La palabra facticia. Albert ChillónЧитать онлайн книгу.
de estratos lábiles; es razón y además imagen y sensación: figuración. Más allá de las designaciones precisas, los sentidos que las palabras suscitan tienen una marcada carga intuitiva y sensible, hasta el punto de que en la propia índole logomítica del lenguaje reside toda posibilidad de despliegue de sus diversas facultades y funciones.
Al afirmar que el lenguaje es mítico amén de lógico, es decir, a un tiempo abstractivo y figurativo, estoy reivindicando que las palabras son, además de designaciones abstractas, imágenes sensoriales: que el lenguaje, por decirlo de modo elocuente, tiene una doble textura, acústica y visual. La lingüística y la estilística ortodoxas suelen reconocer, a lo sumo, que existe una figura retórica llamada imagen, emparentada con la metáfora y la sinestesia, pero no que las palabras son imágenes, así mismo. Repárese, no obstante, en que no son imágenes icónicas, como las generadas por los media y sus tecnologías, sino imágenes mentales.23 El vocablo «imagen» es, a no dudarlo, menos transparente y más complejo de lo que parece a primera vista: en latín, imago significa a la vez «imagen» e «idea o representación mental»; también en latín, idolum vuelve a significar «imagen»; y en griego, idea quiere decir «imagen ideal de un objeto».24 Aunque no es aceptable el recurso trillado a las etimologías fáciles para desentrañar el asunto que nos ocupa, nos hallamos ante una encrucijada repleta de insinuaciones.
Esa imago latina que es a un tiempo «imagen» e «idea o representación», ¿no nos da acaso la clave para desentrañar la cuestión que tratamos de elucidar? ¿No es cierto acaso que las palabras, por su condición logomítica, por su tensión inevitable entre abstracción y sensorialidad, tienen una dimensión inevitablemente configuradora, imaginativa? ¿Y no se desprende de ahí acaso que al empalabrar la «realidad», los sujetos no hacen sino imaginarla? Este es, a mi juicio, el hecho decisivo, derivado de esa concepción nietzscheana acerca de la complexión retórica del lenguaje sobre la que venimos reflexionando: que al hablar, al decir, los sujetos inevitablemente ideamos, a saber, imaginamos la «realidad» que vivimos, observamos, evocamos o anticipamos; que toda dicción humana es, siempre y en alguna medida y manera variables, también ficción; que no es que uno de los modos posibles de la dicción sea la ficción —junto a la llamada «no ficción» y sus géneros, pongamos por caso—, sino que dicción y ficción son constitutivamente una y la misma cosa; y que el reto para los estudiosos, en todo caso, consiste en discernir cuáles son los grados y las modalidades en que esa ficción constitutiva de toda dicción se da en la comunicación realmente existente.
Siguiendo a Ernst Cassirer,25 podemos afirmar que la entraña densa y plural de las palabras contiene todas las posibilidades de la dicción humana: la ciencia, la filosofía, el sentido común, el arte, la poesía, el mito… Y, siguiendo aquí nuestra propia intuición, añadiremos que es en las entretelas mismas del lenguaje donde arraiga y se agazapa la ficción: que toda palabra, toda dicción es, siempre y necesariamente, ficción inevitable, insoslayable fabulación.
Dicción, ficción y facción
De acuerdo con el giro lingüístico y con sus corolarios, en efecto, la locución «no ficción» se revela infundada. Debe decirse, en cambio, que los diversos géneros y modalidades que engloba son capaces de producir, en el mejor de los casos, mimesis verosímiles de «lo real», conformadas según las posibilidades y límites que toda dicción impone. Ello es así, para empezar, porque están sujetas a la triple mediación ya mencionada: son lingüísticas, retóricas y narrativas, y por consiguiente no traen los sucesos y cosas cual han sido, ni les es dado re-producirlos, es decir, producirlos tal como eran de nuevo. Tan solo les es posible representarlos a posteriori, intentando recuperar lo sin remedio perdido —lo que ya es pasado— mediante su mutación en otra entidad de distinta índole: no ya sucesos efectivamente ocurridos, sino virtualidades lingüísticas e icónicas que, en el curso de los intercambios comunicativos, son tomadas por plausibles, verosímiles verdades.
Un caso concreto servirá de elocuente ilustración. Cuando Norman Mailer documenta y escribe su extensa novela-reportaje La canción del verdugo, no ofrece a sus lectores una reproducción ni un calco del encarcelamiento y ejecución del homicida Gary Gilmore, sino una representación de esos hechos ya sucedidos mediante el lenguaje, novelísticamente configurado. Detengámonos un instante a considerar lo dicho, y reparemos en dos matices que, aunque trascendentes, suelen pasar inadvertidos. El primero es que representar quiere decir volver a presentar, hacer de nuevo virtualmente presente lo que en realidad es irrecuperable pasado, esto es, algo ya ocurrido que no existe más ahora y aquí, y que por ello mismo no puede ser otra cosa que «presente de pasado», en términos memorables de Agustín de Hipona: pretérito hecho presencia por mor de los signos y símbolos con que es recreado. Y la segunda, que ese hacer presente lo ausente es posible gracias a la mediación de las palabras, idóneas para remedar la lingüisticidad de las acciones y hechos pasados —ya que una enorme cantidad de ellos están mediados por el verbo, y pueden, por consiguiente, ser expresados con relativa fidelidad por él—, aunque mucho más torpes y limitadas a la hora de traducir los aspectos no lingüísticos de esos mismos hechos y acciones: de transubstanciar en enunciados verbales el cuerpo y la materia, la luz y la textura, el deseo y el dolor, la calidez y la frialdad, la fuerza y el gesto.
De manera que Mailer ofrece al lector una recreación exclusivamente lingüística —y retórica y narrativa, claro es— de acontecimientos ya desvanecidos que fueron en su origen lenguaje, pero también otras cosas. Lo mismo puede decirse de Todos los hombres del presidente, de Robert Woodward y Carl Bernstein; o de Película, de Lillian Ross; o de Archipiélago Gulag, de Alexandr Soljenitsin; o de Despachos de guerra, de Michael Herr, por citar algunos ejemplos de prestigio espigados entre muchos otros posibles. La lista podría ser llegar a ser incontable, pero aumentarla no alteraría la idea esencial que ilustra.
En todos esos casos cabe observar, además, la decisiva labor que ejerce la narratividad. Pretendidamente «no ficticios» —desprovistos de aliños imaginativos y ajustados a los hechos sucedidos—, todos esos textos de carácter y voluntad documental son configuradores, no obstante, ya que gracias a sus respectivas tramas hacen concordar lo discordante, y atan los hilos dispersos del acontecer mediante una puesta en relato. Ello es así porque identifican y eligen un puñado de motivos —acciones, fragmentos de habla, vivencias— entre los incontables que el acontecer genera. Y, acto seguido, los cosen por medio de tramas —argumentativas y argumentales— que les confieren sentido: origen y fin, motivo y finalidad, contexto y transcurso. Sea de forma tácita o explícita, tanto las argumentaciones persuasivas como los argumentos narrativos proponen un por qué, un cómo y un para qué plausibles, es decir, un marco explicativo que ilumina la comprensión de la historia configurada. El acaecer singular que irrumpe es contextualizado, dotado de sentido y convertido en «hecho» gracias a ese marco preexistente y genérico; y la vigencia y validez de tal marco, a su vez, son sancionadas por el hecho que acaba de producirse.
A fin de ilustrar este razonamiento, vale la pena evocar el trabajo del new journalist Hunter S. Thompson en su reportaje novelado Los Ángeles del Infierno. Al investigar la vida cotidiana de la célebre tribu periurbana, Thompson identificó y seleccionó ingredientes de contenido —temas y motivos, semblanzas y descripciones, símbolos y detalles— en buena medida diferentes a los que la prensa convencional solía tematizar por entonces, hasta el punto de configurar una historia sustancialmente alejada de las que difundía la ortodoxia. Y, además, construyó una trama argumental —y una argumentación de fondo, conviene advertirlo— mediante la que puso en relación los incidentes y circunstancias que estimó relevantes, de un modo insólito aunque a fin de cuentas congruente en un autor que acabaría escribiendo Miedo y asco en Las vegas. Thompson completó su labor de inventio narrativa mediante la caracterización compleja y problemática de los personajes, la descripción naturalista de los escenarios y la conducción del relato a través de un punto de vista de narrador-protagonista, que vivía, veía y contaba desde dentro su propia participación