La sociedad invernadero. Ricardo ForsterЧитать онлайн книгу.
público sin que la ciudadanía considere que allí hay corrupción y debilitamiento ostensible de los bienes públicos, lo que se vacía y se corrompe son la propia democracia y las instituciones republicanas. El exhaustivo análisis al que Wendy Brown somete la opinión sostenida (en representación de la mayoría) por el juez de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, Anthony Kennedy, constituye un punto clave para desentrañar uno de los núcleos del universo discursivo e ideológico neoliberal. El caso al que hace referencia es Citizens United vs. Federal Election Commission, 558 U.S., 2010, en el que la Corte Suprema dio vía libre a las corporaciones para intervenir en el financiamiento electoral equiparándolas a una persona física a través de la idea de persona de discurso y apoyándose en la Primera Enmienda de la Constitución, que defiende el derecho a la libertad de expresión. Lo que propone el juez Kennedy es, señala Brown, la eliminación de la distinción entre «personas ficticias (corporativas) y naturales (humanas) en la asignación de derechos de libertad de expresión, subvierte los esfuerzos legislativos y populares para limitar la influencia corporativa en la política y anula los fallos previos de la Corte Suprema destinados a restringir modestamente el poder del dinero en la política» (pp. 208-209). La opinión emitida por el juez Kennedy, en representación de la mayoría de la Corte, habilita, de un modo brutal, que el dinero corporativo «inunde las elecciones de Estados Unidos», y lo hace apropiándose de derechos básicos que se correspondían con personas físicas para trasladarlos al mundo de las corporaciones, que, según esa opinión del juez Kennedy, si no pudieran participar libremente del financiamiento de la política, verían coartado su derecho a emitir un discurso que sería efectivamente censurado por una decisión gubernamental.
¿Se puede definir como cínico este argumento que busca favorecer escandalosamente al más fuerte? Lo que Brown concluye, entre otras apreciaciones, es que el juez Kennedy cierra el círculo, de manera consecuente, a la matriz ideológica que fundamenta la importación, hacia la esfera de lo público y político, de la lógica y las acciones del mercado. Es el triunfo pleno de la esfera privada, que, ahora, devora aquello que debería haber quedado fuera de las relaciones comerciales. Es, finalmente, la plena «economización de los campos políticos, sus actividades, sujetos, derechos y propósitos» (p. 208). Sigamos la lógica de esta opinión. La Corte Suprema, su mayoría a través del juez Kennedy, relee, invirtiendo su sentido original, aquello que se planteaba en la Constitución y lo hace, eso no cabe duda, para redefinir el papel de las corporaciones en el interior de la esfera pública y como núcleo de la propia democracia. Para eso toma la Primera Enmienda, pieza clave de la Constitución liberal, y dice que ella no debe limitarse a personas naturales, como ya se señaló, sino que, a la hora de introducir el punto de mira y de interés de las corporaciones, se debe interrogar por la igualdad de oportunidades y la consecuente eliminación de toda posibilidad de censura respecto de un discurso que, si no se revieran las consecuencias de la Primera Enmienda en relación a este derecho, quedaría fuera de juego, privando a la ciudadanía de un punto de vista importante. «Todos los hablantes –argumenta el juez Kennedy– utilizan el dinero que acumularon en el mercado económico para financiar su discurso, y la Primera Enmienda protege el discurso resultante.» Estamos, destaca Brown, ante la reconstrucción de la esfera política como un mercado y «reconstruye al homo politicus como homo economicus». La consecuencia de esto es clara y siniestra: «[…] en la esfera política, las y cualquier otra asociación operan para mejorar su posicionamiento competitivo y su valor de capital» (p. 210). Nos encontramos, siguiendo las reflexiones de la pensadora estadounidense, ante «la representación del discurso como algo análogo al capital en el “mercado político” […]. En otras palabras, en el momento en el que el juez Kennedy considera que la riqueza desproporcionada es irrelevante para el ejercicio de los derechos igualitarios en el mercado, el discurso adquiere el estatus de capital y es valorado especialmente por sus fuentes irrestrictas y su libre flujo» (p. 214), es decir, se ha convertido en una mercancía que circula, en igualdad de condiciones, en el interior del mercado, en este caso, del mercado político democrático, que no tiene inconvenientes en aceptar, sin sonrojarse, que una corporación multinacional tiene los mismos derechos que un simple ciudadano. La democracia muta en su contrario y el discurso político se convierte en un mero valor mercantil.
La avidez devoradora del mercado sólo puede ser detenida con la fuerza normativa del Estado; librados a merced de la lógica mercantil, los seres humanos, y su capacidad de decisión política, quedan reducidos a una variable más en el ilimitado deseo de rentabilidad del capital. Claro que esta tendencia inherente a la economía de mercado no opera sólo y exclusivamente sobre la esfera del intercambio, sino que penetra en lo profundo del sentido común, diseñando un imaginario extendido a partir del cual los individuos transfieren al mercado la decisión final sobre sus vidas y sus derechos. Ésta es la debilidad y la fortaleza de la lengua política: debilidad allí donde es reducida a «administración burocrática» o a fuerza de policía que sostiene los intereses del capital y de su reproducción; fortaleza allí donde su irrupción en la esfera pública supone, si sigue la lógica de su lenguaje, una intervención directa sobre la monótona recurrencia del dinero a expandir su multiplicación por fuera de las necesidades sociales. Lo político es portador del conflicto de intereses, pone en evidencia lo irresuelto en el interior del capitalismo y desnuda los peligros de su deseo de infinitud. Cierta izquierda radical (entre los que se cuentan los cultores de la teoría crítica del valor encabezados por Robert Kurz) no comprenden esta dimensión rupturista de lo político allí donde logra desprenderse, como diría Jacques Rancière, de su función de policía y se constituye como potencia litigante que evidencia la disputa por la igualdad[12]. El peligro que subyace a ciertos análisis radicales es que quedan pegados a un economicismo lineal o a un voluntarismo sin politicidad. Para ellos, el sujeto carece de la mínima posibilidad de autonomía al ser radicalmente configurado por la lógica del trabajo abstracto y de la valorización del valor que acaba por constituir aquello que Marx denominó el «sujeto automático». Sólo la inevitable catástrofe autodestructiva que atraviesa al capitalismo es portadora de algún tipo de esperanza, eso si es que no viene acompañada de una regresión barbárica o de la liza y llana destrucción generalizada. Entre Rancière y Groys, siguiendo sus reflexiones sobre lo político, es posible encontrar una cierta, aunque carente de garantías, potencia descentrante capaz de ofrecer un más allá del capitalismo. Libertad, en todo caso, para postular un resto del sujeto no contaminado por la fabricación neoliberal de subjetividad.
«La economización de lo político –continúa Brown– no ocurre a través de la simple aplicación de principios de mercado en campos que no pertenecían a él, sino mediante la conversión de los procesos, los sujetos, las categorías y los principios políticos en económicos» (p. 214). De este modo, el círculo se cierra y el universo de la democracia queda, también, sometido al imperio del mercado y de la economización de todas las esferas de la vida. El juez Kennedy llevó, de modo implacable e impecable, el argumento de la libertad de expresión defendido en la Primera Enmienda de la Constitución hasta su máximo alcance para garantizar, de ese modo, una construcción ficticia de igualdad (y, por tanto, de libertad) entre el poder brutal de las corporaciones y la presencia endeble e ineficaz del ciudadano individual. Garantizar el flujo de dinero en proporciones descomunales desde las corporaciones a la financiación de la política y de los políticos constituye, como no podía ser de otro modo, el triunfo de la abstracción dineraria, materializada ahora en sostenimiento de candidaturas y proyectos de gobernanza (favorables para los objetivos corporativos), sobre los intereses de la ciudadanía (que será bombardeada por la publicidad «política» financiada por esas mismas corporaciones, convertidas, por obra y gracia de la Corte Suprema, en sujetos de discurso portadores de los mismos e inalienables derechos fijados por la Primera Enmienda a los sujetos naturales –carentes de unidad, fragmentados y devorados por el aparato mediático dominado por la estrategia neoliberal–). Lo virtual, lo abstracto, lo inmaterial, el mercado absorben lo físico, lo material, lo concreto, lo individual, lo común, y lo dejan expuesto a lo que efectivamente es: masa sacrificable según los intereses y las necesidades del Estado, que, en el neoliberalismo, expresa y representa a los grandes grupos económicos. El cierre del círculo «virtuoso» asfixia, quizá de modo insalvable, a la propia democracia y clausura, por inactual, la relación indispensable entre libertad e igualdad, al resolver, a favor de las corporaciones,