Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.
ve inmediatamente! ¡No tienes ni la menor idea de lo que puede ocurrir!
-Pero ¿se ha vuelto loco? -dijo Apolonio sin ni siquiera levantar la cabeza, ceceando como siempre y enhebrando su aguja-. ¿Dónde se ha visto que uno mismo vaya a denunciarse a la policía? Si lo hace para asustarme, sepa que es inútil: no conseguirá usted nada.
-¡Ve! -grité con voz aguda asiéndole el hombro. Un instante más, y le habría pegado.
Pero en aquel momento la puerta de la antecámara se abrió lentamente, sin ruido, y entró una persona, que se detuvo en el umbral y nos miró a los dos perpleja. Alcé lo ojos y me quedé estupefacto. Luego huí a mi habitación rojo de vergüenza. Me mesé los cabellos con las dos manos, apoyé la cabeza en la pared, y así permanecí, esperando. Poco después oí los lentos pasos de Apolonio.
-Hay aquí fuera una persona que quiere hablar con usted -me dijo, mirándome con extrema severidad. Luego se apartó para dejar pasar a Lisa. ¡Apolonio no se marchaba y nos miraba a los dos con semblante irónico.
– ¡Vete, vete! -le grité, perdiendo la cabeza. En aquel momento, mi reloj hizo un esfuerzo, carraspeé y dio las cinco.
IX
Y entra en mi casa libre y resueltamente, como dueña.
Permanecí ante ella desorientado, abrumado, profundamente confuso, y, sonriendo -por lo menos así me parece-, me eché encima mi desgarrado y sucio batín acolchado. Era exactamente la escena que me había imaginado hacía poco. Transcurridos unos dos minutos, Apolonio se había marchado, pero mi confusión continuaba. Lo peor fue que, al verme en aquel estado, también Lisa perdió de pronto la serenidad, lo que me causó gran asombro.
-Siéntate -le dije maquinalmente, y le acerqué una silla a la mesa. Yo me senté en el diván.
Lisa, obediente, ocupó al punto la silla, y me mi ró a los ojos, como si esperase que le dijera algo extraordinario. Esta cándida espera me enfureció, pero conseguí dominarme.
Precisamente lo que había de hacer era no fijarse en nada, dar la impresión de que no observaba nada extraordinario. Pero Lisa… Presentí oscuramente que me pagaría caro tout cela.
-Me encuentras en una situación extraña, Lisa -empecé a decir, balbuceando y dándome perfecta cuenta de que no era así como convenía empezar-. ¡No, no creas que te reprocho nada! -exclamé al ver que enrojecía repentinamente-. No me avergüenzo de mi pobreza… Al contrario: estoy orgulloso de ella. Soy pobre, pero honrado… Se puede ser pobre y honrado… -seguí farfullando-. Bueno, ¿quieres té.
-No…, yo… -empezó a decir ella.
-¡Espera.
Salté del diván y corrí en busca de Apolonio. Había que desaparecer en cualquier parte.
-¡Apolonio! -murmuré febrilmente, lanzando ante él, sobre la mesa, los siete rublos que conservaba aún en mi mano firmemente cerrada-. Ahí tienes tu sueldo. Ya ves que te los doy. Pero tienes que salvarme. Tráeme inmediatamente de la tienda más próxima té y diez bizcochos. Si no los traes, harás desgraciado a un hombre. ¡Tú no sabes cómo es esta mujer! Es… No sé lo que pensarás de ella, pero no puedes imaginarte cómo es esta mu jer…
Apolonio, que de nuevo se había puesto las gafas y había reanudado su trabajo, dirigió en silencio, sin dejar la aguja y al soslayo, una mirada al dinero. Luego, sin responderme, prosiguió su trabajo. Esperé de pie cerca de tres minutos, cruzados los brazos a lo Napoleón. El sudor me empapaba las sienes. Sentí que estaba pálido. Gracias a Dios, al fin mi aspecto debió infundir compasión a Apolonio, que dejó la aguja, se levantó lentamente, apartó su silla con idéntica lentitud, se quitó las gafas sin prisas, contó el dinero y salió a paso lento de la habitación. Mientras volvía aliado de Lisa, se me ocurrió la idea de huir tal como estaba, en batín; de irme a cualquier parte, sin pensar nada.
Me senté de nuevo. Lisa me miraba con visible inquietud. Estuvimos en silencio unos minutos.
-¡Lo mataré! -exclamé de pronto, golpeando tan violentamente la mesa con el puño, que saltaron fuera del tintero una gotas de tinta.
-¡Dios mío! ¿Qué dice usted? -exclamó Lisa, sobresaltada.
-¡Lo mataré! ¡Lo mataré! -vociferé mientras seguía golpeando la mesa.
Desvariaba, pero comprendía que era estúpido ponerme de aquel modo.
-No sabes, Lisa, cómo me atormenta ese verdugo. Sí, es mi verdugo… Ahora ha ido a comprar bizcochos…
Y, de súbito, estallé en sollozos. Una crisis de nervios… Estaba avergonzado, pero no podía dominarme.
Lisa se asustó.
-¿Qué tiene usted? ¿Qué le pasa? -exclamó, yendo y viniendo ante mí, agitada y nerviosa.
-¡Agua! ¡Dame agua!… -farfullé con voz débil, pero advirtiendo que podía pasar sin el agua y hablar con más energía.
Exageraba para justificarme, pero mi ataque no era una ficción. Lisa, inquieta, me acercó el agua. En este momento apareció Apolonio con el té. De pronto me pareció que aquel té era algo vulgar, insignificante, que producía un efecto mezquino, desfavorable, después de lo que acababa de ocurrir. Me sonrojé, Apolonio salió sin mirarnos.
-Lisa, ¿me desprecias? -le pregunté, mirándola directamente a los ojos y temblando de impaciencia por conocer su pensamiento.
Ella enrojeció y no me pudo contestar. -¡Tómate el té! -le dije, iracundo.
Estaba furioso contra mí mismo, pero era evidente que Lisa sufría más que yo por esta causa. De improviso, sentí un odio atroz contra ella: la habría matado en aquel instante. En mi fuero interno decidí vengarme no diciéndole ni una palabra más. «Ella tiene la culpa de todo…»
Llevábamos ya cinco minutos de silencio. El té estaba sobre la mesa, pero no lo tocábamos. Había llegado al extremo de que, para hacer la situación de Lisa más difícil, no quería ser el primero en beber, y para ella era violento tomar el té sola. De cuando en cuando me dirigía una mirada inquieta y triste. Pero no cabía duda de que el más desgraciado de los dos era yo, pues no podía dominarme.
-Quiero… irme… para siempre… de allá abajo -empezó a decir ella, para poner fin a nuestro silencio.
¡Pobre! Precisamente era así como no debía empezar en aquel momento saturado de estupidez y dirigiéndose a un hombre tan estúpido como yo. Sentí una lástima dolorosa por su franqueza inútil, por su temerosa incapacidad. Pero al punto surgió en mí algo que ahogó aquella compasión y que me excitó más todavía. ¡Que se hundiera el mundo entero! ¡Me era indiferente! Cinco minutos más de silencio.
-¿Le molesto? -preguntó Lisa tímidamente, con voz apenas perceptible. Y se dispuso a levantarse. Apenas advertí esta manifestación de dignidad ofendida, temblé de furor y di rienda suelta a todo lo que gravitaba sobre mi corazón.
-¿Por qué has venido a verme? Di, ¿por qué? -empecé a decir con voz ahogada y sin cuidarme lo más mínimo de ordenar mis palabras lógicamente.
Tenía la necesidad de decirlo todo a la vez, de golpe, sin ni siquiera pensar en cómo había empezado.
-¿Por qué has venido? ¡Respóndeme! ¡Contesta! -grité fuera de mí-. Mira, yo mismo te lo voy a decir. Has venido porque aquel día te dije paroles touchantes. Te enterneciste, y hoy quieres oír más palabras enternecedoras. Pero has de saber que aquel día me burlaba de ti. Y hoy me sigo burlando. ¿Por qué tiemblas? ¡Sí, me burlé de ti! Me habían insultado durante la cena los mismos que llegaron a tu casa antes que yo. Fui allí para vengarme de uno de ellos, de un oficial, pero no me fue posible: ya se habían marchado.