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Un mar de nostalgia. Debbie MacomberЧитать онлайн книгу.

Un mar de nostalgia - Debbie Macomber


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ganas de deshacerse de ella. No la miró a los ojos. De hecho, parecía estar evitando mirarla, lo cual complacía a Carol, pues sabía que el vestido rojo estaba teniendo el efecto que deseaba.

      —Muchas gracias por la planta —dijo ella colocándola en la mesa del café—. No era necesario.

      —Recordé que solías comprar tres o cuatro plantas de éstas cada año, así que pensé que por una más, no pasaría nada.

      —Muy considerado por tu parte, muchas gracias —dio ella estirando la mano para recoger su abrigo.

      Steve colocó un pequeño paquete bajo el árbol y la miró.

      —Son Frangos —explicó—. Supongo que seguirán siendo tus bombones favoritos.

      —Sí. Yo también tengo algo para ti.

      Steve se quitó la chaqueta y se la dio.

      —No espero regalos de ti. He comprado la planta y los bombones porque quería contribuir con algo a la cena.

      —Mi regalo es una tontería, Steve.

      —Pues entonces guárdalo para otra persona, ¿de acuerdo?

      Carol estuvo a punto de perder los nervios, pero consiguió contenerse. Su sonrisa era un poco más forzada cuando terminó de colgar su chaqueta en el perchero de la entrada y se dio la vuelta, pero esperaba que Steve no se hubiera dado cuenta.

      —¿Te apetece un ponche caliente antes de la cena? —preguntó ella.

      —Suena bien.

      Steve la siguió hasta la cocina y bajó la botella de ron del armario mientras ella ponía agua a hervir.

      —¿Cuándo te cortaste el pelo? —preguntó él.

      —Hace algunos meses.

      —Me gustaba más cuando lo llevabas más largo.

      Apretando los dientes, Carol consiguió no decirle que se cortaba el pelo para ella, y no para él.

      Steve vio el brillo de irritación en los ojos de su ex mujer y se sintió un poco mejor. El comentario sobre su pelo no era lo que ella quería oír; seguramente esperaba que le dijera lo guapa que estaba. El problema era que no había sido capaz de quitarle los ojos de encima a Carol desde que había entrado a la casa. El causante era un mechón de pelo rubio que se le movía cada vez que se giraba. No había sido capaz de ver más allá de ese mechón rizado. Ni tampoco podía dejar de mirarle los labios ni la curva de la barbilla, ni el azul de sus ojos. Al reencontrarse con ella en Denny’s la otra tarde, él se había mostrado a la defensiva, esperando a que Carol soltara la bomba. Pero ya había bajado todas sus barreras defensivas. Querría haber culpado de ello a las fiestas navideñas, pero se daba cuenta de que era algo más que eso, y lo que vio le dio razones para echarse a temblar. Carol era tan sensual y atractiva como siempre lo había sido. Quizá incluso más.

      Él ya sabía lo que iba a ocurrir. Pasarían la mitad de la velada hablando y tratando de encontrar algo en lo que estuvieran de acuerdo. Pero ya no había nada en lo que pudieran estar de acuerdo. Esa noche era una noche fuera de lugar y, cuando terminaran, volverían los dos a sus respectivas vidas.

      Cuando Carol terminó de preparar las bebidas, regresaron al salón y hablaron. El alcohol parecía aliviar parte de la tensión. Steve llenó el silencio con detalles de lo que había ocurrido en la vida de Lindy y con su trabajo.

      —Veo que te ha ido bien —admitió Carol.

      Steve no le preguntó por su carrera porque eso implicaría preguntarle por Todd, y ese hombre era un tema que se había jurado no sacar. Carol tampoco dio información al respecto. Sabría que no debía.

      Media hora después, Steve la ayudó a llevar la cena a la mesa.

      —Debes de haber estado cocinando todo el día.

      —Me ha dado algo que hacer —dijo ella sonriendo.

      La mesa estaba repleta de pavo, patatas, salsa, relleno, brócoli, boniatos y ensalada de fruta.

      Carol le pidió que encendiera las velas y, cuando Steve lo hizo, los dos se sentaron a cenar. Sentado frente a ella al otro lado de la mesa, Steve se encontró a sí mismo ensimismado por su boca mientras comía. Trató de recordar con todas sus fuerzas las razones por las que se había divorciado de Carol. Pero era cautivadora. Sus manos se movían alegremente, levantando el tenedor del plato y llevándoselo a la boca con movimientos elegantes. Steve no debería disfrutar tanto de mirarla, y se dio cuenta de que pagaría el precio más tarde, cuando regresara al apartamento y la soledad se apoderara de él una vez más.

      Cuando hubo terminado de cenar, se recostó en la silla y se colocó las manos sobre el estómago.

      —No recuerdo una cena tan buena en mi vida.

      —Hay pastel…

      —Ahora no —dijo él negando con la cabeza—. Estoy demasiado lleno como para dar otro bocado. Quizá más tarde.

      —¿Café?

      —Por favor.

      Carol llevó los platos al fregadero, guardó los restos en el frigorífico y regresó con la cafetera. Llenó las tazas, regresó a la cocina y luego volvió a sentarse frente a él. Apoyó los codos en la mesa y sonrió.

      A pesar de sus intenciones durante la cena, Steve no había sido capaz de quitarle los ojos de encima. El modo en que estaba sentada, echada hacia delante, con los codos sobre la mesa, hacía que sus pechos se juntaran, rellenando el más que generoso escote del vestido. Habría jurado que no llevaba sujetador. Carol tenía unos pechos fantásticos y Steve lo observó, cautivado por el modo en que sus pezones sobresalían bajo la seda. Parecían señalarlo directamente, como invitándolo a saborearlos. Contra su voluntad, su ingle comenzó a palpitar hasta colmarlo de deseo. Desconcertado, miró la taza de café. Con manos temblorosas, dio un sorbo y estuvo a punto de abrasarse la boca.

      —Ha sido una cena excelente —repitió tras un momento de silencio.

      —No te arrepientes de haber venido, ¿verdad? —preguntó ella inesperadamente y sin dejar de mirarlo. Aquella mirada intensa demandaba toda la atención de Steve. Su piel era pálida y cremosa a la luz de las velas, sus ojos grandes e inquisitivos, como si la respuesta a la pregunta fuera de vital importancia.

      —No —admitió Steve—. Me alegro de estar aquí.

      Su respuesta la complació y Carol sonrió, haciendo que Steve se preguntara cómo había podido dudar de ella. Sabía lo que había hecho, sabía que había destruido su matrimonio adrede, y, en aquel momento, no le importaba. La deseaba de nuevo. Deseaba abrazarla y sentir su cuerpo caliente. Quería meterse dentro de ella para que nunca volviera a desear a otro hombre mientras los dos vivieran.

      —Te ayudaré con los platos —dijo él poniéndose en pie.

      —Ya los lavaré más tarde —dijo Carol levantándose también—. Pero, si quieres hacer algo, podrías ayudarme con el árbol.

      —¿El árbol?

      —Sí, está a medio decorar. No alcanzo las ramas más altas. ¿Me ayudarías?

      —Claro —dijo Steve, y habría jurado que Carol pareció aliviada, aunque no sabía por qué. A él le parecía que el árbol estaba perfecto. Había algunas partes sin adornos, pero nada importante.

      Carol llevó una silla del comedor al salón y sacó una caja con adornos de debajo de una mesa.

      —¿Haces punto? —preguntó Steve al ver el ovillo. A Carol debía de dársele fatal hacer punto, pero aun así enlazaba un proyecto tras otro y parecía ajena a la falta de talento. Había habido un tiempo en que podía bromear con ella al respecto, pero no sabía si apreciaría su ocurrencia en esos momentos.

      Carol apartó la mirada como si temiera su comentario.

      —No te preocupes, no voy a burlarme de ti —dijo


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