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En la tormenta. Флинн БерриЧитать онлайн книгу.

En la tormenta - Флинн Берри


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apoyo la cabeza en el asiento y contemplo como los campos invernales se suceden. Mi vagón está vacío, excepto por algunos viajeros que han salido pronto del trabajo por el fin de semana. El cielo está gris, adornado en el horizonte por una cinta púrpura. Hace más frío aquí, fuera del pueblo. Lo veo en las caras de la gente que espera en los andenes de las estaciones. Una fina corriente de aire silba a través de una grieta en la base del cristal de la ventana. El tren es una cápsula iluminada que viaja a través del paisaje de carbón.

      Dos niños encapuchados corren junto a mi vagón. Antes de llegar a alcanzarlos, saltan un muro de poca altura y desaparecen por el terraplén. El tren se sumerge en un estrecho seto. En verano, hace que la luz en el vagón se vuelva verde y titilante, como si estuviera bajo el agua. Ahora el seto está tan desnudo que la luz no cambia en absoluto. Vislumbro pajaritos en los huecos de las ramas, enmarcados por las enredaderas.

      Hace unas semanas Rachel mencionó que estaba pensando en criar cabras. Dijo que el espino blanco que hay en el fondo de su jardín es perfecto para que trepen. Ya tiene un perro, un enorme pastor alemán.

      «¿Cómo crees que se va a sentir Fenno con respecto a las cabras?», pregunté.

      «Loco de felicidad, probablemente», contestó.

      Me pregunto si todas las cabras trepan por los árboles o solo algunos tipos. No la creí hasta que me mostró fotos de una cabra de pie en el borde de una rama de cedro y otras cuantas en una morera blanca, aunque ninguna de las fotos mostraba cómo habían conseguido trepar. «Usan las pezuñas, Nora», dijo Rachel, lo cual no tiene ningún sentido.

      Una mujer viene por el pasillo con un carrito y le compro un Twix para mí y un Aero para Rachel. Nuestro padre nos decía que éramos unas niñitas caprichosas. «Cuánta razón», decía Rachel.

      Observo la larga extensión de campo. Esta noche le contaré lo de mi residencia artística, que comenzará en dos meses, a mediados de enero. Serán doce semanas en Francia, con alojamiento y una pequeña beca. Me presenté con una obra que escribí en la universidad llamada El novio ladrón. Es vergonzoso que no haya hecho nada mejor desde entonces, pero ya no importa, porque en Francia escribiré algo nuevo. Rachel se alegrará por mí. Nos servirá una copa para celebrarlo. Más tarde, en la cena, me contará alguna cosa que haya pasado en su trabajo durante la semana y yo no le diré nada sobre la mujer desaparecida en Yorkshire.

      La bocina del tren, un aullido largo y grave, suena cuando atraviesa las montañas calizas. Intento recordar lo que Rachel dijo que cocinaría esta noche. La veo deambular por la cocina, moviendo el enorme bol de castañas hasta el borde de la encimera. Coq au vin y polenta, creo.

      Le gusta cocinar, en parte por su trabajo. Dice que sus pacientes le hablan todo el tiempo de comida, ahora que no pueden comer lo que quieren. A menudo le preguntan qué cocina y a ella le gusta darles una buena respuesta.

      Unos techos de arcilla con chimeneas se elevan sobre un alto muro de ladrillos, que crece junto a mí y luego se enrosca alrededor de la aldea. Más allá del muro, hay un campo de arbustos secos y setos con algunos caminos que lo atraviesan. En la linde, un hombre con sombrero verde quema rastrojos. Las hojas chamuscadas suben con las corrientes de aire y dan vueltas en el cielo blanco, flotando sobre el campo.

      Saco de mi bolso la carpeta de propiedades para alquilar en Cornualles. En verano, Rachel y yo alquilamos una casa en Polperro. Las dos tenemos unos días libres en Navidad y hemos planeado reservar una este fin de semana.

      Polperro se encuentra sobre los pliegues de un barranco costero. Hay casas encaladas con techos de pizarra acurrucadas en los riachuelos verdes. Entre los dos acantilados, hay un puerto y, pasando un rompeolas, un puerto interior, lo bastante grande como para una docena de veleros pequeños, con casas y bares construidos en el muelle, a la orilla del agua. Cuando la marea está baja, los barcos del puerto interior descansan con los cascos sobre el lodo. En el extremo oeste del barranco hay dos casas cuadradas de comerciantes: una de ladrillos marrones, como de tweed, y la otra blanca. Sobre ellas, unos pinos recortan el cielo. Pasando las casas de los comerciantes, en la punta, hay una pequeña casa de pescadores construida en las rocas. Es de granito irregular, así que, en los días de niebla, se confunde con las rocas de alrededor. La casa que alquilamos estaba en un cabo, a diez minutos caminando de Polperro, siguiendo la costa, y tenía una escalera privada con setenta y un escalones construidos en el acantilado que llevaban a la playa.

      Amaba Cornualles con una pasión loca y celosa. Tenía veintinueve años y acababa de descubrirlo, pero me pertenecía. La lista de cosas que amaba de Cornualles era larga, pero no estaba terminada.

      Incluía nuestra casa, por supuesto, y el pueblo, la península de Lizard y la leyenda del rey Arturo, cuya cuna estaba unos kilómetros más arriba por la costa en Tintagel. El pueblo de Mousehole, pronunciado «maussol». Daphne du Maurier y su «Anoche soñé que volvía a Manderley»… Claro que lo soñaste. Cualquiera que abandonara ese lugar lo haría. Los miradores en los techos de las casas. Las fotografías en los pubs de naufragios y de los vecinos del pueblo vestidos con largas faldas marrones y chaquetas, empequeñecidos junto a los cascos rotos.

      Cada día tenía que reescribir la lista. Añadí los pinos y las empanadillas del Crumplehorn Inn y la cerveza córnica. Nadar, tanto en el mar abierto como en las cuevas tranquilas en las que se filtra el agua. Todo el rato, realmente, incluso mientras dormíamos.

      «Todo es mejor aquí», dije.

      «Bueno…», contestó Rachel.

      «¿Qué es lo que más te gusta de Cornualles?», pregunté. Ella gruñó. «Si no, puedo decirte qué es lo que más me gusta a mí».

      «Bueno… para empezar, el mar», contestó ella.

      En todo caso, le gustaba más que a mí, y está incluso más emocionada que yo por volver. No ha sido ella misma últimamente. Se la ve muy tensa por el trabajo y siempre está cansada.

      En la siguiente estación, el conductor avisa a los pasajeros de posibles retrasos mañana por culpa de la tormenta. «Excelente», pienso, «así que va a nevar».

      Pasamos por otro pueblo, donde ahora los coches tienen las luces delanteras encendidas. Parecen canicas de un amarillo pálido bajo la tenue luz del atardecer. Entonces, el tren gira alrededor de una alameda y se endereza al entrar en Marlow.

      Rachel no está en la estación. No es algo extraño. A menudo acaba tarde su turno en el hospital. Salgo del andén bajo una luz tan apagada que los techos del pueblo parecen estar ya cubiertos de nieve. Me alejo del pueblo en dirección a su casa, y pronto estoy en el tramo abierto de la carretera, una estrecha cinta asfaltada entre granjas.

      Me pregunto si va caminando a mi encuentro con Fenno. La botella de vino tinto me da golpes en la espalda. Me imagino la cocina de Rachel. El bol de castañas y la polenta burbujeando sobre el fogón. Un coche se acerca y me aparto hacia el arcén. Disminuye la velocidad cuando se aproxima y la mujer que conduce me saluda con la cabeza antes de acelerar de nuevo.

      Apresuro el paso. Siento como la respiración me calienta el pecho y tengo los dedos fríos, enroscados, en los bolsillos. Sobre mi cabeza, unas oscuras nubes se congregan y, en el silencio, el aire me provoca un zumbido en los oídos.

      Y entonces veo la casa. Subo la colina y la gravilla cruje bajo mis pies. Su coche está aparcado en la entrada; probablemente acabe de llegar. Abro la puerta.

      Me tropiezo hacia atrás antes de saber qué problema hay en la casa, como si algo hubiera venido volando hacia mí.

      Lo primero que veo es al perro. Está ahorcado, colgado de su correa desde lo alto de las escaleras. La cuerda cruje mientras el perro gira lentamente. Sé que es algo horrible, pero también es impresionante. «¿Cómo has hecho eso?», me pregunto.

      La correa está enrollada en un balaustre de la barandilla. Debe de haberse enredado y caído, ahorcándose. Pero hay sangre en el suelo y en las paredes.

      Estoy hiperventilando, aunque todo a mi alrededor está tranquilo y en silencio. Tengo que hacer algo urgentemente, pero no sé qué. No llamo a Rachel.


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