Mañana no estás. Lee ChildЧитать онлайн книгу.
todo esto?
—No realmente. Quizás no había mucho para contar. —Lo dijo con un dejo de amargura, como si su hermana hubiera sido descubierta en una mentira.
—Las personas adornan las cosas, Jake —dije—. Es la naturaleza humana. Y por lo general eso no hace ningún daño. Quizás solo quería competir, por lo de que tú eres policía.
—No teníamos una relación cercana.
—Igualmente erais familia.
—Supongo.
—¿Disfrutaba su trabajo?
—Parecía que sí. Y debe haber sido el indicado para ella. Tenía las habilidades adecuadas, para un departamento de documentación. Buena memoria, meticulosa, muy organizada. Era buena con los ordenadores.
Volvió el silencio. Yo empecé a pensar de nuevo en Annandale. Una comunidad agradable pero sin nada especial. Bajo las circunstancias presentes tenía solo una característica significativa.
Estaba muy lejos de la ciudad de Nueva York.
No era una persona triste.
—¿Qué? —dijo Jake.
—Nada —dije—. No es mi problema.
—¿Pero qué?
—Solo estoy pensando.
—¿En qué?
Hay más de lo que parece.
—¿Hace cuánto que eres policía? —pregunté.
—Dieciocho años.
—¿Siempre en el mismo sitio?
—Me formé con la policía estatal. Después pasé a otro lado. Como pasa en los equipos de cantera.
—¿Has visto muchos suicidios en Jersey?
—Uno o dos por año, quizás.
—¿Alguien vio alguno de esos venir?
—No realmente. Por lo general son una gran sorpresa.
—Como este.
—Así es.
—Pero detrás de cada uno tiene que haber un motivo.
—Siempre. Financiero, sexual, algo que está a punto de volverse un escándalo.
—Por lo cual tu hermana tiene que haber tenido un motivo.
—No sé cuál.
Me quedé callado otra vez. Jake dijo:
—Habla. Cuéntame.
—No me corresponde.
—Fuiste policía —dijo—. Estás viendo algo.
Asentí. Dije:
—Mi suposición es que de los suicidios que viste, quizás siete de cada diez fueron en casas, y tres de cada diez, iban conduciendo hasta alguna calle de la localidad y conectaban una manguera al tubo de escape y la metían por la ventanilla.
—Más o menos.
—Pero siempre en algún lugar conocido. Algún lugar apartado y tranquilo. Siempre en alguna especie de destino. Llegas ahí, te tranquilizas, lo haces.
—¿Qué estás queriendo decir?
—Estoy queriendo decir que nunca escuché de un suicidio en el que una persona viaje a cientos de kilómetros de su casa y lo haga cuando el viaje está todavía en curso.
—Te lo dije.
—Me dijiste que ella no se mató. Pero sí lo hizo. Yo la vi hacerlo. Pero estoy queriendo decir que lo hizo de una manera muy poco convencional. De hecho no creo haber escuchado nunca antes de un suicidio dentro de un vagón de metro. Debajo del metro, quizás, pero no en su interior. ¿Escuchaste alguna vez de un suicidio en el interior de un transporte público, durante el viaje?
—¿Entonces?
—Entonces nada. Solo estoy preguntando, eso es todo.
—¿Por qué?
—Porque sí. Piensa como un policía, Jake. No como un hermano. ¿Qué haces cuando algo está muy fuera de su lugar?
—Vas más a fondo.
—Pues hazlo.
—No va a hacer que resucite.
—Pero entender algo ayuda mucho. —Que era también un concepto que enseñaban en Fort Rucker. Pero no en la clase de psicología.
Hice que me volvieran a servir café y Jacob Mark cogió un sobre de azúcar y lo hizo girar una y otra vez en sus manos de manera tal que el polvo cayera de un extremo al otro del rectángulo de papel, repetidamente, como un reloj de arena. Podía ver su cabeza trabajando como un policía y su corazón trabajando como un hermano. Estaba todo ahí en su rostro. Más a fondo. No va a hacer que resucite.
—¿Qué más? —preguntó.
—Había un pasajero que se fue antes de que la policía hablara con él.
—¿Quién?
—Un tipo. Los agentes se figuraron que seguro no quería que su nombre quedara en el sistema. Se figuraron que quizás estaba engañando a su esposa.
—Es posible.
—Sí —dije—. Es posible.
—¿Y?
—Tanto los federales como los que trabajaban por su cuenta me preguntaron si tu hermana me había dado algo.
—¿Un algo de qué tipo?
—No especificaron. Imagino que algo pequeño.
—¿Quiénes eran los federales?
—No lo dijeron.
—¿Quiénes eran los que trabajaban por su cuenta?
Me separé un poco del asiento y saqué del bolsillo trasero la tarjeta de presentación. Cartulina barata, ya arrugada, y ya un poco azul por mis pantalones. Pantalones nuevos, tinte fresco. La apoyé y le di la vuelta y la deslicé sobre la mesa. Jake la leyó despacio, quizás dos veces. Cierto y Seguro, Inc. Protección, Investigación, Intervención. El número de teléfono. Sacó un móvil y marcó. Escuché un retraso y un animado ding-dong de tres notas y un mensaje grabado. Jake cerró el teléfono y dijo:
—Fuera de servicio. Número falso.
TRECE
Hice que me volvieran a servir café una vez más. Jake miraba a la camarera como si nunca hubiera oído una cosa tal. Finalmente ella perdió el interés y se fue. Jake deslizó la tarjeta de presentación hacia mí. La cogí y me la guardé en el bolsillo y dijo:
—No me gusta esto.
—A mí tampoco me gustaría —dije.
—Deberíamos volver y hablar con la policía.
—Se suicidó, Jake. Esa es la conclusión. Eso es todo lo que necesitan saber. No les importa cómo o dónde o por qué.
—Debería.
—Tal vez. Pero no les importa. ¿A ti te importaría?
—Probablemente no —dijo. Vi cómo sus ojos se quedaban sin expresión. Quizás estaba repasando mentalmente casos viejos. Casas adosadas, calles arboladas, abogados viviendo la gran vida a costa del dinero del fideicomiso de sus clientes, incapaces de resarcirse, escabulléndose por anticipado de la vergüenza y el escándalo y la inhabilitación. O maestros, con alumnas embarazadas. U hombres de familia, con novios en Chelsea o en el West Village. Policías locales, llenos de tacto y de una áspera simpatía, grandes e intrusivos en las viviendas pulcras y tranquilas, revisando la escena, estableciendo hechos, escribiendo informes,