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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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      ―Muy bien. Puedo probar. Y cuando me canse colgaré esta cabezota en un lugar preferente para que nos recuerde a ti.

      Dan se puso a reír a grandes carcajadas del enfado de Bess, que la niña se esforzaba en disimular, sin conseguirlo.

      ―Ya me doy cuenta de que no te agrada, y lo siento. Tomo nota para no invitarte a mi granja del Oeste, si es que llego a tenerla. Sería muy ordinaria para ti, ¿verdad?

      ―No me preocupa en absoluto. Voy a ir unos años a Roma. Lo mejor del arte universal puede encontrarse allí. No basta una vida entera para gozar tanta belleza.

      ―No digo que Roma no tenga cosas bonitas ―insistió Dan, medio convencido y en parte también para enfadar a Bess―, pero la Naturaleza ofrece cosas que no tienen rival. Piensa en un caballo al galope, libre y feliz en una pradera inmensa; las crines al viento, la armonía en todos sus movimientos. Si no encuentras belleza en ella, me doy por vencido. Es que no puedes encontrarla en nada.

      ―Tiempo me quedará para ver si esos caballos son más bellos que los del Capitolio y los de San Marcos. Procura no burlarte de mis angelitos y gatitos y yo no lo haré de tu salvaje Oeste.

      ―Eso ya está mejor. También vendrás a vernos al Oeste. Yo creo que debe conocerse bien el propio país antes de ir al extranjero.

      ―Pero debiéramos adoptar todo lo que los extranjeros tienen mejor que nosotros ―intervino Nan, que era de ideas avanzadas.

      ―¿Por ejemplo?

      ―En Inglaterra las mujeres tienen el derecho de voto. En los Estados Unidos, no.

      Daisy quiso evitar una nueva discusión, pero a Dan le divertía.

      ―Cuando fundemos la nueva ciudad podrás votar. No sólo eso. Podrás ser alcalde, diputado y todo lo que se te antoje.

      La conversación fue interrumpida por el anuncio de la cena. Sin excepción le hicieron los honores, y dieron cuenta con sano apetito de los suculentos platos.

      Siguió luego una breve velada, ya más tranquilos los ánimos, hasta que poco a poco todos fueron retirándose del comedor.

      Dan quedó en la terraza sentado cómodamente. Gozaba del aire que olía a heno recién cortado, a flores y a tierra húmeda.

      Contemplaba las estrellas que tantas veces le habían guiado en sus solitarias caminatas por las praderas.

      Jo se le acercó sin hacer ruido. Pensaba que tal vez era aquella la hora de las confidencias. El momento propicio para que el joven vertiera todo cuanto había en su interior.

      Suavemente preguntó:

      ―¿En qué piensas, Dan?

      Sin volverse, contestó, Dan con su ruda franqueza:

      ―En que daría cualquier cosa para fumar una buena pipa.

      Aquella contestación decepcionó a Jo y le hizo reír al propio tiempo.

      ―Muy bien, señor fumador empedernido. Puedes hacerlo en tu cuarto. Pero ten cuidado de no quemarme la cama.

      Dan se levantó. En el acento de Jo había advertido un tono de desilusión. Con toda la delicadeza de que era capaz se inclinó y besó a Jo.

      ―Buenas noche, madre.

      A ella se le alegró el corazón. Era rudo, pero como un niño.

      CAPÍTULO V

      DE VACACIONES

      Al día siguiente empezaron las vacaciones. En el momento del desayuno la alegría era general. Tía Jo, que estaba sirviendo, hizo observar:

      ―¡Oh! Ahí en la puerta hay un perro…

      Más que perro era un perrazo. Se trataba de un enorme sabueso que permanecía en el umbral de la puerta sin decidirse a entrar.

      Dan le habló:

      ―¡Vaya, vaya, amiguito! De modo que te has escapado, ¿eh? ¿No podías esperar a que viniese a buscarte? ―Y aclaró a todos los demás―: Es mi perro. Lo dejé con la yegua y mi equipaje en la hospedería antes de venir aquí. Pensé que si venía con ellos nos cerraríais las puertas.

      Rio de buena gana su propia broma, porque sabía que en aquella casa sería siempre bien recibido en cualquier circunstancia.

      El perro avanzó hacia Dan. Se levantó sobre sus patas traseras e intentó lamerle la cara, cosa que el joven esquivó a duras penas.

      Dan miró hacia afuera. Su rostro se animó.

      ―Ahora comprendo. Don no ha venido solo. Lo han traído de la hospedería. También a Octto. Bueno…, ¡qué remedio!

      ―¿Tienes dos perros? ―preguntó Teddy.

      ―No. Octto es mi yegua. Vamos a verla.

      En un momento quedó olvidado el almuerzo, porque todos salieron al jardín.

      La yegua acudió al encuentro de su amo. Cariñosamente restregó su morro contra la cara de Dan, y relinchó alegremente.

      Teddy quedó boquiabierto.

      ―¡Vaya, eso sí que es una yegua!

      ―Es realmente muy bonita, Dan. Y de aspecto muy inteligente. Se diría que quiere hablar.

      ―A su manera se hace entender.

      ―¿Qué significa Octto? ―preguntó Rob.

      ―Relámpago. Por su velocidad merece bien este nombre. Halcón Negro me la dio a cambio de mi rifle. Ella y yo hemos corrido grandes aventuras. ¿Veis esta cicatriz?

      Todos se acercaron para ver mejor una pequeña señal que las crines de la yegua ocultaban.

      ―Cierto día salimos Halcón Negro y yo en busca de búfalos para la tribu. Las praderas estaban desiertas sin rastro alguno de los rebaños. Nos fuimos alejando del campamento durante varias jornadas hasta estar totalmente faltos de alimentos. Ni un animal a nuestro alcance. Ni un pájaro. Yo estaba realmente preocupado aunque procuraba disimularlo. Entonces Halcón Negro me dijo: «Voy a enseñarte cómo podemos resistir hasta que vuelvan los búfalos».

      ―¿Y cómo lo hiciste? ―preguntó Teddy.

      ―Comiendo gusanos como los australianos ―sugirió Rob.

      ―Cociendo hierbas y hojas ―digo Jo.

      ―Mataste uno de los caballos ―aventuró Teddy, más expeditivo.

      ―No. No matamos ningún caballo. Pero los sangramos. Aquí precisamente. Halcón negro les hizo una breve incisión, que nos permitió recoger parte de su sangre. Luego la cocimos con unas hojas de salvia.

      ―Pobre Octto ―se lamentó Jo, acariciando la yegua.

      ―No fue un corte doloroso, ni mucho menos peligroso. Además, la pérdida de sangre, que para nosotros representó un sano alimento, para ella no tenía importancia porque podía pastar y recuperarse. Por fortuna los búfalos volvieron y no tuvimos necesidad de repetir la operación. Pero se habría podido hacer sin peligro alguno para estos nobles animales.

      Al «león» le llamó la atención una correa que pendía del cuello de la yegua.

      ―¿Para qué sirve esta correa?

      ―Cuando nos tendemos en plena carrera a uno de los lados del caballo, para disparar por debajo de su cuello, esta correa sirve para que nos podamos sujetar. ¿Quieres que haga la prueba?

      ―¡Sí, sí, hazla!

      Dan montó de un salto. Casi inmediatamente Octto inició un armonioso y rítmico galope a través del prado. Súbitamente, la yegua pareció haber desmontado al jinete, que sin embargo no estaba por el suelo. Luego el jinete reapareció en la silla, para tenderse inmediatamente al otro flanco de manera que pudo verse cómo iba colocado y dónde se sujetaba.

      Hizo


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