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Obras Completas de Platón - Plato


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—No, es contigo.

      SÓCRATES. —¿Y yo contigo?

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Es Sócrates el que habla?

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Es Alcibíades el que escucha?

      ALCIBÍADES. —Así es.

      SÓCRATES. —Y para hablar Sócrates, ¿no se vale de la palabra?

      ALCIBÍADES. —¿Qué quieres decir con eso?

      SÓCRATES. —Servirse de la palabra y hablar, ¿no son la misma cosa?

      ALCIBÍADES. —Sin dificultad.

      SÓCRATES. —El que se sirve de una cosa y la cosa de que se sirve, ¿no son diferentes?

      ALCIBÍADES. —No te entiendo.

      SÓCRATES. —Un zapatero, por ejemplo, ¿se sirve del trinchete, de las hormas y otros instrumentos?

      ALCIBÍADES. —Sin duda.

      SÓCRATES. —¿Y el que corta con su trinchete es diferente del trinchete con que corta?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Por consiguiente, el hombre que toca la lira no es la misma cosa que la lira con que toca?

      ALCIBÍADES. —Es seguro.

      SÓCRATES. —Esto es lo que te preguntaba antes: si el que se sirve de una cosa te parece diferente siempre de la cosa de que él se sirve.

      ALCIBÍADES. —Sí, muy diferente.

      SÓCRATES. —Pero el zapatero no corta solo con sus instrumentos, corta también con sus manos.

      ALCIBÍADES. —También con sus manos.

      SÓCRATES. —¿Se sirve de sus manos?

      ALCIBÍADES. —Sin duda.

      SÓCRATES. —¿Se sirve igualmente de sus ojos al cortar?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Estamos de acuerdo en que el que se sirve de una cosa es siempre diferente de la cosa de que se sirve?

      ALCIBÍADES. —Estamos de acuerdo.

      SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿el zapatero y el tocador de lira son otra cosa que las manos y los ojos de que ambos se sirven?

      ALCIBÍADES. —Es claro.

      SÓCRATES. —El hombre se sirve de su cuerpo.

      ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?

      SÓCRATES. —¿Y lo que se sirve de una cosa es diferente que la cosa de que se sirve?

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —El hombre, por consiguiente, es otra cosa que su cuerpo.

      ALCIBÍADES. —Lo creo.

      SÓCRATES. —¿Qué es el hombre?

      ALCIBÍADES. —Yo no puedo decirlo, Sócrates.

      SÓCRATES. —Por lo menos podrías decirme, que el hombre es una cosa que sirve del cuerpo.

      ALCIBÍADES. —Eso es cierto.

      SÓCRATES. —¿Hay alguna cosa que se sirva del cuerpo más que el alma?

      ALCIBÍADES. —No, no hay más que el alma.

      SÓCRATES. —¿Es ella la que manda?

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Y yo creo que no hay nadie que no se vea forzado a reconocer…

      ALCIBÍADES. —¿Qué?

      SÓCRATES. —Que el hombre es una de estas tres cosas.

      ALCIBÍADES. —¿Qué cosas?

      SÓCRATES. —Y el alma o el cuerpo, o el compuesto de uno y otro.

      ALCIBÍADES. —Conforme.

      SÓCRATES. —¿Pero estamos conformes en que el alma manda al cuerpo?

      ALCIBÍADES. —Lo estamos.

      SÓCRATES. —¿El cuerpo se manda a sí mismo?

      ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —Porque hemos dicho que el cuerpo es el que obedece.

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —Luego no es lo que buscamos.

      ALCIBÍADES. —Así parece.

      SÓCRATES. —¿Es el compuesto el que manda al cuerpo, y este compuesto es el hombre?

      ALCIBÍADES. —Podrá suceder.

      SÓCRATES. —Nada menos que eso, porque en no mandando uno de los dos, es imposible que los dos juntos manden.

      ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.

      SÓCRATES. —Puesto que ni el cuerpo ni el compuesto de alma y cuerpo son el hombre, es preciso de toda necesidad, o que el hombre no sea absolutamente nada, o que el alma sola sea el hombre.

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Hay necesidad de demostrar aún más claramente que el alma sola es el hombre?

      ALCIBÍADES. —No, ¡por Zeus!, está bastante probado.

      SÓCRATES. —Aún no hemos profundizado esta verdad con toda la exactitud que ella exige, pero es suficiente la prueba hecha, y esto basta. La profundizaríamos más, cuando hubiésemos encontrado lo que acabamos de abandonar, porque era de difícil indagación.

      ALCIBÍADES. —¿Qué es?

      SÓCRATES. —Lo que dijimos antes, que era preciso, en primer lugar, conocer la esencia de las cosas generalmente hablando, y en lugar de esta esencia absoluta nos hemos detenido a examinar la esencia de una cosa particular, y quizá esto baste, porque no podremos encontrar en nosotros nada que sea más que nuestra alma.

      ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.

      SÓCRATES. —Por consiguiente, es un principio sentado que cuando conversamos tú y yo, es mi alma la que conversa con la tuya.

      ALCIBÍADES. —Entendido.

      SÓCRATES. —Esto es lo que decíamos hace un momento: que Sócrates habla a Alcibíades dirigiéndole la palabra, no a su cuerpo como parece, sino a Alcibíades mismo; es decir, a su alma.

      ALCIBÍADES. —Eso es evidente.

      SÓCRATES. —¿El que manda que nos conozcamos a nosotros mismos manda, por consiguiente, que conozcamos nuestra alma?

      ALCIBÍADES. —Yo lo creo así.

      SÓCRATES. —Luego ¿el que conoce solo su cuerpo, conoce lo que está en él, pero no conoce lo que él es?

      ALCIBÍADES. —Sí.

      SÓCRATES. —Así, ¿un médico no se conoce a sí mismo, en tanto que médico, ni un maestro de palestra, en tanto que maestro de palestra?

      ALCIBÍADES. —No, a mi parecer.

      SÓCRATES. —Aún menos los labradores y todos los demás artesanos que lejos de conocerse a sí mismos, ni conocen lo que particularmente les toca, y además su arte los liga a cosas más lejanas aún de ellos que lo que está en ellos. En efecto, el objeto de sus cuidados no es tanto su cuerpo como las cosas que tienen relación con el cuerpo.

      ALCIBÍADES. —Todo eso es también muy verdadero.

      SÓCRATES. —Por lo tanto, si es sabiduría conocerse a sí mismo, ninguno de estos artistas es sabio por su arte.

      ALCIBÍADES.


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