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Obras Completas de Platón - Plato


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—Volviendo, pues, a nuestro principio, todo hombre que tiene cuidado de su cuerpo, tiene cuidado de lo que le pertenece, pero no de sí mismo.

      ALCIBÍADES. —Estoy de acuerdo.

      SÓCRATES. —Todo hombre que ama las riquezas no se ama a sí mismo, ni lo que está en él; sino que ama una cosa aún más lejana de él y de lo que está en él.

      ALCIBÍADES. —Así me lo parece.

      SÓCRATES. —El que solo se ocupa en amontonar riquezas, ¿maneja mal sus negocios?

      ALCIBÍADES. —Es muy cierto.

      SÓCRATES. —Si alguno se ha enamorado del cuerpo de Alcibíades, no es Alcibíades el objeto de su cariño, sino una de las cosas que pertenecen a Alcibíades.

      ALCIBÍADES. —Estoy convencido de ello.

      SÓCRATES. —El que ha de amar a Alcibíades ha de amar su alma.

      ALCIBÍADES. —Consecuencia necesaria.

      SÓCRATES. —He aquí por qué el que solo ama tu cuerpo se retira desde que esta flor de belleza comienza a marchitarse.

      ALCIBÍADES. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Pero el que ama tu alma, no se retira jamás, en tanto que puede ella aspirar a mayor perfección.

      ALCIBÍADES. —Así parece.

      SÓCRATES. —Aquí tienes la razón de por qué he sido yo el único que no te ha abandonado y que permanece constante, después que aparece marchita la flor de tu belleza y que todos tus amantes se han retirado.

      ALCIBÍADES. —Gran placer me das, y te suplico que no me abandones.

      SÓCRATES. —Trabaja sin descanso con todas tus fuerzas para hacerte mejor.

      ALCIBÍADES. —Trabajaré.

      SÓCRATES. —Al ver lo que sucede, es fácil juzgar que Alcibíades, hijo de Clinias, jamás ha tenido, y aun ahora mismo no tiene, más que un único y verdadero amante; y este amante fiel, digno de ser amado, es Sócrates, hijo de Sofronisco y Fenarete.

      ALCIBÍADES. —Nada más verdadero.

      SÓCRATES. —¿No me dijiste, cuando me avisté contigo y antes de que yo te hiciera prevención alguna, que tenías intención de hablarme para saber por qué era el único que no me había retirado?

      ALCIBÍADES. —Así te lo dije, y es muy cierto.

      SÓCRATES. —Ahora ya sabes la razón, y es que yo te he amado a ti mismo, mientras que los demás solo han amado lo que está en ti.

      La belleza de lo que está en ti comienza a disiparse cuando tu belleza propia comienza a florecer; y si no te dejas malear y corromper por el pueblo, yo no te abandonaré en toda mi vida. Pero temo que infatuado con el favor del pueblo te pierdas, como ha sucedido[11] a un gran número de nuestros mejores ciudadanos; porque el pueblo de la magnánima Erectea[12] tiene una preciosa máscara; pero es preciso verle con la cara descubierta. Créeme, pues, Alcibíades, y toma las precauciones que te digo.

      ALCIBÍADES. —¿Qué precauciones?

      SÓCRATES. —La de ejercitarte y aprender bien lo que es preciso saber antes de mezclarte en los negocios de la república, a fin de que, robustecido con un buen preservativo, puedas sin temor exponerte a los peligros.

      ALCIBÍADES. —Todo eso está muy bien dicho, Sócrates; pero trata de explicarme cómo podemos tener cuidado de nosotros mismos.

      SÓCRATES. —Ése es negocio ya ventilado; porque ante todas cosas hemos sentado lo que es el hombre, y con razón, porque temeríamos, no siendo este punto bien conocido, dirigir nuestro cuidado a otras cosas que no fueran nosotros mismos, sin apercibirnos de ello.

      ALCIBÍADES. —Así es.

      SÓCRATES. —Estamos convenidos, además, en que es el alma la que es preciso cuidar, debiendo ser este el único fin que nos propongamos.

      ALCIBÍADES. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Que es preciso dejar a los demás el cuidado del cuerpo y de lo que pertenece al cuerpo, como las riquezas.

      ALCIBÍADES. —¿Puede negarse eso?

      SÓCRATES. —¿Cómo podríamos sentar esta verdad de una manera más clara y evidente? Porque si consiguiéramos verla con toda claridad, es indudable que nos conoceríamos perfectamente a nosotros mismos. Tratemos, pues, en nombre de los dioses, de entender bien el precepto de Delfos, de que ya hemos hablado; pero ¿comprendemos, por ventura, ya toda su fuerza?

      ALCIBÍADES. —¿Qué fuerza? ¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?

      SÓCRATES. —Voy a comunicarte lo que a mi juicio quiere decir esta inscripción y el precepto que ella encierra. No es posible hacértelo comprender por otra comparación que por esta que se toma de la vista.

      ALCIBÍADES. —¿Cómo?

      SÓCRATES. —Fíjate bien: si esta inscripción hablase al ojo, como habla al hombre, y le dijese: mírate a ti mismo, ¿qué creeríamos nosotros que le decía? ¿No creeríamos que la inscripción ordenaba al ojo que se mirase en una cosa, en la que el ojo pudiera verse?

      ALCIBÍADES. —Eso es evidente.

      SÓCRATES. —Busquemos esta cosa, en la que, mirando, podamos ver el ojo y nosotros mismos.

      ALCIBÍADES. —Puede verse en los espejos y en otros cuerpos semejantes.

      SÓCRATES. —Hablas muy bien. ¿No hay también en el ojo algún pequeño punto que hace el mismo efecto que el espejo?

      ALCIBÍADES. —Hay uno ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Has observado que siempre que miras en tu ojo ves, como en un espejo, tu semblante en esta parte que se llama pupila, donde se refleja la imagen de aquel que en ella se ve?

      ALCIBÍADES. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Un ojo, para verse, ¿debe mirar en otro ojo, y en aquella parte del ojo, que es la más preciosa, y que es la única que tiene la facultad de ver?

      ALCIBÍADES. —¿Quién lo duda?

      SÓCRATES. —Porque si fijase sus miradas sobre cualquier otra parte del cuerpo del hombre, o sobre cualquier otro objeto, a menos que no fuese semejante a esta parte del ojo que ve, de ninguna manera se vería a sí mismo.

      ALCIBÍADES. —Tienes razón.

      SÓCRATES. —Un ojo, que quiere verse a sí mismo, debe mirarse en otro ojo, y en esta parte de ojo, donde reside toda su virtud, es decir, la vista.

      ALCIBÍADES. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Mi querido Alcibíades, ¿no sucede lo mismo con el alma? Para verse ¿no debe mirarse en el alma, y en esta parte del alma donde reside toda su virtud, que es la sabiduría, o en cualquier otra cosa a la que esta parte del alma se parezca en cierta manera?

      ALCIBÍADES. —Así me lo parece.

      SÓCRATES. —¿Pero podremos encontrar alguna parte del alma, que sea más divina que aquella en que residen la esencia y la sabiduría?

      ALCIBÍADES. —No ciertamente.

      SÓCRATES. —En esta parte del alma, verdaderamente divina, es donde es preciso mirarse, y contemplar allí todo lo divino, es decir, Dios y la sabiduría, para conocerse a sí mismo perfectamente.

      ALCIBÍADES. —Así me parece.

      SÓCRATES. —Conocerse a sí mismo es la sabiduría, según hemos convenido.

      ALCIBÍADES. —Es cierto.

      SÓCRATES. —No conociéndonos a nosotros mismos, y no siendo sabios, ¿podemos conocer


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