Por sus frutos los conoceréis. Juan María LaboaЧитать онлайн книгу.
Constantinopla, dedicó sus cuantiosos ingresos a erigir hospitales y a socorrer a los pobres. Su preocupación en favor de los necesitados y los oprimidos y su interés por una más equitativa y justa participación de todos en las riquezas era tan intensa, que con toda justicia se le puede dar el título de abogado de los pobres, ya que encontramos en casi todas sus homilías su ardiente defensa del derecho de los necesitados a la ayuda y al socorro, recordando a los ricos su deber de comunicación de cuanto se le ha concedido, y fustigando sin paliativos su falta de conciencia social, su lujo y despilfarro y sus injusticias sociales.
«… Hagámoslo así también nosotros y esforcémonos de esta manera por la salud de nuestros hermanos. No es obra inferior al martirio no rehusar sufrimiento alguno por la salvación de todos. No hay cosa que alegre más a Dios. Una vez más voy a decir lo que muchas veces he dicho. Lo mismo hacía Cristo al exhortarnos al perdón: “Cuando oréis, perdonaos si tenéis algo contra el otro” (Mt 4,23). Y otra vez, hablando con Pedro: “No te digo que has de perdonar siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,22). Y, de hecho, Él perdonó todo lo que contra Él se hizo. Así también yo, pues conozco que es la esencia del cristianismo, no me canso de hablar sobre este tema. Nada más frío que un cristiano que no trate de salvar a los demás».
«Y no digáis que os es imposible cuidar de los otros. Si sois cristianos, lo imposible es que no los cuidéis. Del mismo modo que hay en la naturaleza cosas que no admiten contradicción, así acontece aquí, pues la cosa radica en la naturaleza misma del cristiano. No insultes a Dios. Si dijeras que el sol no puede alumbrar, lo insultarías. Si dices que el cristiano no puede ser de provecho a los otros, insultas a Dios y lo dejas por embustero».
San Ambrosio (339-397) declara en sus escritos que el fundamento de la sociedad es la justicia y la beneficencia. Insiste sobre la importancia del bien común y sobre el carácter comunitario de los bienes. En todos sus textos recuerda el dominio universal sobre la tierra dado por Dios a todos los hombres y en el derecho de todos ellos a participar en sus frutos. «También es buena la misericordia que hace a los hombres perfectos, porque imita al Padre perfecto. Nada hay que haga valer tanto al alma cristiana como la misericordia. Se ejercita primero con los pobres: juzga que son comunes los frutos de la tierra, que lo que la naturaleza produce es para uso de todos, y que lo que tienes debes distribuirlo entre los pobres, ayudando siempre a tus compañeros y semejantes». Estos autores relativizan el derecho de propiedad, con el fin de dar un carácter sistemático a la práctica de la limosna y criterios exigentes al cálculo de cuanto se debía dar. San Agustín exigía la distinción entre lo superfluo y lo necesario y consideraba lo superfluo como lo necesario para los pobres.
«Quien sin oro envió a los apóstoles (Mt 10,9), fundó a la Iglesia sin oro. La Iglesia posee oro, no para tenerlo guardado, sino para distribuirlo y socorrer a los necesitados. ¿Qué necesidad hay de reservar lo que si se guarda no es útil para nada? ¿Acaso ignoramos cuánto oro y plata se llevaron los asirios del templo? (IV Reg XXIV, 13). ¿No es mejor que los sacerdotes fundan el oro para el sustento de los pobres, si no hay otros recursos, que dejar que se apoderen de él sacrílegamente los enemigos? ¿Acaso no nos dirá el Señor: por qué habéis permitido que tantos pobres mueran de hambre? Y ciertamente poseíais oro con el que procuraros su alimento. ¿Por qué tantos cautivos puestos en venta y no rescatados han sido ajusticiados por el enemigo? Mejor sería que hubieseis conservado los vasos vivientes que los de metal».
«No desprecies al pobre, él te hace rico. No desdeñes al indigente, pues “el pobre clamó y Dios le escuchó”. No rechaces al necesitado: Cristo se hizo pobre siendo rico, pero se hizo pobre por ti, para hacerte rico con su pobreza. No te enorgullezcas por ser rico: Cristo envió sin dinero a sus discípulos».
San Agustín (354-430), el gran escritor africano, destaca el papel preeminente que corresponde a la justicia y a la caridad en el orden social y en la paz que es el orden humano por excelencia.
«“Hermanos, ¿dónde comienza la caridad? Habéis oído cómo se perfecciona”. “Nadie tiene mayor caridad que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). El Señor muestra, pues, en el Evangelio la perfección de la caridad y en esta epístola se recomienda su cumplimiento. Pero vosotros preguntáis: ¿cuándo podemos tener esa caridad? No desesperes de tu capacidad demasiado pronto. Quizá haya nacido, pero aún no es perfecta: cuídala para que no se ahogue. Pero me preguntarás: ¿cómo lo sabré? Hemos escuchado cómo se perfecciona, oigamos cuándo comienza. Prosigue san Juan y dice: “Quien tuviere riquezas en este mundo y viere a su hermano padecer hambre y le cerrare sus entrañas, ¿cómo podrá habitar la caridad de Dios en él?”. He aquí dónde comienza la caridad. Si aún no eres capaz de dar la vida por el hermano, sé, por lo menos, capaz de darle tus bienes. Penetre ya la caridad en tu corazón, de modo que no hagas el bien por jactancia, sino por la enjundia íntima de la misericordia, siendo capaz de interesarte por el que se encuentra necesitado».
«¡… No tiene límites el bien que hace la caridad! Si posees bienes externos, da de lo que tienes; en caso contrario, muestra buena voluntad y, si puedes, aconseja y ayuda, y si, finalmente, no puedes ni aconsejar ni ayudar, expresa tu buen deseo y ora por el atribulado, y, sin duda, Dios oye antes esta oración que la del que ofrece pan. Tiene siempre algo que dar aquel cuyo pecho está henchido de caridad».
Hemos hablado en otros capítulos de la importancia central de la limosna en la vida del cristianismo primitivo y, en realidad, en toda la historia del cristianismo. En los escritos y en la pastoral de san Agustín encontramos cómo recalcó con frecuencia su importancia: «Además, existen en la palabra divina otros muchos testimonios que demuestran el gran poder de la limosna para extinguir y borrar los pecados. Por eso el Señor, a los que ha de condenar y mucho más a los que ha de coronar, les tomará en cuenta solo las limosnas, como diciendo: Es difícil, si os examino y peso escrutando con diligencia vuestras obras, que no encuentre en qué condenaros; pero id al Reino, pues, “tuve hambre y me disteis de comer”. Por tanto, no vais al Reino porque no pecasteis, sino porque redimisteis vuestros pecados con limosnas». Esta consideración ha permanecido en la tradición cristiana, de forma que en nuestras liturgias sigue pidiéndose a los participantes su contribución a las actividades asistenciales de la comunidad creyente, una contribución exigida no solo por la virtud de la justicia sino, también, por el convencimiento de que Dios perdona y salva a quienes distribuyen cuanto tienen entre los necesitados. Estos obispos, en realidad, exaltaban la igualdad primitiva, anterior a la caída de nuestros primeros padres. Así escribe Gregorio de Nisa: «En aquel tiempo no existía la muerte ni la enfermedad, “lo tuyo” y “lo mío”, palabras funestas, estaban absolutamente ausentes de la vida. De la misma manera que el sol era común, el aire era común y, sobre todo, la gracia de Dios era común y, también, la alabanza, así en la igualdad se ofrecía la libre participación en todos los bienes»[16].
10. Colaboración entre Iglesias
Era bien conocida en el cristianismo primitivo la generosidad de la comunidad romana para con las comunidades más desfavorecidas. San Dionisio de Corinto escribió a Sotero, obispo de Roma: «Tenéis la costumbre y tradición ininterrumpida desde el principio mismo del cristianismo de que ayudáis con toda clase de socorros a los hermanos y proveéis de toda clase de socorros a innumerables iglesias esparcidas por cada una de las ciudades cuando están en necesidad. Y de este modo aliviáis la indigencia de muchísimos, y a los hermanos condenados en las minas les suministráis lo necesario. Así, romanos, desde el principio guardáis la costumbre e instituciones de vuestros padres los romanos, siendo la providencia de todos los menesterosos. Y esta costumbre, vuestro bienaventurado obispo Sotero no solo la guarda, sino que la ha ampliado, suministrando abundantemente recursos a los santos y aun socorriendo a los que llegan a esa desde lejos, sin que, como padre cariñoso a la vez, los deje de consolar con santas exhortaciones»[17].
Cien años más tarde, Dionisio de Alejandría nos informa de cómo Roma hizo llegar socorros regularmente a las Iglesias de Arabia y Siria, y, en Capadocia, no se habían olvidado por los días de Basilio de que, bajo el obispo Dionisio (259-269), la Iglesia de Roma había enviado allí dinero, a fin de rescatar de sus amos gentiles a prisioneros cristianos. En Roma existían, naturalmente, muchas familias ricas, pero, todavía hoy, emociona el sentido de cuerpo y de fraternidad dominante en aquella comunidad atenta