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La perla del emperador. Daniel GuebelЧитать онлайн книгу.

La perla del emperador - Daniel Guebel


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había mostrado no estar a la altura de su propiedad.

      Dejé el palillo a un costado del cuenco y froté mis mejillas hasta que las gotas de agua se absorbieron en el ardor de la piel. Me invadió un deseo de sollozar: los hombres eran dignos de lástima, pues eran inferiores a las cosas; inferiores incluso a las que ellos mismos creaban. Solo la esencial esterilidad de los objetos podía permanecer indiferente, y aun, rechazarme; en ellos era imposible habitar. A lo sumo se vivía a su lado, en una existencia que descartaba cualquier fusión. En cambio los hombres sucumbían ritualmente. En todo caso, los más astutos de la especie llegaban a sustraerse. Quizá por eso, me dije, Li Chi supo desaparecer después de haber formulado su propuesta. Él entendió que de todo lo existente lo único digno de mí era La Perla del Emperador. “La Perla del Emperador...”, murmuré. Solo ella contenía un destino idéntico al mío. Eterna, sin voluntad, era aquello a lo que aspirábamos. No un deseo, sino una condición: la soberbia condición de la asepsia.

      Tomé la boquilla en mis manos. Allí las talladuras habían desaparecido bajo la caricia de las generaciones. Quedaba la sombra de un trabajo, un barco, teñido en un licor leve: apenas unas manchas rojas, que bien podían representar una masacre o el destajo de un cetáceo. El servicio estaba completo, y el yesquero se exhibía en una caja de cartón blanco. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Fumar? No era opio lo que buscaba, sino alguna noticia sobre Li Chi. Pero mi errática estrategia me había llevado a un pabellón de viciosos. De pronto me pesó lo irrisorio de mi estado: encerrada allí, vistiendo atuendo de hombre, lanzada en procura de alguien dudosamente vivo y sufriendo la amenaza de una violencia que sobre mí se ejercería si el ausente —o el muerto— no aparecía en un lapso prudencial. ¡Era desesperante! ¿Me convenía renunciar a la protección de mi disfraz y llamar a Kwai Tao y conminarlo a que me revelase lo que pudiera saber acerca de Li Chi? Pero ¿y si el gordo me engañaba...?

      Un ruido, una especie de frote, me sobresaltó. Alguien rascaba la mampara. Se detenía unos segundos y luego, dudando, reiniciaba el rascar. Unos lamparones de luz atravesaban la opacidad del papel. Me levanté de un salto y extraje un puñal (que llevaba por afán de verosimilitud).

      —¡¿Quién es?! —grité.

      Una mano apareció en el espacio entre dos paneles móviles. Era una mano blanca, de una blancura conmovedora. Pequeñita y femenina, hurgaba en el espacio abierto como un diminuto hurón ciego. Luego apareció un piececito cubierto de una media de algodón. Me tranquilicé. Regresé el puñal a su sitio y observé el ingreso de la criatura. Era ínfima, aún más baja que una enana. Pero a diferencia de estas, la armonía de sus rasgos rozaba lo sobrenatural. Entró sonriendo, en silencio. Llevaba un ramo de flores de cerezo, y algunas hojas de nenunaua, que depositó a mis pies. Las flores estaban cerradas y sus botones formaban un reguero encendido sobre la palidez de las largas hojas. Sentí que en esa ofrenda había algo vagamente seductor, que me atemorizó. “No sería nada raro que el idiota de Kwai Tao me enviase a una mujer”, pensé. Ya había oído que algunos fumadores aprobaban la combinación de humo y carne, pues, decían, el efecto del humo se intensifica por la contigüidad de sensaciones. Para entregarse al opio en plenitud, antes había que despojarse del exceso ardiente. La mujercita de seguro cumplía en atender ambas costumbres. Pero, aun de ser un hombre, ¿cómo me las habría arreglado con su pequeñez?

      Me incliné sobre la diminuta y tomé su barbilla entre dos dedos. Ella sonrió. Tenía el rostro cubierto de polvo de arroz. En reemplazo de las cejas le cruzaban la frente dos grandes franjas de tintura negra, que desaparecían en sus sienes. Un lunar falso, un encanto, se hundía en el hoyuelo de su mejilla. “Soy Laipsig Nueg, príncipe malayo del interior. ¿Quién eres tú?”, le dije. La pequeña se encogió de hombros y escondió sus manos en las mangas del quimono; luego denegó con la cabeza. “No estoy acostumbrado a que me desobedezcan. Habla ya.” Ella separó los labios, mostrando los dientes, y con la uña del índice se golpeó el canino por tres veces. Luego sacudió la cabeza. “Entiendo. Kwai Tao te ha prohibido conversar con Su Excelencia, ¿no es cierto? Pero mi ánimo es voluble, mi breve amiga, y aunque un abismo social nos separe, ahora disfrutaría cambiando algunas palabras con alguien de clase inferior.” La diminuta movió la cabeza hacia los costados, hacia adelante, hacia atrás.

      —¡Es evidente que mi rango te aturde! —dije. Y, para darme tiempo a pensar, le señalé la pipa. La diminuta se apresuró a cumplir con su tarea. Era claro que para ella un príncipe era una estampa, la configuración de lo inalcanzable; más que un anhelo, un problema a resolver. ¿Estaría mi representación a la altura de lo soñado?

      Un príncipe era un príncipe en virtud de la lejanía; en el trato, se convertía en la versión preliminar de un cortesano, salvo que la magia de su presencia pudiera multiplicar el sentimiento de la distancia. Supuse que de la pequeña obtendría la información necesaria si lograba condensar en mí los vapores de la ausencia y el terror. Endurecí el cuerpo, corté la respiración: una mosca caminó mi rostro, pero no pestañeé. La diminuta me lanzaba miradas temerosas mientras, en cuclillas, friccionaba el tubo de pasaje del humo para que este recuperara su flexibilidad. Luego limpió la cazuela donde se deposita la bola de opio. Yo asistía a la iridiscencia de su actividad; el silencio poseía una cualidad espiralada... Oscurecía. Las mamparas se adelgazaban, tornándose aéreas; si forzaba el efecto óptico, podía verlas partir hacia la sombra. Me adormecí durante unos minutos, y desperté víctima de un fuerte sentimiento de crispación. Entretanto la enviada de Kwai Tao había encendido una lámpara, y bajo el círculo de luz permanecía atenta, contemplándome.

      —No soy un príncipe —le dije, y me estiré—. Soy apenas un comerciante de frutos de mar. Me ocupo de la distribución al por mayor de especies acuáticas comestibles en las poblaciones del interior. Puedes llamarme Fan Suey. En un acceso de soberbia llegué a pensar que mi dinero me facilitaría (por una noche) el disfrute de los placeres que son propios de las clases elevadas. Pero esta situación me supera. No estoy tranquilo. Háblame, ¿quieres?

      Ese argumento había brotado de mí antes de que tuviese tiempo de estudiarlo. No obstante, comprendí que no carecía de utilidad. Si la diminuta era lo único que yo tenía a mano para hacerme de algún dato respecto de Li Chi, mejor sería que mi persona no la atemorizase. Al vulgarizarme había optado por una táctica arriesgada. A cambio de ella, ¿me brindaría la pequeña su confianza?

      Por lo pronto, levantó la lámpara hasta la altura de su rostro y me observó a través de la llama. ¿Qué pretendía ver, así? ¿Un resplandor? ¿Una disolución? Dejó la lámpara a un costado y se me aproximó. A un palmo de distancia, abrió la boca: era un círculo negro, una cavidad indistinta, enmarcada apenas por la fulgencia discreta de los dientes. No tenía lengua. Ansiosamente tomó mi diestra y escogió los dedos índice y mayor y los introdujo en esa caverna; sus deditos ayudaban a recorrer, urgían a acariciar esas húmedas superficies tiernas: la diminuta había cerrado los ojos, la tensión de sus facciones se había aliviado, y la expresión de felicidad se hizo más intensa, y en cierto modo se derramó, cuando mis dedos encontraron el borde irregular del muñón.

      El combustible de la lámpara se había evaporado y la diminuta y yo permanecimos en la oscuridad. La somnolencia se apoderó de nosotras, y después del frío, y en algún momento de la noche yo había abierto mis ropas y ella se abrazó a mi cuerpo. En el amanecer la luz me despertó; ni siquiera el filtro de las mamparas podía suavizar esa condición áspera de lo matutino. Por fortuna el ambiente estaba caldeado. En un rincón ardían dos braseros. Alguien los habría introducido mientras dormíamos. ¿Tal vez el mismo Kwai Tao? En ese caso yo había corrido el riesgo de que me descubriesen. Pero y entonces ¿qué? Venir al Nuevo Fu Tching resultó ser una tontería, aunque era lo único que razonablemente yo había podido hacer. Sobre la mesa había dos naranjas; quien dejó los braseros se había llevado la pipa de opio. A simple vista, no había lógica que explicase el intercambio. Tomé una naranja para apagar mi sed, pero al tacto descubrí el engaño. Eran reproducciones a escala natural, hechas en marfil y pintadas en detalle; junto al ombligo, en tinta negra, una firma: “Kwai Tao”. Volví a mi tienda.

      MI EXPERIENCIA EN EL NUEVO FU TCHING me indujo a tomarme las cosas con calma; al actuar con precipitación había caído muy por


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