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Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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pensaba: «No la dejarán salir. No les suelen permitir que salgan, sobre todo por las tardes… -No sé por qué creía que Lisa tenía que llegar por la tarde y precisamente a las seis -. Pero ella me dijo que todavía no estaba comprometida del todo y gozaba de derechos especiales. Por lo tanto… ¡Hum! ¡Diablo, vendrá! ¡Estoy seguro de que vendrá!.

      Afortunadamente, en estas ocasiones contaba con la distracción de Apolonio y sus insolencias, que me sacaban de quicio. Apolonio era una calamidad, una peste que me había enviado la Providencia. Hacía ya años que nos lanzábamos mutuamente acerados dardos. Yo lo detestaba. ¡Dios mío, cómo lo detestaba! Sobre todo, en ciertos momentos. Era un hombre de edad, con aires de gran señor. En sus horas libres hacía trabajos de sastre. Sentía por mí, aunque no sé por qué, un desprecio que rebasaba todos los límites imaginables, y me miraba siempre de arriba abajo. Por lo demás, miraba así a todo el mundo.

      Bastaba ver aquella cabeza de cabellos lisos, de un rubio de lino; aquel tupé que se rizaba y engrasaba cuidadosamente; aquella boca severa en forma de Y, para comprender que era un hombre que no dudaba nunca de sí mismo. Era un pedante rematado, el pedante más perfecto que he conocido, y tenía un amor propio digno de Alejandro de Macedonia. Estaba enamorado de cada uno de sus botones, de cada una de sus uñas; sí, enamorado: su aspecto lo pregonaba. Me trataba con despotismo, me hablaba muy poco, y si alguna vez se dignaba mirarme, su mirada era solemne, estaba colmada de suficiencia. Además, había en ella un algo burlón que me enfurecía. Cumplía su servicio con una aire de suprema condescendencia. Por lo demás, no hacía casi nada para mí y no se consideraba en modo alguno obligado a hacer lo más mínimo. No cabía duda de que me conceptuaba como el último de los imbéciles, y si seguía en mi casa era porque yo le pagaba un sueldo. Accedía a no hacer nada por siete rublos al mes. Gracias a él se me perdonarán muchas faltas. Mi odio alcanzaba a veces tal intensidad, que sólo el ruido de sus pasos me producía convulsiones. Pero lo que más me repugnaba era su ceceo. Debía de tener la lengua demasiado grande, o cualquier otro defecto de este tipo, y ésta era la causa de que ceceara, lo cual le producía verdadero placer, pues se imaginaba que ese vicio de pronunciación le daba importancia. Hablaba generalmente con voz dulce, inalterable, con las manos en la espalda y los ojos bajos. Lo que menos podía tolerar de aquel hombre era su costumbre de leer en voz alta los salmos en su rincón, tras el biombo que nos separaba. He soportado largos combates a causa de estas lecturas. Pero le encantaba leer salmos por las tardes, con su voz dulce, uniforme, cantarina, como si estuviese a la cabecera de un muert o. Y es que esto constituye uno de sus trabajos en las horas libres. Y, además de leer salmos a la cabecera de los muertos, lo contratan para matar ratas, y fabrica cera.

      Pero yo no podía despedirlo. Se diría que estaba ligado a mi existencia. Además, él se habría negado a abandonarme. No me era posible vivir en un hotel. Mi alojamiento era mi concha, el estuche en que me refugiaba y me ocultaba de la humanidad entera; y Apolonio, el diablo de este alojamiento. Ésta es la razón de que durante siete años me hubiera sido imposible ponerlo de patitas en la calle.

      No era menos imposible retenerle el sueldo. No toleraba el menor retraso.

      Pero aquellos días me sentía irritado hasta tal punto contra el mundo entero, que resolví de buenas a primeras castigar a Apolonio y retrasar durante dos meses el pago de su sueldo. Hacía ya mucho tiempo – dos años- que estaba preparando este castigo, únicamente para demostrarle que no tenía derecho a darse importancia ante mí y que yo podía no pagarle si se me antojaba. Decidí no decirle nada, a fin de vencer su orgullo y obligarlo a ser el primero en hablar de sus honorarios. Entonces yo sacaría de mi cajón los siete rublos, para que viera que los tenía apartados, y le demostraría que no quería dárselos, porque así se me antojaba, porque «ésta era mi voluntad señorial», porque él era un insolente y un grosero. Y le diría que, si era cortés y respetuoso conmigo, tal vez me enterneciera y pagase, pero que, en caso contrario, tendría que esperar dos, tres semanas, un mes entero…

      Sin embargo, y pese a mi enojo, fue él quien triunfó. No pude resistir más de cuatro días. Empezó por hacer lo que hacía siempre en tales casos (pues no era la primera vez que esto ocurría, de modo que yo podía estar preparado para hacer frente a su táctica innoble). Para empezar, me dirigía una severa mirada que duraba varios minutos, preferentemente cuando yo iba a salir o entraba. Si yo resistía, si fingía no advertir sus maniobras, él, sin romper su silencio, emprendía la segunda serie de operaciones. De pronto, sin motivo alguno, entra en mi habitación a paso lento, cuando estoy leyendo o paseando de un lado a otro. Y permanece plantado cerca de la puerta, una pierna delante, una mano en la espalda y mirándome fijamente, con expresión no sólo severa, sino profundamente desdeñosa.

      Si le pregunto qué quiere, no responde; sigue mirándome durante unos segundos, y luego, apretando los labios, con un gesto significativo, me vuelve la espalda poco a poco y regresa lentamente a su habitación. Dos horas después , vuelve a aparecer ante mí. Loco de furor, ya no le pregunto qué quiere, sino que levanto la cabeza y, con semblante altivo, autoritario, lo miro fijamente a los ojos. Así, uno frente a otro, permanecemos a veces uno o dos minutos. Al fin, da media vuelta lenta y solemnemente y desaparece de nuevo durante dos horas.

      Si de este modo no conseguía impresionarme, si mi rebeldía continuaba, Apolonio empezaba a suspirar sin dejar de mirarme. Suspiraba lenta, profundamente, como midiendo toda la magnitud de mi decadencia moral. Y, naturalmente, el duelo terminaba con su victoria. Yo me enfurecía, gritaba, pero tenía que hacer lo que Apolonio quería que hiciera.

      Pero esta vez, apenas iniciadas las primeras maniobras, consistentes en miradas severas, me arrojé sobre él, indignado. ¡Estaba tan nervioso.

      -¡Espera! -exclamé fuera de mí, al ver que daba media vuelta, lenta y silenciosamente, con una mano en la espalda, y se dirigía a su habitación-. ¡Espera! ¡Ven aquí! y mi grito fue tan desesperado, que él giró sobre los talones y me miró con cierto asombro. Pero seguía encerrado en su silencio, y esto fue precisamente lo que me enfureció.

      -¿Cómo te atreves a entrar en mi habitación sin pedir permiso y a mirarme de ese modo? ¡Responde! Después de mirarme con impasible fijeza durante unos treinta segundos, volvió a intentar marcharse.

      -¡Quieto! -aullé corriendo hacia él-. ¡Ni un paso más! ¡Contesta a mi pregunta! ¿Por qué demonio me mirabas? -Si tiene usted que darme alguna orden, la ejecutaré al punto -respondió Apolonio tras una pausa, ceceando, con voz dulce, lentamente e inclinando la cabeza con una calma horripilante.

      -¡No es de eso; no se trata de órdenes, verdugo! -grité temblando de rabia-. ¡Te explicaré lo que quiero decir! Y es que vienes porque no te he pagado. No quieres pedirme el sueldo por orgullo, y, para castigarme, vienes y me miras estúpidamente… ¡Sí, para castigarme, para atormentarme! ¡Y no sabes, ni remotamente, lo estúpido que es eso, verdugo! ¡Sí, estúpido, estúpido, estúpido.

      De nuevo se dispuso a salir de la habitación, silencioso como de costumbre, pero lo sujeté por la ropa.

      -¡Escucha! -le grité-. ¡Mira el dinero! ¿Lo ves? -y lo saqué del cajón-. Siete rublos. Están aquí, y bien contados. Pero no los tendrás; no te los daré hasta que me pidas perdón respetuosamente. ¿Has oído? -Eso no puede ser -respondió Apolonio con un aplomo impresionante.

      -¡Eso será! -exclamé-. ¡Palabra de honor que será! -No tengo por qué pedirle perdón -dijo Apolonio como si no oyese mis gritos-. En cambio usted me ha llamado «verdugo». Podría ir a quejarme al comisario de policía.

      -¡Ya puedes ir! -vociferé-. ¡Anda, ve ahora mismo! ¡Eso no impedirá que seas un verdugo! ¡Un verdugo! ¡Un verdugo! Apolonio se limitó a mirarme. Luego dio media vuelta y, sin prestar más atención a mis voces, sin volver la cabeza, salió de la habitación paso a paso.

      «Si no hubiese sido por Lisa, no habría ocurrido nada de esto», me dije. Y, tras un minuto de espera, solemnemente pero con fuertes palpitaciones en el corazón, me dirigí al rincón que ocupaba Apolonio.

      -¡Apolonio!


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