresurado a cambiar aquella cara por la mía de hombre inteligente!), y sus modales desenvueltos, al estilo de los oficiales de 1840. Lo detestaba por los éxitos que confiaba en obtener con las mujeres (no se atrevía a emprender conquistas antes de haber alcanzado sus hombreras de oficial; por eso las esperaba con tanta impaciencia) y por los duelos que estaba seguro de librar. Recuerdo que una vez, rompiendo por excepción mi silencio, disputé violentamente con él. Zverkov hablaba a sus compañeros de sus futuras intrigas amorosas, y, entusiasmándose de tal modo que parecía un perrito revolcándose al sol, declaró de pronto que no dejaría intacta ninguna campesina joven de su finca, pues ejercería le droit du seigneur; y que si los campesinos se atrevían a protestar, los haría azotar y duplicaría los impuestos a aquellos «viles barbudos». Nuestros cobardes lo aplaudieron; pero yo lo ataqué violentamente, no porque compadeciera a las muchachas y a sus padres, sino simplemente porque me irritaba que semejante insecto cosechara éxitos de tal índole. Aquella vez triunfé; pero Zverkov, al que su necedad no impedía ser alegre e insolente, logró poner a los burlones de su parte, y de tal modo, que mi triunfo fue momentáneo: todos acabaron por reírse de mí. Desde entonces, más de una vez triunfó sobre mí, aunque sin maldad, bromeando, entre risas. Yo guardaba ante él un silencio despectivo. Cuando terminamos los estudios, tuvo conmigo algunos gestos amables; yo no los rechacé, porque ello me halagaba, pero pronto, y con la mayor naturalidad, nos distanciamos. Posteriormente me enteré de sus éxitos como oficial, de la vida alegre que llevaba. Y más adelante tuve noticia de su rápido ascenso. Dejó de saludarme cuando nos encontrábamos en la calle: sin duda temía comprometerse al cambiar el saludo con un ser tan insignificante como yo. Una vez lo vi en el teatro, en platea. Ya lucía las insignias de ayudante de campo. Rebullía en torno de las hijas de un viejo general. Pero durante los tres años que había dejado de verlo, había perdido mucho en presencia, ya que había engordado bastante. Sin embargo, conservaba sus bellas facciones y sus maneras elegantes. Se advertía que cuando cumpliese los treinta se hundiría completamente.
Este era el Zverkov al que acababan de desamar a provincias y a quien sus amigos proyectaban dar una cena de despedida. No habían interrumpido sus relaciones con él, aún considerándose -estoy seguro- inferiores al oficial.
Uno de los visitantes de Simonov se llamaba Ferfitchkin. Era un ruso de origen alemán, escasa estatura y cara de mono; un necio que se burlaba de todo el mundo y que fue mi peor enemigo en la escuela desde las clases inferiores; un fanfarrón cobarde e insolente que aparentaba el amor propio más susceptible, pero que evidentemente no era más que un miserable. Pertenecía al grupo de admiradores de Zverkov, que lo adulaba interesadamente, ya que todos le pedí an con frecuencia dinero prestado.
El otro visitante, Trudoliubov, no tenía nada digno de mención. Era militar. Un mocetón alto, rostro frío. Aunque honrado, se inclinaba ante el éxito, fuese éste cual fuera, y sólo sabía hablar de nombramientos, ascensos, etc. Era pariente lejano de Zverkov, y, por estúpido que esto pueda parecer, ello le confería cierto prestigio a los ojos de sus compañeros. A mí me consideraba como un ser insignificante, pero me