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Mañana no estás. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Mañana no estás - Lee Child


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más fácil de asimilar.

      Nos ubicamos en una mesa con butacas al lado de un espejo. Eso también ayuda. Uno se puede mirar con el otro en el reflejo. Cara a cara, pero no realmente. El sitio estaba casi medio lleno. Policías de la estación del distrito, taxistas camino a los garajes del West Side. Pedimos café. Yo quería comida también, pero no iba a comer si él no comía. No es respetuoso. Dijo que no tenía hambre. Me quedé sentado en silencio y esperé. Déjalos que hablen primero, habían dicho los psicólogos de Rucker.

      Me dijo que se llamaba Jacob Mark. Originalmente Markakis en los tiempos de su abuelo, en aquella época en que un apellido griego no era bueno para nadie, salvo si estabas en el negocio de los ultramarinos, caso que no era el de su abuelo. Su abuelo estaba en el negocio de la construcción. De ahí el cambio. Dijo que le podía decir Jake. Yo le dije que me podía decir Reacher. Me dijo que era policía. Le dije que yo también lo había sido en algún momento, militar. Me dijo que no estaba casado y que vivía solo. Le dije que yo igual. Establece intereses comunes, habían dicho los profesores en Rucker. De cerca y mirando más allá de su desaliño físico era un hombre normal que estaba bien. Tenía el lustre cansado de cualquier policía, pero por debajo de eso había un hombre suburbano normal. Con un asesor vocacional distinto podría haber sido profesor de ciencias o dentista o gerente de un negocio de repuestos para coches. Tenía entre cuarenta y cincuenta años, estaba ya muy canoso, pero su rostro era juvenil y sin arrugas. Sus ojos estaban oscuros y grandes y fijos, pero era temporal. Unas horas antes, cuando se había ido a acostar, debió haber sido un hombre apuesto. Me agradó al verlo, y su situación me daba pena.

      Tomó aire y me dijo que su hermana se llamaba Susan Mark. En algún momento Susan Molina, pero divorciada hacía muchos años y desde entonces Mark de nuevo. Ahora viviendo sola. Hablaba de ella en presente. Estaba muy lejos de la aceptación.

      Dijo:

      —No se puede haber matado. Es que no es posible.

      —Jake, yo estuve ahí —dije.

      La camarera nos trajo el café y por un momento lo bebimos en silencio. Pasando el tiempo, dejando que la realidad surtiera efecto un poco más. Los psicólogos de Rucker habían sido explícitos: las personas que acaban de perder a un ser querido de manera repentina tienen el coeficiente intelectual de un perro labrador. Poco delicados, porque eran del Ejército, pero precisos, porque eran psicólogos.

      —Cuéntame entonces qué fue lo que pasó —dijo Jake.

      —¿De dónde eres? —le pregunté.

      Mencionó un pueblo pequeño en el norte de Nueva Jersey, dentro del área metropolitana de Nueva York, lleno de personas que hacen el viaje de ida y vuelta a diario y de dedicadas madres de clase media, gente próspera, segura, contenta. Dijo que el departamento de policía tenía un buen presupuesto, estaba bien equipado y era por lo general tranquilo. Le pregunté si su departamento tenía una copia de la lista israelí. Dijo que después de lo de las Torres Gemelas a todos los departamentos de policía del país los habían atiborrado de documentos, y que a todos los oficiales les habían obligado a aprenderse todos los puntos de todas las listas.

      —Tu hermana se estaba comportando de manera extraña, Jake —dije—. Coincidía punto por punto. Parecía una terrorista suicida.

      —Mentira —dijo, tal como debería un buen hermano.

      —Obviamente no lo era —dije—. Pero habrías pensado lo mismo. Tendrías que haberlo hecho, con tu entrenamiento.

      —Entonces la lista tiene más que ver con el suicidio que con las bombas.

      —Aparentemente.

      —Ella no era una persona triste.

      —Debe haberlo sido.

      No respondió. Bebimos un poco más. La gente iba y venía. Pagaban la cuenta, dejaban propina. En la Octava empezó a armarse el tráfico.

      —Cuéntame de ella —dije.

      —¿Qué arma usó? —preguntó.

      —Un viejo Ruger Speed-Six.

      —El revólver de nuestro padre. Ella lo heredó.

      —¿Dónde vivía? ¿Aquí, en la ciudad?

      Negó con la cabeza:

      —Annandale, Virginia.

      —¿Sabías que ella estaba por aquí?

      Volvió a negar con la cabeza.

      —¿Por qué vendría?

      —No sé.

      —¿Por qué llevaría puesto un abrigo de invierno?

      —No sé.

      —Unos agentes federales vinieron y me hicieron preguntas —dije—. Después me encontraron unos tipos que trabajan por su cuenta, justo antes que tú. Todos hablaron de una mujer que se llama Lila Hoth. ¿Escuchaste alguna vez a tu hermana mencionar ese nombre?

      —No.

      —¿Y John Sansom?

      —Es un congresista de Carolina del Norte. Quiere ser senador. Un hueso duro de roer.

      Asentí. Me acordé, vagamente. La temporada electoral se estaba poniendo en marcha. Había visto noticias en los periódicos y en la televisión. Sansom había entrado tarde en la política y era una estrella en ascenso. Era considerado alguien duro e intransigente. Y ambicioso. Le había ido bien con los negocios por un rato y antes de eso le había ido bien en el Ejército. Hacía pensar en una carrera glamurosa en las Fuerzas Especiales, sin proporcionar detalles suplementarios. Las carreras en las Fuerzas Especiales son buenas para ese tipo de cosas. La mayor parte de lo que hacen es secreto, o se puede decir que lo es.

      —¿Mencionó tu hermana alguna vez a Sansom? —pregunté.

      —No creo —dijo.

      —¿Lo conocía?

      —No veo cómo.

      —¿De qué trabajaba? —pregunté.

      No me lo dijo.

      DOCE

      No necesitaba decírmelo. Yo ya sabía lo suficiente como para hacer una estimación aproximada. Sus huellas digitales estaban en los expedientes y tres exoficiales de carrera rosados relucientes se habían apresurado a venir por la autopista pero se habían vuelto a ir en pocos minutos. Lo cual ponía a Susan Mark en algún lugar en el negocio de defensa, pero no en una posición elevada. Y vivía en Annandale, Virginia. Al sudoeste de Arlington, según recordaba. Un lugar que probablemente había cambiado desde la última vez que estuve. Pero probablemente todavía decente para vivir, y todavía a una distancia fácil de recorrer hasta el edificio de oficinas más grande del mundo. Ruta 244, de una punta a la otra.

      —Trabajaba en el Pentágono —dije.

      —Se suponía que ella no tenía que hablar de su trabajo —dijo Jake.

      Negué con la cabeza:

      —Si hubiera sido de verdad un secreto, te habría dicho que trabajaba en Walmart.

      No respondió. Dije:

      —En algún momento tuve una oficina en el Pentágono. Estoy familiarizado con el lugar. Ponme a prueba.

      Hizo una pausa y luego se encogió de hombros y dijo:

      —Era una empleada civil. Pero ella hacía que sonara interesante. Trabajaba para un equipo que se llamaba CGUSAHRC. Nunca me dijo demasiado al respecto. Hacía que sonara como algo confidencial. La gente no puede hablar mucho ahora, después de lo de las Torres Gemelas.

      —No es un equipo —dije—. Es una persona. CGUSAHRC significa Comandante General, Ejército de los Estados Unidos, Comando de Recursos Humanos. Y no es muy interesante. Es un departamento de personal. Papeleo y documentación.

      Jake no respondió. Pensé


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