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En la tormenta. Флинн БерриЧитать онлайн книгу.

En la tormenta - Флинн Берри


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de mi hombro, como si alguien se hubiera apoyado en ella mientras subía. Donde termina el rastro, hay huellas de manos de color rojo en el escalón siguiente, y en el siguiente, y luego en el rellano.

      En el pasillo del primer piso las manchas se vuelven caóticas. No veo huellas de manos. Parece como si alguien se hubiera arrastrado, o hubiera sido arrastrado. Me quedo mirando las manchas y, entonces, después de un rato, bajo la vista al pasillo.

      Oigo mis propios sollozos mientras me arrastro hacia ella. La parte delantera de su camisa está negra y húmeda, y la levanto suavemente apoyándola en mi regazo. Le coloco la mano en el cuello y trato de encontrarle el pulso; luego acerco la oreja a su rostro para oír su respiración. Le rozo la nariz con la mejilla y un escalofrío me baja por la nuca. Le hago el boca a boca, pero entonces, me detengo. Puede que le haga incluso más daño.

      Apoyo la frente contra la suya y el pasillo se oscurece. Mi aliento deambula por su piel y su pelo. El pasillo se cierra a nuestro alrededor.

      Mi teléfono nunca tiene cobertura en su casa. Tengo que salir para llamar a una ambulancia. No puedo dejarla, pero bajo torpemente por las escaleras y salgo de la vivienda.

      Nada más colgar, ya no recuerdo lo que he dicho. No se ve a nadie en ninguna dirección, solo las casas de los vecinos y la montaña tras ellas, y en medio del silencio me parece oír el mar. El cielo se enturbia y alzo la vista. Me llevo las manos a la cabeza. Los oídos me pitan como si alguien gritara muy fuerte.

      Espero a que Rachel aparezca por la puerta, con cara de confusión y agotamiento, mirándome fijamente a los ojos. Me paro a escuchar, esperando oír sus pasos suaves, cuando oigo las sirenas.

      Tiene que bajar antes de que llegue la ambulancia. Todo habrá acabado cuando alguien más la vea. Le ruego que baje. La sirena se escucha cada vez más fuerte y mis orejas se alzan y se alejan de la mandíbula, como si estuviese sonriendo. Fijo la vista en la puerta y la espero.

      Y, entonces, la ambulancia se hace visible, acelerando por la carretera entre las granjas. Llega a la entrada, la gravilla sale disparada de debajo de las ruedas y, cuando las puertas se abren y los técnicos de emergencias corren hacia mí, no puedo hablar. Una mujer entra en la casa y, luego, un hombre me pregunta si estoy herida. Miro hacia abajo y veo que tengo la camiseta manchada de sangre. Como no contesto, empieza a examinarme.

      Me aparto de él y corro escaleras arriba tras la mujer. El rostro de Rachel mira hacia el techo. Su pelo oscuro se encharca en el suelo y tiene los brazos a los costados. Le veo los pies, embutidos en unos gruesos calcetines de lana. Quiero rodear a la mujer y apretarlos entre mis manos.

      La técnica de emergencias coloca el dedo en el cuello de Rachel y, luego, toca el mismo punto de su propio cuello, bajo la mandíbula. No la oigo, porque estoy haciendo ruidos. Me ayuda a bajar las escaleras. Abre las puertas de la ambulancia, me sienta en la plataforma y me pone una manta térmica sobre los hombros. Mi camiseta húmeda se enfría y la tela se me pega al estómago. Me castañetean los dientes. La mujer enciende un calefactor y el calor invade la ambulancia y me calienta la espalda, hasta que el vapor se pierde por culpa del aire frío.

      Pronto, llegan coches patrulla, y los policías enfundados en uniformes negros se agrupan en la carretera y suben por el jardín. Los miro; mi mirada salta del rostro de uno al del siguiente a la velocidad de un rayo. Del cinturón de alguien se escapan unos crujidos estáticos. Espero a que uno sonría y confiese que todo es una broma. Un agente clava un poste en la tierra y coloca una cinta delante de la puerta, que se queda rebotando en el aire.

      Empiezo a ver borroso y, de repente, todo desaparece por completo. Estoy muy cansada. Trato de observar a la policía para contarle luego a Rachel lo ocurrido.

      El cielo se vuelve espuma, como si la cresta de una gran ola invisible se nos echara encima. «¿Quién te ha hecho esto?», me pregunto; pero eso no es lo importante, lo importante es que vuelvas. En la casa del otro lado de la carretera, el granero donde normalmente aparcan está vacío. Un profesor de Oxford vive allí. «El granjero caballero», lo llama Rachel. Tras la casa del profesor, la cresta de la montaña es prácticamente un acantilado vertical, con caminos empinados tallados en la piedra. Miro la cresta hasta que parece que se desprende y comienza a acercarse.

      Nadie entra en la casa. Todos esperan a alguien. El agente que ha colocado la cinta en la puerta está de pie, delante, custodiando la entrada. En el prado junto a la casa del profesor, una mujer monta a caballo. Su casita de campo se encuentra detrás del prado, al pie de la cresta. El caballo y la jinete galopan trazando un gran círculo bajo un cielo cada vez más oscuro.

      La mujer se inclina hacia delante por el viento y me pregunto si ve algo: la casa, la ambulancia, los policías de uniforme de pie en el jardín.

      Una puerta se cierra de golpe en el acceso a la casa y un hombre y una mujer caminan por la gravilla. Todo el mundo observa a la pareja mientras avanzan por la colina. Ambos llevan abrigos de color tostado y las manos en los bolsillos. Los bajos de las prendas ondulan a su paso. Tienen la mirada fija en la casa; entonces, la mujer mira en mi dirección y nuestros ojos se encuentran. El gélido viento me abofetea. La mujer levanta la cinta y entra en la casa. Cierro los ojos. Oigo pasos que se aproximan por la gravilla. El hombre se pone en cuclillas a mi lado. Espera.

      Unos colores se mueven tras mis párpados. Pronto volverá el negro y, entonces, oiré el suspiro de los olmos por encima de mí. Si bajo las escaleras, veré nuestros platos en el fregadero y sobre los fogones. Los restos de polenta que se han secado en el fondo de la olla. Las cáscaras de castaña que hay sobre la encimera, abandonadas donde las hemos pelado mientras nos quemábamos los dedos.

      Si voy a su habitación, veré las sombras de los olmos plantados al sur parpadeando sobre los tablones. El perro estará dormido, despatarrado bajo la cama, lo bastante cerca como para que Rachel deje caer el brazo por el borde de la cama y lo acaricie. Y veré a Rachel, dormida.

      Abro los ojos.

      Capítulo 2

      El hombre en cuclillas junto a mí me saluda. Se sostiene la corbata contra el estómago. Tras él, el viento alisa la hierba en la colina.

      —Hola, Nora —dice. Me pregunto si nos conocemos. No recuerdo haberle dicho mi nombre a nadie. Debía de conocer a Rachel. Tiene la cara grande y cuadrada y los ojos caídos; intento situarlo en algún evento del pueblo, la noche de la fogata o la recaudación de fondos de los bomberos—. Inspector Moretti. Soy de la comisaría de Abingdon.

      Qué shock. Nunca conoció a Rachel, en su pueblo no hay inspectores de homicidios. Para poner una queja seria lo más probable es que tengas que ir a Oxford o a Abingdon. Recorremos el camino de la entrada y dos mujeres con trajes de forense pasan junto a nosotros y entran en la casa.

      Mientras nos alejamos en el coche, no puedo respirar. Miro por la ventanilla la hilera de plátanos que pasan como un destello. Habría pensado que sería como un sueño, pero no es así. El hombre que conduce a mi lado es real, el paisaje que se ve por la ventana es real, y la humedad que me pega la camiseta al estómago, y los pensamientos enmarañados en mi cabeza.

      Quiero que el shock me dé un poco más de tiempo, pero la aflicción ya está aquí, cayó como una guillotina cuando la mujer puso el dedo en el cuello de Rachel. No paro de pensar en que nunca volveré a ver a mi hermana, en que estaba a punto de verla. Mientras pasamos por Marlow, me doy cuenta de que estoy hablando conmigo misma en mi cabeza. No hay nadie más ahí. Normalmente, cuando tengo la insólita sensación de observarme a mí misma pensar, moldeo mis pensamientos en forma de cosas que decirle a Rachel.

      Me hundo en el asiento. Los coches nos adelantan en la autopista. Me pregunto si el inspector siempre conduce tan despacio o solo cuando hay alguien más en el coche. Me doy cuenta de que no he estado mirando las señales de la carretera para comprobar a dónde me está llevando. Una parte de mí desea que me lleve a un campo húmedo y oscuro, lejos de las luces del pueblo. Sería simétrico. Una hermana asesinada y luego la otra, en un espacio de unas pocas horas.

      Lo hizo. Luego rodeó la casa y volvió a la entrada, y me convenció


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