Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.
dejar las cosas como estaban: sería demasiado… ¡Dios mío! ¿Cómo renunciar a aquello después de tantos insultos? ,
«¡No! -me dije saltando de nuevo al interior del trineo-. Es mi destino..
-¡De prisa, de prisa! ¡Adelante! En un arrebato de impaciencia, asesté al cochero un puñetazo en la espalda.
-¿Qué le pasa? ¿Por qué me pega? -gritó el ho mbre mientras daba un fuerte latigazo al jamelgo que empezó a trotar.
La nieve caía en grandes copos, pero yo llevaba abierta mi capa, pues, absorto en mis pensamientos, estaba fuera de la realidad. Acababa de decidirme por la bofetada, y me decía, horrorizado, que esto iba a ocurrir immanquablement, tout de suite, y que nulle force ne pourrait plus arreter les événements. Los faroles del alumbrado brillaban lúgubremente, aquí y allá, en la niebla nívea, semejantes a las antorchas de los entierros. La nieve había penetrado bajo mi capa y bajo mi redingote y se había acumulado debajo de mi corbata, donde se iba fundiendo. Pero yo no me tapaba. ¿Para qué, si ya estaba perdido.
Llegamos al fin. Salté del trineo, enloquecido. Subí a zancadas los escalones del pórtico y empecé a golpear con pies y manos. Sentí una extrema debilidad en las piernas, sobre todo en las rodillas. Me abrieron con sorprendente rapidez, como si me estuviesen esperando (y, en efecto, Simonov había dicho que probablemente llegaría otro visitante, pues en aquella casa era preciso avisar y tomar otras precauciones. Era una de esas «tiendas de modas» que la policía cerró algún tiempo después. Durante el día era una verdadera tienda, pero los recomendados podían pasar allí la noche). Atravesé rápidamente y entré en la sala de recepción, que conocía bastante bien y donde en aquel momento sólo ardía una bujía. Me detuve, desconcertado: no había nadie.
-¿Dónde están? -pregunté a una persona que entró. Ya se habían ido. Ante mí estaba plantada la patrona, con una sonrisa tonta en los labios. Yo no era para ella un desconocido.
Un instante después, la puerta se abrió y entró alguien. No presté atención a la persona que acababa de llegar.
Me paseaba por el salón y me parece que hablaba conmigo mis mo. Tenía la impresión de que me había librado de la muerte, y todo mi ser flotaba en un mar de gozo. Lo habría abofeteado sin ningún género de duda. De eso estoy absolutamente seguro. Pero ya no estaban. Todo había cambiado. Miraba en todas direcciones. No acertaba a comprender lo que ocurría. Alcé maquinalmente los ojos hacia la persona que acababa de entrar. Entreví un rostro joven, fresco, algo pálido, de cejas sombrías y rectas, de mirada grave, en la que había un algo de asombro. Esta seriedad me gustó. La habría detestado si hubiese sonreído. La miré más detenidamente, no sin cierto esfuerzo, pues me costaba trabajo concentrar mis ideas. Había en aquel rostro una expresión ingenua y bondadosa, pero extrañamente grave.
Estoy seguro de que esta seriedad le acarreaba disgustos en el establecimiento y de que ninguno de aquellos imbéciles se había fijado en ella. Por lo demás, no se podía decir que fuese una belleza; pero era alta y fornida y estaba bien proporcionada. Vestía con sencillez. Sentí un mordis co de perversidad en el corazón y me acerqué a ella.
Entonces me vi en el espejo. Mi trastornado rostro me pareció repulsivo. Era un rostro pálido, vil, rencoroso, coronado por unos cabellos en desorden. «Mejor -pensé-. Me alegro. Le pareceré repulsivo, y esto me complace.»
VI
Al otro lado del tabique empezó a roncar un reloj. Se diría que era un hombre al que apretaban violentamente por la garganta. A este ronquido considerablemente largo siguió un agudo y ridículo campanilleo, tan claro, que daba la impresión de que alguien había avanzado de pronto. ¡Eran las dos! Volví a la realidad. No estaba durmiendo, pero sí sumido en una especie de sopor.
La oscuridad era casi absoluta en aquella habitación reducida, de techo bajo y tan repleta de muebles, que apenas se podía uno mover. Había allí un gran armario ropero, sombrereras, vestidos tirados en desorden, trozos de ropa. El cabo de vela que ardía en un rincón, sobre una mesa, se consumía y sólo emitía ya un débil resplandor. Transcurridos unos minutos, la oscuridad sería completa.
Volví en mí rápidamente. Me acordé de todo inmediatamente, sin esfuerzo, como si mis recuerdos estuvieran esperando mi despertar para precipitarse sobre mí. Por otra parte, incluso cuando estaba aletargado, persistía en mi cerebro una especie de idea fija de la que no podía librarme y alrededor de la cual giraban pesadamente mis pensamientos. Pero me ocurrió algo extraño: al despertar, todo lo que me había sucedido aquel día me pareció que había pasado hacía mucho tiempo, que había vivido aquellos hechos años atrás.
Tenía la cabeza pesada. Me parecía que algo giraba sobre ella, rozándola. Esto me inquietaba y me excitaba. La angustia y la cólera hervían de nuevo en mi interior y buscaban una salida. De pronto vi a mi lado dos ojos muy abiertos que me miraban fijamente, con obstinada curiosidad. Aquella mirada era glacial, sombría, indiferente; parecía proceder de muy lejos y producía una impresión en extremo desagradable.
Una idea oscura surgió en mi espíritu y comunicó a todo mi cuerpo una sensación ingrata, semejante a la que se experimentaría al penetrar en un subterráneo húmedo, asfixiante. No me pareció natural que aquellos ojos hubieran empezado a examinarme entonces, en aquel instante. Recuerdo también que en las dos horas que acababan de transcurrir no había cruzado una sola palabra con aquella joven y que ni siquiera me había parecido necesario hacerla. Por el contrario, aquel silencio me producía cierto placer. Y en aquel momento vi claramente la sinrazón, la fealdad del desenfreno que, sin amor, brutal e impúdicamente, empieza, sin ningún preámbulo por el acto que corona el verdadero amor. Nos estuvimos mirando un buen rato, y ella sostuvo mi mirada sin que cambiara la expresión de la suya, tanto que acabé por sentir cierta inquietud.
-¿Cómo te llamas? -le pregunté bruscamente, para poner término a aquella situación.
-Lisa me respondió casi en un susurro, pero sin ninguna amabilidad y apartando sus ojos de los míos. Enmudecí.
-¡Qué mal día hace!… Nieve y más nieve… ¡Es triste! -dije después, como hablando conmigo mismo y cruzando con gesto melancólico los brazos debajo de la nuca-.
Fijé la vista en el techo.
Ella no me respondió. Su silencio me mortificaba.
-¿Eres de aquí? -le pregunté con cierta irritación y volviéndome ligeramente hacia ella.
-No.
-De dónde has venido? -De Riga -repuso con un gesto de repugnancia. -¿Eres alemana? -No, rusa.
-¿Llevas mucho tiempo aquí? -¿Dónde.
-En esta casa.
-Desde hace dos semanas.
Su voz era cada vez más ronca. La vela se había apagado. Ya no me era posible distinguir su rostro. – ¿Tienes padres? -Pues… sí.
-¿Dónde están? -En Riga.
-¿Qué hacen.
-Nada de particular.
-Bueno, pero ¿a qué se dedican, de qué viven? -Son pequeños burgueses. -¿Vivías con ellos? -Sí.
-¿Qué edad tienes.
-Veinte años.
-¿Por qué los dejaste? -Cosas de la vida.
Esta contestación significaba: «Déjame tranquila; no tengo humor para nada». Los dos enmudecimos.
Sólo Dios sabe por qué no me iba. Tampoco yo tenía humor para nada. Estaba angustiado. Sin que yo hiciera el menor esfuerzo mental, por impulso propio, las imágenes del día que acababa de transcurrir pasaban y volvían a pasar en desorden ante mi memoria. Recordé de improviso una escena que había