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La perla del emperador. Daniel GuebelЧитать онлайн книгу.

La perla del emperador - Daniel Guebel


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poco alocado y amante de los imprevistos ya habría pensado en contratarte como jefe de mi guardia. De solo verte, mis enemigos desecharían de inmediato sus malos propósitos.

      Kwai Tao se sonrojó; por alguna razón, estimaba en mucho su corpulencia y se había figurado que yo hablaba en serio. Su obesa cara tonta temblaba de placer.

      —Imagino que alguien de tu categoría deseará lo mejor, algo, me atrevería a decir, exclusivo. Pero antes permíteme que te enseñe mi humilde morada.

      —Nada me agradaría más —dije.

      —Intentaremos satisfacerte, aunque de seguro no lo lograremos —musitó Kwai Tao, y me llevó a conocer las salas. En memoria del propietario anterior había conservado el modelo de sala colectiva en la cual se arracimaban los consumidores pobres. Allí no había reclinatorios, algunos fumadores ni siquiera habían obtenido una estera y reposaban malamente en el piso. La ventilación era escasa, apenas un rectángulo lateral, y el humo se condensaba en el techo. Kwai Tao dijo que estas eran horas tempranas y por eso el ambiente estaba relativamente despejado; pero al anochecer, luego de una jornada de consumo, los fumadores no alcanzaban a distinguir el rostro de sus vecinos; en ocasiones era agradable perderse en ese anonimato, y algunos lo buscaban: su antecesor había dicho más de una vez que moriría en esa bruma, como al fin ocurrió. Kwai Tao, respetuosamente, había intentado respetar las características de esta sala en recuerdo de esa originalidad.

      —Soy un hombre limitado —dijo—. Por más que lo intente no termino de comprender sus rarezas, ni puedo entender que alguien disfrute excediendo los límites. ¡Figúrate que algunos de estos desdichados extreman su vicio hasta llegar a una completa disecación, y como mueren callados, fumando, pasan días, y a veces semanas, antes de que alguien advierta que sus cuerpos están ocupando inútilmente un lugar! Creo que mi antepasado había decidido conservar esta sala por piedad y no por motivos económicos.

      —Es claro que el viejo Fu Tching poseía un genio particular —concedí.

      Conversando, habíamos llegado al segundo piso. El ambiente era limpio. En discretas vaharadas llegaba el perfume de un opio de calidad.

      —Este piso suelen frecuentarlo funcionarios de categoría —dijo en voz baja Kwai Tao—. Es mejor que no los molestemos en sus meditaciones.

      La observación me pareció inoportuna.

      —Cualquiera de ellos creería encontrarse en el séptimo cielo si yo le permitiera besar el ruedo de mi túnica —comenté.

      —¡Por supuesto! —se apresuró Kwai Tao—. Pero luego se la agarrarían conmigo. Debo decirte que a veces estos funcionarios tienen la bondad de utilizar mi fumadero como lugar de encuentro; la mayoría de ellos ni siquiera es adicta al opio, lo cual no es de lamentar, teniendo en cuenta que deben estar lúcidos a la hora de tomar sus decisiones.

      Kwai Tao fingía estar impresionado por la importancia de sus huéspedes, pero en rigor el arreglo de aquel piso distaba de reflejar su admiración. De todos modos continuamos: mi anfitrión iba en puntas de pie. Atravesamos una serie de pasillos a oscuras. Kwai Tao se disculpó diciendo que en la construcción del Nuevo Fu Tching habían tomado en cuenta el problema de los ladrones: solamente los empleados del lugar conocían los caminos; los clientes, como es lógico, solo el camino que lleva hacia la pipa.

      —Siento que hace más de una hora que recorremos tus dominios. Tu necia presunción ¿no te ha permitido sospechar mi impaciencia? —dije—. Esto es como caminar en el desierto.

      —Cuando te vi supe que nada te contentaría, salvo lo extremadamente exquisito —se disculpó Kwai Tao—. ¿Quieres descansar? Son cerca de las cinco de la tarde... ¿Gustarías de una taza de té?

      —No. Sigamos.

      Unos minutos después el corredor desembocó en una gran sala dividida por mamparas de papel laqueado al viejo estilo japonés. Eran cuartos de fumar tan pequeños que no admitían más de dos o tres personas; instalaciones precarias que hubieran podido desarmarse en un par de minutos. No obstante, Kwai Tao las denominó “Pabellones” y dijo que allí preferían pasar las noches algunos viejos adinerados y decrépitos.

      —Inclusive, algunos de ellos tocaron mi corazón hasta el punto de obtener que les permitiese arrastrar su ataúd al Pabellón que han escogido como su favorito —agregó—. Ni falta hace que mencione que la escandalosa vulgaridad de esta costumbre anularía cualquier tipo de contemplaciones en un hombre menos sensible que yo. ¡Imagínate qué ocurriría si alguien viera salir un ataúd del Nuevo Fu Tching! Inmediatamente haría correr el rumor, y mi establecimiento se convertiría en un sitio de mala fama. Por eso, cuando uno de estos ancianos muere, envuelvo su cuerpo en una manta y en secreto lo entrego a sus parientes. A cambio del favor me quedo con el ataúd.

      —Eres de una honestidad a toda prueba —me burlé.

      —¿Qué hay de malo en que uno obtenga una pequeña ganancia a cambio de esas molestias? Ataúd o no, los muertos no perciben la diferencia.

      —¿Por qué me informas de estos asuntos? —estallé—. Qué irrespetuoso. Qué desagradable. ¿Crees que mis oídos se complacen en oír las cuitas de un comerciante?

      La ira arrancaba chispas a mis pupilas; Kwai Tao palideció. En su estupidez, nunca había imaginado que un cliente pudiese acoger mal sus confidencias. Para instilar en su ánimo el temor de perderme golpeé el piso con la planta del pie.

      —Eres inmundo —dije.

      Un rato después, Kwai Tao había logrado calmar en algo mi irritación; ciertamente, sus gimoteos no me habían conmovido en lo más mínimo, pero seguí su evolución con interés. Si Kwai Tao se mostraba dispuesto a humillarse y a formular toda clase de promesas ante el menor de mis arrebatos, entonces yo me aseguraría el que, con una adecuada dosificación de estos, el propietario del Nuevo Fu Tching terminara allanándose a cualquier manifestación de mi voluntad. Y en el futuro eso podría resultarme útil. Mientras tanto, cuidé de no tensar demasiado la cuerda, y hasta llevé mi benevolencia a aceptar que me preparase una pipa especial. Habíamos llegado, finalmente, al prometido Pabellón Solitario, y una vez cumplidas esas funciones Kwai Tao me concedió el placer de contemplar sus groseras espaldas cuando se alejaba en puntas de pie.

      El Pabellón Solitario resultó una sorpresa encantadora. ¡Que un sujeto como aquel hubiera podido concebir este lugar...! Las mamparas eran una proeza de cálculo; su rosada tenuidad me protegía de las miradas, pero, a la vez, su textura permitía el paso de levísimas ráfagas de fresco, y eso convergía en el íntimo misterio de la sensación de sentirme a la vez abrigada y expuesta. ¡Hacía mucho que no experimentaba la noción de la fragilidad de una manera tan deliciosamente intensa! En ese Pabellón cada objeto cuidaba su sentido, era parte de una colección de escogidas presencias. La pipa, por ejemplo, reposaba sobre un almohadón ricamente bordado; nada de casual había en ese descanso que dividía la seda en dos densas pulpas de brillo rojizo. Era una necesidad del diseño, se suspendía de la materia para alcanzar su dimensión de belleza. El roce de los dedos había dejado en sus tallas la evidencia del sueño amoroso, inmensamente distante... El Pabellón era el sueño ascético de un fumador. Alfombrillas blancas, de pelo, bordadas con hilo gris. Una mesa de proporciones minúsculas, y sobre ella un cuenco de agua en el que flotaba, temblando, un palillo de ébano. En un plato había un trozo de junco de unos cinco dedos de longitud, y en derredor había cinco granos de arroz, y arena esparcida sobre junco y granos. El junco parecía haber sido cortado al azar; las fibras aún soltaban savia. Un incienso ardía en el rincón; su perfume no disipaba la pureza del aire. Allí, demorándome en la disposición del conjunto, yo era dueña de medir el buen gusto que se ejercitaba en ese criterio, y compararlo, si quería, con mi tienda. En el cotejo, mi tienda aparecía dotada de una curiosa irrealidad; su abarrotamiento era un frenesí. En la compra y venta de objetos prima lo casual. Sin embargo, en mi tienda era posible estar a gusto, y retraerse, ante el avance de esa proliferación. En el Pabellón Solitario, en cambio, la quietud se volvía una amenaza. La perfección era intolerable; se la podía admirar, pero no se podía vivir en ella. El Pabellón era la tensa emanación de lo masculino, que me expulsaba. Me contemplé en el cuenco


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