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Paris en América. Edouard LaboulayeЧитать онлайн книгу.

Paris en América - Edouard  Laboulaye


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quien recien iba á conocer, enorme criatura, rubia, de cinco piés y ocho pulgadas de estatura, y con aspecto mas bien de granadero escocés que de hija de Eva, era Marta, la cocinera, natural de Pensylvania, y tunkeriana ó tunkerista de relijion, cosa parecida á cuácara; escelente persona que resongaba á toda hora y no tenía mas defecto que tratar de pagano ó de publicano á cualquiera que usára botones en el vestido ó en la levita. Para esta alma exaltada, el símbolo del cristianismo no era la cruz, era el broche.

      A juzgar por la gravedad de las dos mujeres, y por las palabras que con tanta vivacidad cambiaban, llevaban á cabo en aquel momento una gran obra culinaria. Jenny (¿era en efecto madama Lefebvre?) ataba dentro de una servilleta, una masa disforme de reposteria, colocándola con cuidado en una cacerola llena de agua. Marta, á su vez, encerró la preciosa vasija en un horno de hierro, colocado en un costado de la cocina. Era de construccion monumental, con pisos como una casa, y no sé cuantos cajoncitos y alacenas de donde se escapaba el vapor. Horno para cocer, lavadero, asadores, sartenes, agua y aire calientes, y cuanto es necesario, todo se encontraba en este horno mónstruo, que tenia una inscripcion, á manera de arco de triunfo:

      G. Chilson’s cooking Range Boston[12].

      Dudo que el mismo Satanás, con los recursos de que dispone, haya inventado nunca una hornaza mejor calentada que esta.

      Cuando todo estuvo en su lugar, despues de haber movido y alineado un ejército de calderos y calentadores, volvióse mi mujer, dando un grito de placer al verme.

      —Buenos dias, amor mio, me dijo, creo que habeis pasado una buena noche. ¿Veis vuestros preparativos? es un pudding como aquel que encontrásteis tan bueno, dias pasados. Acabo de pisarlo y amasarlo yo misma. Sé mejor que Marta, lo es de vuestro gusto. Espero que estareis contento como yo y que me recompensareis todo el trabajo, ó mas bien todo el placer que me tomo por serviros.

      Diciendo esto, acercóseme cuanto pudo poniéndome la frente. ¡Cosa rara! era mi mujer, y, sinembargo, no era ella. El mismo rostro, las mismas facciones, salvo la punta de la nariz que habia enrojecido un poco; pero no sé que de límpido y de tranquilo en la mirada, de dulce en la palabra, de afectuoso en la fisonomia, que jamás habia notado en nuestros tiempos matrimoniales del viejo París. Me sentia amado, cuidado, esto hará retozar mi corazon. Por eso, sin inquietarme de la presencia de Marta y de mis veinte años de casado, abrazé tiernamente á Madame Lefebvre, quiero decir, Mistriss Smith. Perdonadme esposos parisienses, ¡yo estaba en América!

      —Marta, dijo mi mujer quitándose un delantal de cocina, y bajando su vestido de seda, que habia suspendido, atándolo por detrás. Marta, ireis á casa de Mr. Green. Su último café no era bueno, era del Brasil, á mi marido no le gusta sino el de Mauricio, escojed un grano pequeño y redondo, que yo misma lo tostaré. He visto en el mercado las primeras fresas, comprad algunas, lo suficiente para poner dentro de una de esas tortas que haceis tan bien y que mi marido y mis hijos comian con tanto placer el año pasado. Decidle á Hoffman el floricultor que en todas partes hay claveles, escepto en nuestro jardin, y que mi marido espera las tres variedades nuevas que me ha prometido. No olvideis tampoco los lirios que he escojido para Susana, y los jeránicos para Enrique. En fin, tomad en la libreria, el último discurso del reverendo doctor Bellows, sobre el estado de la nacion. Es una obra elocuente y patriótica y mi marido nos la leerá esta noche, ¡él que lee tan bien! Esto nos divertirá á los niños y á mí!

      ¡Cuán débiles somos! sentiame atraido y encantado por esta música nueva, en la que á cada compás aparecia mi nombre y el de mis hijos. En París, en Francia, eran otras notas, las que yo oía. Mi mujer tenia todas las virtudes; pero su estremada modestia me hacia la vida un poco insoportable. Hacer lo que todo el mundo, era la divisa de Madame Lefebvre: Dios sabe, lo que me costaba el no diferenciarnos. Para estar hospedados como todo el mundo, habitábamos un departamento, á ciento diez escalones de altura, en un hotel, digno de un príncipe, es cierto, y cuyo portero tenia un sirviente y un limpia suelos. Para estar servidos como todo el mundo teniamos un lacayo, enorme pícaro borrado y embustero, gran bribon con pantalones de pana y chaleco rojo, que me costaba muy caro y me servia en todo al revés, no dejándome vestir, ni comer ni beber á gusto. Para vestirnos como todo el mundo necesitaba mi mujer y mi hija, trajes de un precio loco, crinolinas que ocupasen cada una, una carroza entera, no dejándome lugar sino en el pescante. En fin para figurar donde vá todo el mundo, tenia yo que andar trás las invitaciones, y sonreir á jentes que despreciaba en mi corazon, con el mas soberano desprecio. Era la práctica. El buen tono queria que se adorára á la fortuna y que se arruinára uno por aparecer. Por mi parte, buen cuidado tenia de no separarme de la buena sociedad. Hubiera sido una orijinalidad: vicio de pésimo gusto, que la Francia deja á los Ingleses.

      Desempeñábamos, gracias á mi mujer y á sus sabios consejos, con decencia, asi lo creo al menos, un rol difícil. Las jentes que nos veian en el bosque en todo tiempo, y á la misma hora debian hacernos justicia. Me atrevo á decir que sosteniamos nuestro rango en París, y que llevábamos con honor la vida mas ocupada que pueda imajinarse: hariamos veinte visitas todas las mañanas, y no faltábamos á ninguna reunion. Todo esto era bueno; pero—¿es necesario que lo confiese? en un pais salvaje, mi naturaleza ruda recobraba su poder. Estaba contento porque ya no oia hablar de todo el mundo. Me gustaba que mi mujer no se ocupase mas que de mí, y no viese nada mas allá de su marido, de sus hijos y de su casa. Me sentia rey de mi morada y estaba tan contento con mis súbditos que al subir la escalera, pasé mi braso al rededor de la cintura de Jenny, y abracé á mi mujer por segunda vez; lo que la hizo ruborizarse prodijiosamente:

      —For shame, mister Smith[13], murmuró con un tono que me hizo creer que ella y yo habiamos rejuvenecido veinte años.

       Sin dote.

       Índice

      Mientras que Zambo se cansaba de dormir, y mi mujer y Marta preparaban la mesa y servían el almuerzo, púseme á leer el Paris-Telegraphe, enorme y barato diario que llevaba por lema estas palabras estúpidas: The world is governed too much: el mundo está demasiado gobernado. El tono grosero de esta hoja me desagradó. ¡A Dios gracias!—á nosotros nos dan mejor educacion.—No es á nosotros, á quienes un gobierno protector del buen gusto, dejaria tomar la odiosa costumbre de llamar: un chat, un chat, et Rollet un fripon.

      ¿Quién creeria, por ejemplo, que el Paris-Telegraphe se atreviera á herir con el epíteto de ladron y hasta de asesino á un millonario honrado que, por un error, escusable sin duda, habia suministrado al ejército del Norte unos sesenta mil pares de calzado, cuyas suelas eran de carton y habian resistido mal á la humedad de los vivacs? ¡Y haga uno negocios en un pais, donde se respetan tan poco las grandes especulaciones!

      Todo el diario estaba escrito en ese tono deplorable. Nada escapaba á las invectivas de aquel folletinista insolente, de aquel gacetero miserable. Tal ley era abominable porque trababa la libre accion de los ciudadanos; tal majistrado era un Jeffries ó un Laubardemont, porque hacia caer en un lazo inocente al pícaro que se fiaba en la justicia; tal municipal era un Verrés ó un nécio, porque concedia á accionistas bien entendidos un monopolio ventajoso para todo el mundo, como son siempre todos los monopolios. Tomaos la molestia de gobernar á los hombres, para recibir diariamente semejantes vejaciones.

      Pamfletista desgraciado, me dije yo, si hubieses tenido el honor de vivir en el pueblo mas amable y mas ilustrado de la tierra, sabrias desde que naciste, que criticar la ley, el juez ó el funcionario, es crímen de lesa-majestad social. La infalibilidad de las autoridades, es el primer dogma de un pueblo civilizado. Maldito sea el inventor del diario, y sobre todo, del diario libre y barato! La prensa es como el gas; una luz que os quema la vista, al mismo tiempo que os envenena.

      —¿Porqué no se sirve el almuerzo? pregunté bruscamente á mi mujer, con el objeto de disipar estas ideas desagradables—¿En dónde están los niños? ¿Porqué no bajan?

      —Han salido, amigo mio, y no tardarán en volver. Enrique


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