La sociedad invernadero. Ricardo ForsterЧитать онлайн книгу.
última, exclusivamente) de oportunidades. El desfondamiento de la vida pública y el vaciamiento de la lengua política son apenas el punto de cierre de la brutal hegemonía de lo privado, de sus intereses, de su lógica economicista, sobre lo público y lo común. La libertad, finalmente, como pieza de orfebrería, astutamente diseñada, para garantizar la reproducción y perpetuación del dominio neoliberal que deja al pueblo, como gráficamente lo destacara en su título Wendy Brown, «sin atributos».
IV
Reflexionando sobre el tema de la libertad en el espacio digital y de las redes sociales, cada día más personalizadas y liberadas de toda responsabilidad que agreda y limite el goce personal (quizás el eje de la «novedad» que trae la etapa neoliberal del capitalismo), e Slavoj Žižek va más allá, como tratando de eludir la tentación de quedar fascinado en la contemplación autorreferencial de los circuitos informáticos y comunicacionales, y nos interroga sobre la cuestión de la apropiación «ideológica» de la libertad por el Sistema, una apropiación capaz de redefinir, como nunca antes, la inversión de la idea de «libertad» hasta el punto de convertirla en su opuesto. Pocas cosas más dramáticas y farsescas que el convencimiento del individuo contemporáneo de ser el artífice de su vida, el gerente administrativo de su tiempo y de sus bienes, el constructor «libre» de su destino, tanto de aquello que tiene de reluciente como de aquello otro que conduce a la derrota y el desamparo. Como si por fuera de esta mónada no existiese nada, apenas las proyecciones alucinadas de una conciencia especular que vaga solitaria por el universo del mercado. «Es algo –esta paradójica inversión, escribe el filósofo esloveno– que no se limita al espacio digital. Permea completamente la forma de la subjetividad que caracteriza la sociedad liberal “permisiva”. Puesto que la libre elección se eleva a un valor supremo, el control y la dominación sociales ya no se ven como algo que viola la libertad del sujeto, sino que han de verse (y sustentarse) como la mismísima experiencia del individuo como sujeto libre.» Es aquí, en este núcleo del Sistema que ha logrado penetrar muy profundamente al individuo de la sociedad contemporánea, donde Žižek descubre el significado disolvente de la libertad, porque esta «falta de libertad a menudo aparece so capa de su opuesto: cuando nos vemos privados de asistencia sanitaria universal, se nos dice que es porque se nos está otorgando una nueva libertad de elección (escoger quién nos va a proporcionar esa asistencia); cuando ya no confiamos en el empleo a largo plazo y se nos obliga a buscar un nuevo empleo precario cada par de años o quizá incluso cada par de semanas, se nos dice que ahora gozamos de la oportunidad de reinventarnos y descubrir nuestro potencial creativo inesperado; cuando tenemos que pagar por la educación de nuestros hijos, se nos dice que somos “empresarios del yo”, que actuamos como un capitalista que tiene que escoger libremente cómo invertirá los recursos que posee (o ha pedido prestados) en educación, en salud, en viajes […]. Incapaces de romper este círculo vicioso por nosotros mismos, como individuos aislados, puesto que cuanto más actuamos libremente, más nos esclaviza el sistema, necesitamos despertar de este sueño traumático de falsa libertad zarandeados por la figura del Amo»[13].
La aguda crítica de Žižek a «la dialéctica de la libertad», allí donde la fantasía de lo abierto no logra sustraer al individuo de la sociedad de mercado de las gruesas mallas que ha tejido el capitalismo para sujetarlo y robarle tiempo y vida, se completa con esa otra línea de análisis que hace pie en las primerizas y anticipatorias reflexiones de Walter Benjamin sobre «el capitalismo como religión» que ya he citado largamente pero que siempre permiten darle una vuelta más a la configuración del sujeto sujetado en el interior de la sacralidad del capital. Reflexiones que fueron retomadas, entre otros por Giorgio Agamben, como una pista decisiva a la hora de intentar descifrar la marcha dominadora de un Sistema que ha sabido apropiarse de la conjunción de pasado-presente-futuro arracimando la temporalidad en un «aquí y ahora» absoluto que se ofrece, sin embargo, como apertura de un porvenir siempre cargado de oportunidades, pero que ya nada tiene que ver con el «principio esperanza» de Ernst Bloch ni con la idea de proyecto asociado a una humanidad libre que sueña el mañana desde la perspectiva de una libertad entramada con la igualdad. La apropiación del futuro –promete el neoliberalismo sin ruborizarse– pertenece a los emprendedores, a todos aquellos que se atreven a jugar el juego del mercado, de la innovación y del riesgo a cambio de alcanzar el éxito[14]. Cada cual es el responsable de su triunfo o de su fracaso. Como la mónada leibniziana, el individuo del capitalismo tardío es un mundo cerrado sobre sí mismo que, a partir de sus ventanas, se relaciona con el universo exterior. La libertad se asocia, de forma inmediata, no sólo con la autorreferencialidad sino también con la moral meritocrática. A esos rasgos distintivos que definirán al individuo moderno-burgués, Benjamin agregará el componente religioso del capitalismo que introduce la tenaza deuda-culpa como núcleo de su culto y como fundamento último de su predominio histórico. La eficiencia de esa tenaza constituye uno de los soportes de la continuidad del capitalismo allí donde deja solo al individuo ante su responsabilidad, bloqueando la imprescindible relación que debería establecer entre el derrotero de su vida y el todo social. Una falsa autonomía que nada tiene que ver con la propuesta kantiano-ilustrada que imaginaba un sujeto capaz de hacer un uso crítico de su entendimiento, alcanzando de ese modo la «mayoría de edad». La violencia que supone gerenciar el propio «capital humano», violencia que se disfraza de «acto libre», es la que también evidencia la gravedad, siempre en aumento, de los padecimientos mentales que, como una peste, asolan a la sociedad de mercado y asumen la forma de la depresión y del burnout (especialmente extendido entre el personal jerárquico de las empresas y en los freelance del universo digital). La multiplicación inédita de la soledad es proporcional a la destrucción de los lazos sociales. La dupla deuda-culpa deja al individuo sin el otro con quien compartir sus esperanzas o sus sufrimientos. El capitalismo neoliberal escupe, sin misericordia, al derrotado, a quien no ha sabido afrontar los desafíos del libre emprendimiento. La internalización, en gran parte de la sociedad estadounidense, de la lógica del mérito –relacionada con su genealogía protestante, pero que ha sabido ir mucho más allá– fundamenta el desprecio que cae sobre aquellos que han quedado del otro lado de la línea que separa el éxito del fracaso. «Soy, así lo internalizan, el responsable de mi suerte y no puedo ni debo pedirle a la sociedad que me rescate de aquello que yo mismo he causado: mi derrota.» Tener o no tener dinero es, qué duda cabe, el sustrato último de la «espiritualidad» de una sociedad que ha sido, y sigue siendo, el centro del culto del capitalismo. Un culto que tiene sus víctimas sacrificiales y sus caídos en el largo camino hacia del goce supremo.
Lo paradójico de la «sociedad del riesgo», de esta hipertrofia de la «libertad» y del gerenciamiento del yo, es que ni siquiera los que «triunfan» tienen garantizado el paraíso en el interior de una época que se mueve bajo el vaivén de lo maníaco-depresivo y que literalmente exprime a los individuos hasta dejarlos como pellejos vacíos. Siempre recuerdo cuando, al finalizar una conferencia a mediados de la década de 1990, se me acercó un señor muy bien vestido que dijo ser gerente de un importante banco. Sacudido por mi descripción de la posmodernidad (ese era un término muy usual en aquellos tiempos de neoliberalización extrema, término que hoy ha quedado prácticamente olvidado), me comentó dos cosas que no dejaron de sorprenderme e interesarme: «A nosotros, los ejecutivos, nos comen como si fuéramos una aceituna y después escupen el carozo», y agregó de un modo todavía más sombrío: «nuestros hijos viven a 24 grados de temperatura todo el año, como si estuvieran en un invernadero. El mundo que ven se reduce a una microsociedad del barrio privado o el country club en el que viven sin saber absolutamente nada de lo que pasa fuera de los muros protectores». Una libertad perfectamente cercada y protegida de cualquier supuesta intromisión externa que acaba por configurar individuos formateados para entregar todo a un sistema que les devuelve la ficción de ser ellos los que deciden, de forma autónoma, su camino en la vida. Pero regresemos a ese fetiche inmaculado que es el dinero, sostén último del imaginario autogestivo del individuo mercantilizado.
Profundizando en los rasgos destacados por Walter Benjamin que hacen del capitalismo una religión, Giorgio Agamben despliega los argumentos que le permiten desentrañar las consecuencias de lo teológico en el interior de la economía-mundo y del proceso a través del cual el dinero, fetiche absoluto