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La palabra facticia. Albert ChillónЧитать онлайн книгу.

La palabra facticia - Albert Chillón


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rompedora y subjetiva, una de cuyas principales virtudes era su capacidad para desenmascarar la falsa —e imposible— objetividad del periodismo ortodoxo.

      Sea como fuere, los malentendidos que la locución «no ficción» suscita son tan grandes y frecuentes —e inexplicables en ciertos autores— que creo ineludible enmendarlos. Con más razón, si cabe, en una época en la que suele emplearse con pasmosa frivolidad, incluso por parte de experimentados periodistas y de conspicuos estudiosos del periodismo y de la comunicación mediática. A la tradicional, burda división del cine y la literatura en las categorías de «ficción» y «no ficción», omnipresente en los suplementos culturales, se añade de unos años a esta parte una vindicación de las cualidades del periodismo y del documento —loable en sí misma, huelga decirlo— que se empeña, ello no obstante, en bautizar los productos cuyo valor pone de relieve mediante locuciones como «sin ficción», «mejor que la ficción», «ficción cero» y otras por el estilo, de tosquedad pareja. Justificable cuando personas no concernidas por el asunto tratan la cuestión en una charla casual, semejante desliz no lo es cuando son investigadores y expertos los que lo cometen. Como si no supieran, a estas alturas de la posmodernidad, que la ausencia de ficción es una entelequia imposible. Y como si ignoraran, adrede o no, las iluminadoras aportaciones que la lingüística, la filosofía del lenguaje, la hermenéutica y la semiótica ofrecen a propósito de este relevante asunto.

      De suerte que, cada una a su modo, tanto la «ficción» como la «facción» recrean lo posible y lo existente —y sus variadas conjugaciones— gracias a la labor configuradora que la imaginación permite. Ello es cierto en lo que atañe a El señor de los anillos, de Tolkien, o a La historia interminable, de Michael Ende. Pero también lo es —hechas las distinciones debidas— en lo que concierne a narraciones de tenor realista como Madame Bovary, Guerra y paz, The Pacific y The Wire. Y así mismo es cierto —aunque esto no suela ser admitido— en lo que se refiere a reportajes novelados como El Sha y El Emperador, de Ryszard Kapuscinski, o Un hombre, de Oriana Fallaci; a novelas gráficas de carácter testimonial como Reportajes, de Joe Sacco, o Pagando por ello, de Chester Brown; o a documentales como Inside Job, de Charles Ferguson, o Capturing the Friedmans, del ya citado Andrew Jarecki.

      Con todo, desmentir que las dicciones facticias puedan reproducir o calcar los fenómenos no implica negarles la aptitud de producir argumentaciones y argumentos verdaderos, siempre que empleemos semejante adjetivo con suficiente cautela. A diferencias de los sucesos naturales, los llamados «hechos» son de hecho, en cuanto humanos, configurados siempre por el discurso, y además poseen una constitución heterogénea: aspectos que a menudo distan de ser comprobables o evidentes, y que solo resulta posible escrutar en parte, conjeturando a partir de los indicios disponibles. Me parece oportuno evocar, a fin de ilustrar esta observación, las lúcidas reflexiones acerca de la imposibilidad de captar con objetividad y completud los hechos que el reportero y poeta James Agee intercala con frecuencia en Elogiemos ahora a los hombres famosos, agudamente consciente de que su retablo de la pobreza en los Apalaches no la captura cual fue, sino que apenas ofrece al lector una representación tejida mediante palabras —y acompañada por las inolvidables fotografías de Walker Evans.

      Recuerde el lector, a fin de esclarecer este razonamiento, las tribulaciones de Truman Capote al escribir A sangre fría, probablemente consciente de que su gran esfuerzo de observación, entrevista exhaustiva y documentación no bastaba para llenar los abundantes resquicios de la historia, y de que con frecuencia se tornaba indispensable recurrir a conjeturas para reconstruir de modo verosímil, por ejemplo, las pasadas vicisitudes de Perry Smith, o sus circunstancias y motivaciones. Y ello a pesar de que Capote, a diferencia de la franca explicitación de la subjetividad de James Agee, aplicó a conciencia los procedimientos de composición y estilo de la novela realista, a la manera de su admirado Flaubert en Madame Bovary. Todo con tal de ofrecer ese efecto omnisciente e impasible de extrema verosimilitud —aunque a menudo cuestionable verdad— que se ha dado en llamar recording angel. Una vez más sería posible invocar otros ejemplos significativos, espigados en el campo periodístico y en el audiovisual, pero aumentar el inventario no elucidaría mejor el asunto.

      Si ahora, tras lo que acabamos de argumentar, los apelativos «no ficción» o «sin ficción» se muestran groseramente equívocos, cabe preguntar en qué consiste la veridicción que las narrativas facticias persiguen —y que en sus más afortunadas expresiones alcanzan, a su relativo estilo. Y asumir que, para responder a tan


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