Tres flores de invierno. Sarah MorganЧитать онлайн книгу.
sea, Hannah! Es una edad difícil para perder a tu madre. ¿Por qué no me lo has contado antes? —Adam tendió la mano, con la palma hacia arriba, y ella dudó un momento y luego puso la suya encima. Él se la estrechó con un gesto protector y ella sintió las sogas de la intimidad apretándose a su alrededor.
«Te quiero, Hannah».
—No es algo que surja en la conversación general. Perdimos a nuestro padre y a nuestra madre, Murieron en el mismo accidente.
—¿Automóvil?
—Avalancha de nieve. Los dos eran escaladores.
Él enarcó una ceja.
—¿O sea que no has sido siempre una chica de ciudad?
Hannah tenía la sensación de que había sido siempre una chica de ciudad.
—¿Y quién es Suzanne? —preguntó él con tono neutro, como si reconociera la necesidad de ella de no sentirse abrumada por la compasión.
—Suzanne y Stewart nos adoptaron. Suzanne es estadounidense y Stewart es escocés. Después del… accidente… nos mudamos a Escocia para estar cerca de la familia de Stewart —a Hannah le latía con fuerza el corazón—. ¿Podemos trabajar ya?
Él vaciló.
—Claro —tomó su portátil y lo abrió—. A menos que quieras terminar la partida de ajedrez que tenemos a medias.
—Te comí el caballo.
—Lo recuerdo —la sonrisa de él era casi infantil—. Todavía puedo comerte el rey. Dame la oportunidad de intentarlo. Tú ganaste las dos últimas partidas y mi autoestima ha sufrido un duro golpe.
A Hannah siempre le había parecido que la autoestima de él era indestructible.
—Creo que deberíamos terminar la propuesta —dijo.
—Tienes miedo de perder —él se inclinó y la besó en la boca—. He visto tu presentación. Es brillante. Vamos a conseguir ese negocio.
Ella se relajó un poco y observó la hoja de cálculo que había en la pantalla de él.
—Tienes que cambiar eso —puso el dedo en una de las cifras—. ¿No viste mi email?
—¿El que enviaste a las tres de la mañana? Sí, lo he visto esta mañana de camino al aeropuerto, pero no todos somos tan rápidos como tú —él cambió el número—. Tienes un gran cerebro, McBride. Pero ¿por qué no estabas durmiendo?
—Me gusta trabajar —contestó ella.
Más concretamente, le gustaban los números. Adoraba los datos y los códigos informáticos. Los números eran fiables y se comportaban como ella quería. Los números no se agarraban al corazón y apretaban hasta que dejaba de fluir la sangre.
—Quería terminar este proyecto.
—¿Y no pudiste hacerlo en las dieciocho horas que trabajas al día?
—Tenía cosas en la cabeza —declaró ella.
Y no solo el retraso en la menstruación. También los dos mensajes de voz que llevaban un mes en el buzón de su teléfono.
Había tenido llamadas parecidas a lo largo de los años, sobre todo en esa época, cuando se acercaba la fecha del accidente. En esa ocasión no reconocía el nombre. Había aprendido a no contestar, pero el mensaje seguía presente como un peso de plomo en la boca del estómago, recordándole cosas en las que no quería pensar.
Había estado a punto de preguntarle a Beth si a ella también la llamaban, pero entonces habría tenido que hablar de ello y no quería hacerlo.
Eso era algo que Suzanne y ella tenían en común. Las dos preferían ignorar el pasado.
Adam guardó el archivo en el que estaban trabajando.
—¿Suzanne y Stewart eran parientes? —preguntó.
—Amigos de mis padres. Nos adoptaron a las tres —repuso Hannah. Lo cual intensificaba su culpa por no ser la persona que ellos querían que fuera.
—Y por eso sientes que tienes que estar allí en Navidad. Porque estás en deuda con ellos —dijo él.
Era una declaración de hechos, no una pregunta, y ella no se lo discutió.
Estaba en deuda con ellos y sabía que nunca podría pagarles.
—Eso es parte del tema.
—Llévame contigo.
—Mi familia vive en Escocia, en las Highlands. No te imagino con un WiFi que falla mucho y una cobertura de teléfono que va y viene —ella miró los zapatos brillantes de piel de él—. Lo odiarías.
—No lo odiaría. Para empezar, soy amante del whisky puro de malta. ¿Tu familia vive cerca de una destilería?
Hannah suspiró.
—La verdad es que sí, pero…
—Pues ahí lo tienes. Ya me has convencido. Además, me encantan los paisajes hermosos. Unos cuantos paseos románticos por un valle brumoso serían un modo perfecto de relajarse.
—¿Un valle brumoso? Has visto Bravehart demasiadas veces. En esta época del año, el valle está normalmente enterrado bajo treinta centímetros de nieve y, si hay bruma, te perderás y morirás de hipotermia.
Adam se estremeció de un modo exagerado.
—Sabía que había una razón para que hubiera elegido vivir en Manhattan. Pero, en serio, piénsalo. Si voy contigo, podremos preparar la presentación. Lo creas o no, puedo vivir sin Internet. No tener Internet puede ser el mejor regalo navideño de todos.
Una cosa era hablarle a Adam de su familia y otra muy distinta presentársela.
Se abrirían botellas de champán.
Hannah se vería envuelta por una marea incontrolable de expectativas.
—Tú vas a ir al Caribe y, créeme, eso es mil veces mejor que Navidad en las Highlands escocesas. Es probable que nos quedemos encerrados por la nieve —ella se ponía enferma solo de pensarlo. Atrapados. Incapaces de respirar. Enterrados.
Oyó la voz de Suzanne, espesa por las lágrimas.
«Han muerto, Hannah. Están muertos».
Quizá debería haberse inventado un viaje de negocios a algún lugar recóndito del globo y haberse escaqueado un año más. Si iba a ver a un cliente en Sídney, podía pasarse en un avión casi todas las fiestas.
El año anterior se había acobardado en el último momento y sabía que Posy no se había creído su pobre excusa.
«¿Quién demonios decide reformar su empresa en Nochebuena, Hannah? Hasta Santa Claus pospone su evaluación institucional hasta Año Nuevo».
En otro tiempo, Posy la había adorado y la seguía como una sombra. Se metía en su cama y se negaba a que la sacaran. Le tomaba la mano, se sentaba en su regazo y se pegaba a ella como una lapa, toda suavidad y vulnerabilidad.
Hannah sintió que la opresión en su pecho aumentaba al pensar en eso.
Decir que se habían distanciado sería decir muy poco, y sabía que había sido por su culpa.
La relación con su hermana pequeña era una prueba más que apoyaba su creencia de que sería una madre terrible.
¿Y qué iba a hacer si estaba embarazada?
Capítulo 4
Posy
En un valle remoto de las Highlands escocesas, Posy McBride estaba de pie en el lugar donde había habido una avalancha. La azotaba un viento helado, que congelaba la piel no cubierta y se colaba por los huecos de la ropa. El aire olía fuertemente