Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.
fin de verme libre de sus burlas, me apliqué cuanto me fue posible, y así logré situarme entre los primeros. Esto los impresionó. Además, todos fueron advirtiendo poco a poco que yo había leído ya ciertos libros de los que ellos no sabían nada todavía, y que yo comprendía ciertas cosas (ajenas a nuestros cursos) completamente desconocidas para ellos. Lo comprobaban con una estupefacción irónica, pero aceptaban mi prestigio, y más aún al advertir que mis conocimientos habían atraído la atención de los profesores. Las burlas cesaron, pero la antipatía subsistió, y se establecieron entre nosotros relaciones de una frialdad oficial.
Al fin fui yo quien no pudo seguir resistiendo. Cuando tuve más años, sentía la necesidad de ir hacia los hombres, de tener amigos. Traté, pues, de aproximarme a algunos de mis compañeros. Pero había siempre cierta falsedad en nuestras relaciones, y éstas terminaban muy pronto. Sin embargo, llegué a tener un amigo. Pero yo era ya un déspota; pretendí dominar eternamente su espíritu, imbuirle el desprecio hacia quienes lo rodeaban; exigí de él que rompiese de modo definitivo, arrogante, con su medio ambiente. Mi amistad apasionada lo asustó. Lo trastorné hasta las lágrimas, hasta las convulsiones. Era un alma cándida y generosa. Y cuando se hubo entregado a mí por entero, lo detesté y lo rechacé. Fue como si sólo lo hubiese necesitado para apuntarme una victoria y adueñarme de su voluntad. Pero yo no podía vencerlos a todos. Mi amigo tampoco se parecía a ninguno de ellos: era una excepción. Cuando terminé mis estudios, me apresuré a renunciar a la carrera especial a que me habían destinado, a fin de romper todos los lazos con el pasado, poder maldecirlo y cubrirlo de ceniza… Después de todo esto, no sé por qué diablos seguí yendo a casa de Simonov.
Al día siguiente me desperté temprano; me levanté tan agitado como si la comida se hubiera de celebrar inmediatamente. Y es que estaba persuadido de que aquel día tenía que producirse un cambio radical en mi existencia. Probablemente, todo se debía a que se trataba de un hecho desacostumbrado. Y también hay que tener en cuenta que siempre que me enfrentaba con un acontecimiento, por insignificante que fuera, me hacía la ilusión de que iba a cambiar radicalmente mi existencia. Fui a la oficina como de costumbre, pero salí dos horas antes, con objeto de hacer los preparativos del caso. «Sobre todo -pensaba-, no debo ser el primero en llegar, no vayan a creer que estaba impaciente.» Tenía otras muchas preocupaciones además de ésta. Estaba agitadísimo, y esta agitación me debilitaba.
Limpié de nuevo mis botas. Apolonio no habría querido por nada del mundo limpiármelas dos veces el mismo día: habría considerado que esto era introducir el desorden en su servicio. Tuve que apoderarme subrepticiamente de los cepillos que estaban en la antecámara, a fin de evitar que Apolonio supiera que yo mismo me lustraba las botas, pues ello le habría movido a despreciarme. A continuación, examiné con todo cuidado mi traje, y me vi obligado a reconocer que estaba viejo. En verdad, me había entregado a una negligencia exagerada. Mi uniforme estaba bastante bien, decoroso, pero no podía ir a comer vestido de uniforme. Lo peor era que los pantalones tenían en una de las rodilleras una gran mancha amarilla. Preveía que esta mancha reduciría en nueve décimas partes mi dignidad. Pero sabía también que era bajo y vulgar pensar así. «Por otra parte ya no se trata de pensar: estamos en plena realidad.» Esto era algo que me decía, pero iba perdiendo el calor por momentos. Sabía muy bien que exageraba monstruosamente las cosas; pero ¿cómo remediarlo? Ya no era dueño de mi pensamiento: la fiebre me poseía.
Me imaginaba con desesperación el tono altivo y glacial con que me acogería el canalla de Zverkov; el estúpido desprecio con que me miraría Trudoliubov, y la risa descarada de Ferfitchkin, aquel insecto que querría adular a Zverkov. En cuanto a Simonov, lo comprendería todo y me despreciaría por la bajeza de mi vanidad y de mi cobardía. Además, y especialmente, ¡qué miserable, qué poco littéraire, qué trivial sería aquella reunión! Lo mejor habría sido, evidentemente, quedarse en casa. Pero esto era justamente lo más difícil. Cuando me acometía esta tentación, me rebelaba. Me habría burlado de mí mismo durante todo el resto de mi vida: «¡Vaya, hombre! ¡Tuviste miedo de la realidad! ¡Sí, miedo!» Precisamente lo que yo deseaba, lo que yo anhelaba era demostrar a aquella «morralla» que no era en modo alguno tan cobarde como parecía. En plena fiebre, soñaba con vencerlos, con triunfar, con cautivarlos, con obligarlos a estimarme aunque sólo fuese por «la elevación de mis pensamientos y por mi innegable y cáustico ingenio. Abandonarán a Zverkov, lo dejarán solo, silencioso y confuso en un rincón. Lo aplastaré. Seguidamente quizá tenga la condescendencia de reconciliarme con él; beberemos, nos tutearemos».
Pero lo más irritante, lo más ofensivo era que yo sabía perfectamente que, en resumidas cuentas, no tenía necesidad de nada de aquello; que no deseaba en modo alguno aplastarlos, vencerlos, subyugarlos; que yo sería el primero en no dar un solo céntimo por aquella victoria en caso de obtenerla… ¡Oh, cómo imploraba a Dios que aquella velada pas ara lo más rápidamente posible! Colmado de una angustia indecible, me acerqué a la ventana, abrí el cristal y traté de perforar con la mirada el opaco velo de nieve fundida que caía en gruesos copos.
Al fin, mi viejo y pequeño reloj de péndulo dio, como tosiendo, las cinco. Tomé mi sombrero, y procurando eludir la mirada de Apolonio, que esperaba su salario desde por la mañana, pero que, por su estupidez, no quería ser el primero en hablarme, me deslicé al exterior. Alquilé un hermoso trineo con los cincuenta copecs que me quedaban y llegué al Hotel París con aires de gran señor.
IV
Desde la víspera sabía que sería el primero en llegar. Pero no era eso lo que verdaderamente importaba entonces.
No sólo no había allí ninguno de ellos, sino que me fue en extremo difícil encontrar la sala que teníamos reservada. Aún no estaban puestos los cubiertos. ¿Qué significaba aquello? Después de muchas preguntas, me enteré por los camareros de que la comida estaba encargada para las seis y no para las cinco, cosa que me confirmó el maître d'hotel. Me sentí molesto conmigo mismo por haberles preguntado. Aún no eran más que las cinco y veinte. Si habían cambiado la hora debieron avisarme (para eso está el correo). Me habían afrentado ante mí mismo y ante la servidumbre. Me senté. El camarero empezó a poner los cubiertos, y, en su presencia, me sentí más irritado aún. Hacia eso de las seis, además de las lámparas que alumbraban ya la habitación, trajeron bujías; pero al criado no se le había ocurrido traerlas a mi llegada. En el comedor de al lado cenaban dos señores silenciosos y sombríos, cada uno en una mesa diferente. Pero en los lejanos salones había mucho ruido: oía gritos, risas, exclamaciones en mal francés, de un grupo de comensales, compuesto de caballeros y damas. Me sentía descorazonado. Pocas veces había pasado minutos tan desagradables. Tanto, que a las seis en punto, cuando aparecieron todos a la vez, me dispuse a acogerlos como salvadores: en los primeros momentos, incluso me olvidé de que debía mostrarme ofendido.
Zverkov entró delante, como jefe de grupo. Todos reían, pero, al verme, Zverkov irguió la cabeza, avanzó hacia mí sin precipitarse, contoneándose como una mujer coqueta, y me tendió la mano con gesto amable, aunque no en exceso, con una especie de cortesía prudente, con esa cortesía de alto personaje que, al mismo tiempo que tiende la mano, parece protegerse de algún peligro. Yo esperaba que, por el contrario, cuando entrase se echaría a reír, como hacía siempre, con una risa aguda y chillona, y que soltase una de sus estupideces que consideraba como agudezas. Me estaba preparando para ello desde la víspera, pues en modo alguno esperaba un tono tan condescendiente, tan altivamente cortés. ¿Tan superior a mí y en todos los aspectos se consideraba? Si hubiese adoptado aquella actitud señorial para humillarme, la cosa no habría tenido importancia; yo le habría pagado con la misma moneda y asunto concluido. Pero ¿cómo responder a aquel hombre que no había pensado en modo alguno en ofenderme y en cuya estúpida cabeza de carnero se había introducido la idea de que era infinitamente superior a mí, y, por lo tanto, sólo podía hablarme en un tono protector? Al pensar en todo esto me latía con violencia el corazón.
-Me he enterado con asombro de su deseo de ser hoy de los nuestros -empezó a decir con voz jadeante y untuosa y subrayando las palabras, cosa que antes no hacía-. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Nos evitaba usted, y hacía mal, porque no somos tan terribles como usted cree. Pero, sea como fuere, me alegro mucho