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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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su extraordinaria pericia de jinete.

      Si acaso hasta el momento hubiese sido indiferente a Teddy, desde entonces habría contado con la admiración del chiquillo. Pero como Dan había sido siempre el ídolo del «león», aquellas piruetas acabaron de entusiasmarle.

      También Jo se animó. Por un momento añoró aquellos tiempos en que era una revoltosa muchacha, que habría corrido a pedir a Dan que le enseñase aquellas habilidades.

      ―Es realmente maravilloso. Mejor que un número de circo. Me figuro que Nan deberá trabajar mucho componiendo huesos rotos. Lo digo por Tom. Mírale, mírale.

      El profesor miró hacia donde estaba Tom. Vio al joven mordiéndose los labios y malhumorado ante las exclamaciones de entusiasmo con que Nan coreaba la exhibición del jinete. Sí, Tom probablemente querría imitarle.

      Después de un corto galope de la yegua negra, Dan desmontó de un limpio salto ante el grupo, que prorrumpió en aplausos y felicitaciones. Teddy no tardó en pedir que se le dejase montar, a lo que accedió Dan porque Octto era tan dócil y manejable como briosa y veloz.

      El ejemplo habría sido imitado por todos, pero llegaron los bártulos de Dan, que contenían los regalos, y eso fue lo que entonces acaparó la atención general.

      ―No me gusta llevar peso cuando viajo ―aclaró Dan―. Pero esta vez es distinto. Os iba a ver a vosotros, tenía dinero… y me he cargado como una acémila.

      Así era. De los amplios baúles fueron saliendo cosas y cosas, que entusiasmaban a la concurrencia. Unas por su rareza, otras por lo valiosas; todas tenían algo interesante.

      ―Esa piel de lobo de las praderas será una alfombra para tía Jo.

      ―Es muy bonita, Dan. Me gusta muchísimo.

      ―Esa otra de oso pardo para el despacho del profesor.

      El señor Bhaer acarició aquel pelaje con auténtica complacencia.

      ―Esos son trajes de indio. Auténticos. De piel de ante, adornados con abalorios y rabos de raposa.

      Un momento después Teddy, Rob, Jossie y la misma Bess estaban más o menos vestidos con aquellos trajes o llevando las clásicas plumas. Teddy estaba armando un ruido fenomenal lanzando grandes alaridos que querían ser indios y bailando a grandes saltos, blandiendo hachas y arcos con flechas.

      Dan sacó también una serie de hierbas medicinales, cuyo secreto sólo conocían los indios, delicados y curiosos trabajos en madera, mantas indias de tejido multicolor y originales dibujos, exóticos pájaros disecados, muestras de minerales para el profesor, puntas para hachas y flechas de sílex. Para Laurie había también unos melancólicos cantos indios grabados en unas tiras de corteza de abedul.

      También salió la anunciada y esperada cabeza de búfalo. Enorme, majestuosa. Fascinaba por el poder que representaba, aunque a Bess no le hizo ninguna gracia. Para ella había también unos idolillos de barro cocido, policromados con tinturas vegetales.

      Observando aquel despliegue de pieles, trajes, animales disecados, vestidos, armas e ídolos indios, el perrazo Don y la yegua Occtto, Jo sonrió con buen humor.

      ―Ya sólo faltarían unas tiendas.

      ―… y traigo dos ―interrumpió Dan, con acento burlón.

      ―Bueno, pues las dos tiendas plantadas por ahí y un asado campestre. ¿Qué nos darían tus amigos los Montana, Dan?

      ―Para obsequiaros os darían lengua de búfalo asada, jamón de oso, tuétanos con miel y frutas ácidas de las praderas. Para beber, agua limpia de los arroyos.

      Aquél fue el principio de las vacaciones. Ruidoso, alegre y movido, como presagio de lo que habían de ser los días venideros.

      Entre Dan y Emil animaron aquella pequeña colonia. Algunos colegiales, cuyas familias vivían muy distantes y estaban faltos de recursos para ir de vacaciones, se quedaron en Plumfield. Otros fueron acomodados en el «Parnaso» y todos se esforzaron en hacerlas gratos aquellos días.

      Emil se encontraba tan a gusto entre los chicos como entre las chicas. Su carácter alegre le abría siempre un hueco. Dan sentía cierto respetuoso temor de las «lindas estudiantes». Cuando estaba ante ellas, y era frecuentemente porque ellas le buscaban, se sentía cortado, como inseguro. Eso era debido a que quería aparecer como un hombre bien educado y, por temor a soltar alguna inconveniencia, se retenía demasiado.

      Aunque con ellas hablase poco, le encontraban simpatiquísimo. Le llamaban el «español», debido a sus ojos negros y a su tez morena. Pero Dan no se sentía expansivo.

      Los paseos a caballo o en barca, las excursiones, las veladas musicales, algún baile al aire libre y las representaciones teatrales se sucedían en cadena. Nunca faltaba motivo de diversión y distracción.

      Incluso Bess, por complacer a su padre, dejó de pasar horas y horas modelando en el estudio y colaboró activamente en las diversiones comunes. Pronto adquirió mejor color por aquella vida al aire libre.

      Teddy se estaba revelando como un jinete de innatas condiciones y, en cuanto le dejaban, intentaba una y otra vez emular las exhibiciones de Dan con su montura.

      Quien salía ganando era Jossie, que se veía libre de las travesuras y pullas del muchacho pelirrojo.

      Rob, siempre pacífico, encontró amplia ocasión para practicar en la fotografía. Armado con su cámara y trípode, se fue ganando la admiración de todos por las cada vez más logradas fotografías, en las cuales ponía el gusto de un artista en la selección y composición, y el cuidado de un técnico en el revelado. Su modelo favorita era la lindísima y espiritual Bess.

      Nath preveía, deseaba y temía su próxima partida. Por eso aprovechó al máximo las ocasiones de estar junto a Daisy. Faltaban sólo unos siete días para la partida del Brenda, y el tiempo pasaba rápidamente.

      Llegó el momento de la partida de Nath. Dan, que ya estaba impaciente por reanudar su vida aventurera, anunció que le acompañaría y que luego marcharía por las suyas.

      Por esta doble marcha se organizó un baile de despedida, que se celebró en el «Parnaso».

      Tom se presentó ante Nan. Iba radiante de alegría por la oportunidad de bailar con ella. Se había esmerado de tal manera, que parecía un figurín. Pero Nan arrugó la nariz ante su presencia.

      ―¡Por Dios, Tom! ¿Eres tú quien huele así?

      El muchacho enrojeció de placer, porque creyó que era una lisonja.

      ―Sí. Me he puesto un poco de cosmético para mantener el peinado y… ya ves.

      ―¿Un poco dices? ¡Si huele que apesta! Te habrás puesto un tarro, ¡seguro!

      La sonriente cara de Tom se cambió instantáneamente por otra de aturdimiento. Tímidamente balbució:

      ―¿Tú crees que he puesto demasiado?

      La respuesta de Nan fue concluyente. Con gran energía movió su abanico para alejar aquel perfume envolvente, y con voz firme dictó la sentencia:

      ―No intentes bailar conmigo. Ni te acerques siquiera. Me marearía.

      El martirio de Tom aumentó aún cuando llegó Dan. Como no había tenido tiempo de encargarse un traje más apropiado para el baile, se le ocurrió vestir las ropas de charro mejicano que poseía. Su éxito fue total. Aquel traje negro recamado de bordados plateados, camisa blanca de encaje, fajín de seda roja y ancho sombrero le daban un aspecto interesantísimo. Al andar con pausados y elásticos pasos tintineaban las espuelas de plata y sus ojos parecían aún más negros que de ordinario. Desde que entró en la sala fue el centro de las miradas femeninas.

      Emil tenía también un gran éxito. Los uniformes siempre gustan a las mujeres, especialmente cuando quien los lleva es un apuesto joven, alegre, bullicioso y excelente bailarín.

      Jo, Meg y Amy procuraron animar a los remisos, a los tímidos.


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