Obras Completas de Platón. Plato Читать онлайн книгу.
esta confesión: yo no sé nada. Saber que no se sabe; he aquí la disposición intelectual, sin la que no es posible aprender verdaderamente; y el primer esfuerzo de dicho arte era crear esta convicción.
Y ahora bien ¿No es éste el objeto del Cármides? ¿No representa muy fielmente el primer momento de este arte? ¿No es esto lo que le da sentido y seriedad, y lo que constituye su interés y su mérito?
Pero por haberlo traducido, no es cosa de que nos alucinemos sobre su verdadero valor. Su defecto no consiste en no haber concluido, porque bastante conclusión es el despertar en el alma de los lectores jóvenes la desconfianza de sí mismos, condición de todo examen e indagación, sin los cuales no hay conocimiento sólido, ni ciencia digna de este nombre; de lo que le acusaremos es de abusar del doble sentido de las palabras; de refutar cosas que no merecen ser refutadas y otras que no deben serlo; de refutar sin refutar, superficialmente y en apariencia; en fin, de no ir al fondo de cosa alguna. Sobre todo, le echaremos en cara el haber amontonado una nube de sutilezas, haciéndolas recaer sobre la ciencia de nuestra alma, que es la ciencia por excelencia. Esto no es más que un juego, como lo ha visto y lo ha dicho muy oportunamente el señor Cousin; y ninguna necesidad había de esto, ni de correr el riesgo de comprometer sin motivos una verdad capital, querida de la escuela socrática y de todos los verdaderos filósofos, cualquiera que sea su escuela.
¿Quiere decir esto que el Cármides sea indigno de Platón, o no sea de Platón? De ninguna manera. El águila no se cierne siempre sobre las nubes, algunas veces descansa en las cimas de una roca, o desciende al llano. Todas las obras de un maestro no son necesariamente obras magistrales; y no vemos por qué Platón no ha podido escribir un día, como por desahogo, un diálogo de menos mérito.[4]
Cármides[1] o de la sabiduría
SÓCRATES — QUEREFÓN — CRITIAS — CÁRMIDES
SÓCRATES. —Habiendo llegado la víspera de la llegada del ejército de Potidea, tuve singular placer, después de tan larga ausencia, en volver a ver los sitios que habitualmente frecuentaba. Entré en la palestra de Taureas,[2] frente por frente del templo del Pórtico real, y encontré allí una numerosa reunión, compuesta de gente conocida y desconocida. Desde que me vieron, como no me esperaban, todos me saludaron de lejos. Pero Querefón, tan loco como siempre, se lanzó en medio de sus amigos, corrió hacia mí, y tomándome por la mano dijo:
—¡Oh Sócrates!, ¿cómo has librado en la batalla?
Poco antes de mi partida del ejército había tenido lugar un combate bajo los muros de Potidea, y acababan de tener la noticia.
—Como ves —le respondí.
—Nos han contado —replicó— que el combate había sido de los más empeñados, y que habían perecido en él muchos conocidos.
—Os han dicho la verdad.
—¿Asististe a la acción?
—Allí estuve.
—Ven a sentarte —dijo—, y haznos la historia de ella, porque ignoramos completamente los detalles.
En el acto, llevándome consigo, me hizo sentar al lado de Critias, hijo de Calescro. Me senté, saludé a Critias y a los demás, y procuré satisfacer su curiosidad sobre el ejército, teniendo que responder a mil preguntas.
Terminada esta conversación, les pregunté a mi vez qué era de la filosofía, y si entre los jóvenes se habían distinguido algunos por su saber o su belleza, o por ambas cosas. Entonces Critias, dirigiendo sus miradas hacia la puerta y viendo entrar algunos jóvenes en tono de broma, y detrás un enjambre de ellos:
—Respecto a la belleza —dijo—, vas a saber, Sócrates, en este mismo acto todo lo que hay. Ésos que ves que acaban de entrar son los precursores y los amantes del que, a lo menos por ahora, pasa por el más hermoso. Imagino que no está lejos, y no tardará en entrar.
—¿Quién es, y de quién es hijo?
—Le conoces —dijo—, pero no se le contaba aún entre los jóvenes que figuraban cuando marchaste; es Cármides, hijo de mi tío Glaucón y primo mío.
—Sí, ¡por Zeus!, le conozco; en aquel tiempo, aunque muy joven, no parecía mal; hoy debe ser adulto y bien formado.
—Ahora mismo —dijo— vas a juzgar de su talle y disposición.
Cuando pronunciaba estas palabras, Cármides entró.
—No es a mí, querido amigo, a quien es preciso consultar en esta materia, y si he de decir la verdad, soy la peor piedra de toque para decidir sobre la belleza de los jóvenes; en su edad no hay uno que no me parezca hermoso.
Indudablemente me pareció admirable por sus proporciones y su figura, y advertí que todos los demás jóvenes estaban enamorados de él, como lo mostraban la turbación y emoción que noté en ellos cuando Cármides entró. Entre los que le seguían venía más de un amante. Que esto sucediera a hombres como nosotros, nada tendría de particular; pero observé que entre los jóvenes no había uno que no tuviera fijos los ojos en él, no precisamente los más jóvenes, sino todos, y le contemplaban como un ídolo.
Entonces Querefón, interpelándome, dijo:
—¿Qué te parece de este joven, Sócrates? ¿No tiene hermosa fisonomía?
—Muy hermosa —respondí yo.
—Sin embargo —replicó él—, si se despojase de sus vestidos, no te fijarías en su fisonomía; tan bellas son en general las formas de su cuerpo.
Todos repitieron las palabras de Querefón.
—¡Por Heracles! —dije yo entonces—, me habláis de un hombre irresistible, si por encima de todo esto posee una cosa muy pequeña.
—¿Cuál es? —dijo Critias.
—Que la naturaleza —repliqué yo—, le haya tratado con la misma generosidad respecto del alma; y creo que así sucederá, puesto que este joven es de tu familia.
—Pues tiene un alma muy bella y muy buena, me respondió.
—¿Y por qué —repliqué yo—, no pondremos primero en evidencia su alma, y no la contemplaremos antes que su cuerpo? En la edad en que se halla, ¿está en posición de sostener dignamente una conversación?
—Perfectamente —dijo Critias—, porque ha nacido filósofo; y si hemos de creer a él y a todos los demás, es también poeta.
—Talento que os es hereditario, mi querido Critias, y que lo debéis a vuestro parentesco con Solón. ¿Pero qué esperas para darme a conocer a este joven y llamarle aquí? Aun cuando fuese más joven, ningún inconveniente tendría en conversar con nosotros delante de ti, su primo y tutor.
—Lo que dices es muy justo; vamos a llamarle.
Dirigiéndose al mismo tiempo hacia un sirviente:
—Esclavo —dijo—, llama a Cármides, y dile que quiero que consulte con un médico sobre la indisposición de que me habló estos días.
Y dirigiéndose a mí:
—Hace algún tiempo —dijo—, que tiene la cabeza pesada al levantarse de la cama. ¿Qué inconveniente hay en indicar que conoces un remedio a los males de cabeza?
—Ninguno, con tal de que venga.
—Va a venir.
Así sucedió. Cármides vino, y dio ocasión a una escena divertida. Cada uno de nosotros, que estábamos sentados, empujó a su vecino, estrechándole para hacer sitio y conseguir que Cármides se sentara a su lado, resultando de estos empujes individuales, que los dos que estaban a los extremos del banco, el uno tuvo que levantarse y el