La palabra facticia. Albert ChillónЧитать онлайн книгу.
rompedora y subjetiva, una de cuyas principales virtudes era su capacidad para desenmascarar la falsa —e imposible— objetividad del periodismo ortodoxo.
Sea como fuere, los malentendidos que la locución «no ficción» suscita son tan grandes y frecuentes —e inexplicables en ciertos autores— que creo ineludible enmendarlos. Con más razón, si cabe, en una época en la que suele emplearse con pasmosa frivolidad, incluso por parte de experimentados periodistas y de conspicuos estudiosos del periodismo y de la comunicación mediática. A la tradicional, burda división del cine y la literatura en las categorías de «ficción» y «no ficción», omnipresente en los suplementos culturales, se añade de unos años a esta parte una vindicación de las cualidades del periodismo y del documento —loable en sí misma, huelga decirlo— que se empeña, ello no obstante, en bautizar los productos cuyo valor pone de relieve mediante locuciones como «sin ficción», «mejor que la ficción», «ficción cero» y otras por el estilo, de tosquedad pareja. Justificable cuando personas no concernidas por el asunto tratan la cuestión en una charla casual, semejante desliz no lo es cuando son investigadores y expertos los que lo cometen. Como si no supieran, a estas alturas de la posmodernidad, que la ausencia de ficción es una entelequia imposible. Y como si ignoraran, adrede o no, las iluminadoras aportaciones que la lingüística, la filosofía del lenguaje, la hermenéutica y la semiótica ofrecen a propósito de este relevante asunto.
Esa extendida y nada inocua empanada conceptual me llevó a proponer, en la primera versión de este libro, una nueva acepción para el sustantivo de origen latino «facción», que en esta segunda versión me veo en condiciones de ahondar. De entrada, cumple observar que «facción» significa «producción» y «complexión», al mismo tiempo. Y añadir que, a diferencia de la «ficción» realista o abiertamente fantástica —modalidad de la dicción libre de compromisos probatorios—, la «facción» se distingue porque en ella la refiguración es disciplinada por una imaginación que debe respetar exigencias referenciales, tal como ocurre en el periodismo informativo o en el documental audiovisual. Tales constricciones incluyen la verificabilidad cuando esta es asequible, por supuesto, aunque no pueden reducirse a ella dado que los crudos datos positivos —los raw data— no lo son siempre, ni de lejos; y porque además, cuando lo son, suelen resultar insuficientes para otorgar sentido a un relato. Cualquier empalabramiento narrativo requiere, amén de su concurso, el indispensable y a menudo arriesgado establecimiento de nexos causales y temporales, vínculos que deben antojarse plausibles y atenerse a los principios de la más elemental razón. Y requiere también, desde luego, el compromiso ético de referir lo sucedido cual honestamente se cree que es, con la debida veracidad intencional.26
De suerte que, cada una a su modo, tanto la «ficción» como la «facción» recrean lo posible y lo existente —y sus variadas conjugaciones— gracias a la labor configuradora que la imaginación permite. Ello es cierto en lo que atañe a El señor de los anillos, de Tolkien, o a La historia interminable, de Michael Ende. Pero también lo es —hechas las distinciones debidas— en lo que concierne a narraciones de tenor realista como Madame Bovary, Guerra y paz, The Pacific y The Wire. Y así mismo es cierto —aunque esto no suela ser admitido— en lo que se refiere a reportajes novelados como El Sha y El Emperador, de Ryszard Kapuscinski, o Un hombre, de Oriana Fallaci; a novelas gráficas de carácter testimonial como Reportajes, de Joe Sacco, o Pagando por ello, de Chester Brown; o a documentales como Inside Job, de Charles Ferguson, o Capturing the Friedmans, del ya citado Andrew Jarecki.
Debe advertirse, sin embargo, que al ser humano no le es posible emplear optativamente su imaginación, según le dicte el placer o la conveniencia. Ocurre, más bien, que vive con y en ella: concibiendo el mundo y a sí mismo, y partiendo de su facultad generadora para elaborar figuraciones: contornos, formas y trayectorias dotadas de sentido, plasmaciones estéticas que tornan inteligible el caos bruto de los acaeceres y las cosas. Hablando en rigor, dar y darse cuenta de la realidad equivale a contarla, en relevante medida: a dar y a darse cuento de ella. Y ello porque quien lo hace es el gnarus, término latino que significa «el que sabe»: un sujeto condicionado por su mudable circunstancia —aquí o allí, durante, después o antes— debido a su condición adverbial, contingente y perspectiva. Un narrador que construye su mundo desde una subjetividad insoslayable, incapaz de reproducir con objetividad los sucesos, y no obstante muy capaz —he aquí la paradoja— de lograr que su dicción engendre una objetivación palpable, inductora de muy concretos efectos. «En el principio era el Verbo», reza el arranque del evangelio de san Juan: la objetividad es una quimera; la objetivación, en cambio, un suceder constante.27
Con todo, desmentir que las dicciones facticias puedan reproducir o calcar los fenómenos no implica negarles la aptitud de producir argumentaciones y argumentos verdaderos, siempre que empleemos semejante adjetivo con suficiente cautela. A diferencias de los sucesos naturales, los llamados «hechos» son de hecho, en cuanto humanos, configurados siempre por el discurso, y además poseen una constitución heterogénea: aspectos que a menudo distan de ser comprobables o evidentes, y que solo resulta posible escrutar en parte, conjeturando a partir de los indicios disponibles. Me parece oportuno evocar, a fin de ilustrar esta observación, las lúcidas reflexiones acerca de la imposibilidad de captar con objetividad y completud los hechos que el reportero y poeta James Agee intercala con frecuencia en Elogiemos ahora a los hombres famosos, agudamente consciente de que su retablo de la pobreza en los Apalaches no la captura cual fue, sino que apenas ofrece al lector una representación tejida mediante palabras —y acompañada por las inolvidables fotografías de Walker Evans.
En contra de lo que el sentido común da por supuesto y predica, debe observarse que los hechos no están ahí —materiales y tangibles, como las montañas o los ríos—, dado que son complejos dialécticos de acción y discurso, entramados argumentales y argumentativos que prestan sentido a los acaeceres rudos. De ahí que suelan mostrarse refractarios a cualquier reduccionismo positivista; de ahí que sean constructos sociales y no simples cosas; y de ahí también que, en el mejor de los casos, ofrezcan vertientes que es posible observar, interpretar y a veces medir desde mudables perspectivas. No debe olvidarse jamás, sin embargo, que los hechos son aconteceres culturales, desencadenados por muy diversos motivos y razones, y no solo acaeceres naturales, precipitados por causas y procesos físicos. Aunque acostumbra a pasarse por alto, ello implica que establecer un hecho depende de la comprensión y la interpretación de indicios, amén de la reunión de evidencias y la inferencia de pruebas —de las que, por cierto, no se dispone a menudo. «No hay hechos, solo interpretaciones», como dejó escrito Nietzsche.28
Recuerde el lector, a fin de esclarecer este razonamiento, las tribulaciones de Truman Capote al escribir A sangre fría, probablemente consciente de que su gran esfuerzo de observación, entrevista exhaustiva y documentación no bastaba para llenar los abundantes resquicios de la historia, y de que con frecuencia se tornaba indispensable recurrir a conjeturas para reconstruir de modo verosímil, por ejemplo, las pasadas vicisitudes de Perry Smith, o sus circunstancias y motivaciones. Y ello a pesar de que Capote, a diferencia de la franca explicitación de la subjetividad de James Agee, aplicó a conciencia los procedimientos de composición y estilo de la novela realista, a la manera de su admirado Flaubert en Madame Bovary. Todo con tal de ofrecer ese efecto omnisciente e impasible de extrema verosimilitud —aunque a menudo cuestionable verdad— que se ha dado en llamar recording angel. Una vez más sería posible invocar otros ejemplos significativos, espigados en el campo periodístico y en el audiovisual, pero aumentar el inventario no elucidaría mejor el asunto.
Veracidad, verosimilitud, verificabilidad, verdad
Si ahora, tras lo que acabamos de argumentar, los apelativos «no ficción» o «sin ficción» se muestran groseramente equívocos, cabe preguntar en qué consiste la veridicción que las narrativas facticias persiguen —y que en sus más afortunadas expresiones alcanzan, a su relativo estilo. Y asumir que, para responder a tan