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Obras Completas de Platón - Plato


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      SÓCRATES. —¿Pero sabes cómo puedes salir de ese estado, que no me atreveré a calificar, hablando de un hombre como tú?

      ALCIBÍADES. —Sí, lo sé.

      SÓCRATES. —¿Cómo?

      ALCIBÍADES. —Si Sócrates quiere.

      SÓCRATES. —Dices muy mal, Alcibíades.

      ALCIBÍADES. —¿Pues cómo tengo que decir?

      SÓCRATES. —Si Dios quiere.

      ALCIBÍADES. —Pues bien, digo si Dios quiere; y añado, que para lo sucesivo vamos a mudar de papeles, tú harás el mío y yo el tuyo, es decir, que yo voy a mi vez a ser tu amante, como tú has sido el mío hasta aquí.

      SÓCRATES. —En este caso, mi querido Alcibíades, lo que se dice de la cigüeña se podrá decir de mi amor para contigo, si después de haber hecho nacer en tu seno un nuevo amor alado, éste le nutre y le cuida a su vez.

      ALCIBÍADES. —Así será; y desde este día voy a aplicarme a la justicia.

      SÓCRATES. —Deseo que perseveres en ese pensamiento; pero te confieso, que sin desconfiar de tu buen natural, temo que la fuerza de los ejemplos que dominan en esta ciudad, nos arrollen al fin a ti y a mí.

CÁRMIDES

      Argumento del Cármides[1] por Patricio de Azcárate

      Nada menos complicado que este diálogo. Marcha muy llanamente a un objeto muy sencillo. Un análisis rápido va a demostrarlo.

      Habiendo llegado la víspera, de Potidea, Sócrates entra en la palestra de Taureas, y encuentra allí a sus amigos Querefón, Critias y otros; les da nuevas del ejército y pregunta a qué altura se halla la filosofía. Se le presenta Cármides, niño cuando su partida, y que era ya un joven formado y admirablemente hermoso; y se empeña la conversación primero con Cármides y después con Critias. Cármides es hermoso; se dice que también es sabio, y él no está lejos de creerlo. Pero si es sabio, tiene el convencimiento de serlo, y si tiene el convencimiento, se halla en estado de definir la sabiduría. ¿Qué es por lo tanto la sabiduría?

      —La mesura, responde Cármides. —No, dice Sócrates, porque la sabiduría es inseparable de la belleza, y no es bello andar, leer, aprender, tocar la lira, luchar, deliberar y hacer cualquier otra cosa con mesura, es decir, con lentitud. —Es el pudor. —Tampoco, porque la sabiduría es siempre buena, y el pudor es algunas veces malo, testigo el verso de Homero: el pudor no cuadra al indigente.

      —En tal caso, la sabiduría consiste en hacer lo que nos es propio.

      —Tampoco, y antes por lo contrario sería una verdadera locura exigir que cada uno escriba solo su nombre y no el de otros, que teja él mismo su vestido, que arregle su calzado, que lave su camisa, y que no haga nada por nadie, ni reciba nada de nadie. En este momento, Critias, impaciente al ver tratar tan ligeramente una definición que pudo sugerir al joven Cármides, entra en lid y acaba por verse batido a su vez.

      Por lo pronto se propone escapar de las sutilezas de Sócrates, valiéndose de una sutil distinción entre hacer una cosa y trabajar en una cosa, y se ve bien presto conducido, casi sin advertirlo, a sustituir la fórmula: hacer el bien, a la otra fórmula: hacer lo que nos es propio. Hacer el bien, he aquí la sabiduría.

      ¿Es eso cierto?, pregunta Sócrates. ¿El que obra ciegamente, haga lo que quiera, es sabio? ¿Ser sabio no es por lo contrario saber lo que se hace, lo que se quiere, lo que se piensa, lo que uno es, en una palabra, saberse a sí mismo? Critias, siempre dispuesto a pronunciarse decidido sostenedor de la verdad, y también a abandonar una opinión por otra, exclama en este sentido: «Sí, la sabiduría es verdaderamente la ciencia de sí mismo, y no hay duda que así lo ha entendido el dios de Delfos».

      Aquí comienza una larga y sofística discusión, que llena la segunda mitad del diálogo. Sócrates establece: primero, que la ciencia de sí mismo es imposible; segundo, que es inútil; de donde se sigue, que tal ciencia de sí mismo no es la sabiduría.

      ¿Qué es la ciencia de sí mismo? Una ciencia, en la que aquello que sabe (el sujeto) se confunde con aquello que es sabido (el objeto); por consiguiente, la ciencia de la ciencia; por consiguiente, la ciencia de la ciencia y de la ignorancia.

      —¿Y no comprendéis que esta concepción de una ciencia de la ciencia y de la ignorancia es esencialmente contradictoria? Esto equivale a decir que existe una vista de la vista y de lo que no es visto, la cual no ve nada de lo que es colorado;[2] un oído del oído y de lo que no es oído, el cual no oye nada de lo que es sonoro; un sentido de los sentidos y de lo que no son sentidos, el cual no siente nada de lo que es sensible; un deseo que no es el deseo del placer; una voluntad, que no quiere ningún bien, pero se quiere a sí misma y aun a lo que no es voluntad; un amor que no ama ningún género de belleza, pero se ama a sí mismo y ama a lo que no es amor; un temor, que sin temer ningún peligro, se teme a sí mismo y a lo que no es temor; una opinión, que sin ser la opinión de nada, es opinión de sí misma y de lo que no es opinión. Por otra parte, fijaros bien en lo que voy a decir. Lo propio de una ciencia de la ciencia sería referirse exclusivamente a sí misma como sujeto, y universalmente a todas las cosas como objeto; sería por lo tanto más que ella misma, y menos que ella misma, doble absurdo. En fin, esta relación de una cosa a sí, que nosotros no observamos en ninguna parte, ¿qué hombre se atrevería a afirmar que la concibe claramente?

      La ciencia de la ciencia y de la ignorancia, es decir, la ciencia de sí mismo, no parece posible; y si la suponemos posible, tampoco es útil. En efecto, esta ciencia nos enseña que nosotros sabemos o que no sabemos, que los demás saben o que no saben; pero no nos enseña lo que nosotros sabemos y lo que no sabemos; lo que los demás saben y lo que no saben. Este último conocimiento nos sería sin duda muy ventajoso, puesto que nos permitiría hacer precisamente lo que estamos en estado de hacer, confiando lo demás a los hombres entendidos; en cuanto al primero, es de hecho vana[3] y estéril y de ningún uso en el gobierno de los negocios privados, como en el de los públicos. Pero hay más. En el acto mismo en que la ciencia de la ciencia y de la ignorancia nos enseñase lo que sabemos y lo que no sabemos, lo que los demás saben y no saben, no se seguiría, como con demasiada ligereza hemos concedido, que pueda verdaderamente contribuir a nuestra felicidad. Esto es más bien un privilegio de la ciencia del bien y del mal. He aquí la ciencia útil; y como la ciencia de la ciencia y de la ignorancia no es esta ciencia, es claro que no es útil.

      En resumen, la sabiduría no es la mesura, ni el pudor, ni la atención para hacer lo que nos es propio, ni la práctica del bien, ni la ciencia de sí mismo: he aquí lo que nos dice el Cármides. Pues entonces ¿qué es?; esto es lo que no nos dice. La razón es, porque el verdadero objeto de este diálogo no es definir la sabiduría, sino convencer a Cármides (es decir a los jóvenes en general) que no es tan instruido como cree serlo, para que de este modo nazca en su alma, con una justa desconfianza, el saludable deseo de indagar y buscar la verdad. Conclusión, toda práctica, de un interés superior, y que Platón ha puesto en acción, si puede decirse así, al final de este diálogo, presentándonos a Cármides modesto y resuelto a someterse a los encantos de Sócrates.

      En nuestra opinión, si se quiere formar una idea exacta del Cármides y del objeto que Platón se propuso, es preciso tener en cuenta el método de Sócrates, y presentarlo en toda su verdad. Su método comprende la ironía, de la que se sirve Sócrates como de un arma para herir a los sofistas, y el arte de amamantar el espíritu de los jóvenes. En lo que no se han fijado bastantees que en este arte hay dos partes muy distintas; en la primera conduce a la duda por la refutación; en la segunda conduce al conocimiento por la inducción. Por lo pronto es preciso dudar; porque ¿cómo podrán tenerse nociones exactas si no se las busca? Y ¿cómo se las busca, si se cree saberlo todo? Éste es en general el error de la juventud: contentarse


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