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Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie FerrarellaЧитать онлайн книгу.

Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella


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de que tiene un pelo perfecto —comentó la señora Bee mientras salía de la cocina.

      Simon se quedó mirando por la ventana de la cocina a Peyton, Tink y Audrey.

      Seguro que podía resistirse a algo tan simple como un pelo perfecto.

      A Simon no le alegró oír el despertador a las cinco cuarenta y cinco de la mañana siguiente, pero se puso ropa de deporte y estaba en la habitación de Peyton poco después de las seis.

      Se quedó viendo cómo dormía desde la puerta.

      El perro levantó la cabeza y frunció el ceño al ver a Simon entrar, gruñó y volvió a bajar la cabeza, como para decirle que no pensaba salir de la cama tan temprano.

      Simon juró entre dientes y se preguntó qué debía hacer. ¿Esperar a que el perro decidiese levantarse?

      —Tienes suerte de que Peyton te adore —le dijo al animal, que se había estirado, como si fuese a levantarse pronto.

      «Estoy hablando con el perro», pensó Simon.

      —Yo estoy levantado. Y seguro que Audrey también, así que tú vas a levantarte. Venga.

      Tink bajó de la cama a regañadientes y se puso a su lado.

      —Venga, vamos fuera.

      El perro lo siguió escaleras abajo y ambos salieron por la puerta de la cocina. Tink hizo sus necesidades enseguida y luego miró hacia las escaleras del garaje que llevaban al apartamento de Audrey.

      —Sí, lo sé. Las dos piensan que eres estupendo, ¿verdad?

      Simon tomó una correa del garaje y siguió a Tink escaleras arriba. Ella abrió la puerta antes de que llegasen. Llevaba puesta una camiseta ancha y unos bonitos pantalones de ciclista cortos, aunque no se le veía nada, porque la camiseta era demasiado ancha y larga.

      Iba con la cara lavada, el pelo más salvaje de lo habitual, pero tan mono como siempre. Estaba adormilada, dulce, tentadora…

      Y Simon pensó que, si fuese suya, no se levantarían tan pronto por las mañanas.

      —¿Tuvisteis algún problema anoche? —le preguntó Audrey.

      —Ninguno. Salvo que cuando he ido a despertarlo hace un minuto, no quería levantarse.

      Audrey se inclinó y saludó al animal, preguntándole si era un buen chico y diciéndole que había oído que sí. Luego se incorporó y miró a Simon, que iba vestido con ropa de deporte.

      —¿Vas a venir a correr con nosotros?

      —No, voy a ir yo con el perro, y tú vas a tomarte el día libre.

      Ella lo miró con preocupación. ¿Cómo era posible que le preocupase la idea de tomarse el día libre? Las mujeres eran muy extrañas a veces.

      —Ayer hiciste demasiado ejercicio. Seguro que esta mañana te duele todo, así que no hace falta que saques al perro a correr…

      —Puedo hacerlo —insistió ella.

      —Estoy seguro de que sí —rió él. Audrey parecía sentirse insultada y él lo único que quería era disculparse—. Te estoy diciendo que no tienes que hacerlo, no quiero que lo hagas.

      —Pero, es mi trabajo…

      —Lo sé, pero no soy un negrero, en contra de lo que hayas podido oír decir de mí. Audrey, estoy intentando disculparme. Ayer por la mañana perdí los nervios, te grité…

      —Y yo a ti —le recordó ella.

      —Ya lo sé. Estaba allí.

      Y ella pareció otra vez preocupada.

      Simon se maldijo.

      No quería que le tuviese miedo.

      No quería que tuviese miedo de nada.

      —No quiero que trabajes tan duro y no quiero que hagas nada hoy. Va a venir un coche a recogerte para llevarte…

      —¿Un coche? —repitió ella, completamente devastada.

      —Un conductor con un coche, que va a llegar exactamente dentro de… —se miró el reloj— cuarenta y siete minutos para llevarte a Morton’s.

      —¿A Morton’s? —preguntó Audrey, y la cara se le iluminó.

      Simon sintió por fin que había hecho algo bien.

      —¿Lo conoces?

      Ella asintió.

      —Bien, pues vas a ir a que te mimen un poco.

      —No puedes hacer algo así.

      Simon rió.

      —Claro que puedo. Ya lo he hecho. Todo está planeado.

      —Pero… no.

      ¿Acaso no lo entendía aquella mujer? Nadie discutía con él, salvo la señora Bee.

      —¿Por qué no?

      —Porque, Simon, eres mi jefe.

      —Sí.

      —No me parece… apropiado.

      —¿Por qué no?

      —Porque eres mi jefe —repitió Audrey.

      —Y tú has hecho grandes progresos con el perro. De hecho, es sorprendente. No podría estar más contento. Hasta me gustan los árboles podados. Y perdí la compostura. No debiste echar el mantillo tú sola… Por eso quiero agradecértelo y disculparme al mismo tiempo, ¿de acuerdo?

      —No me parece… bien que me mandes a un balneario.

      —¿Por qué no?

      —Porque no me parece el tipo de regalo que un jefe le hace a su empleada.

      —¿Por qué no? —a él le parecía una buena manera de pedirle perdón.

      Se quedó mirándola fijamente, en principio, sólo para averiguar qué le pasaba, pero pronto se distrajo pensando lo guapa que estaba.

      Lo tentadora.

      Lo atractiva.

      Ella frunció el ceño. Y Simon se dio cuenta de que la había enfadado.

      —Simon, si estás pensando en…, en…

      —¿Sí?

      —En que puede haber algo más entre nosotros… —continuó ella, ruborizándose.

      Él pensó en lo mucho que deseaba que hubiese algo más entre ellos, en lo mucho que le hubiese gustado que el perro desapareciese y meterla en su apartamento, cerrar la puerta tras de ellos, quitarle la ropa y llevársela a la cama.

      Pero no podía decírselo.

      Al menos, no debía decírselo.

      No solía tontear con sus empleadas. Ya se había sentido tentado antes, pero siempre se había resistido.

      Aunque nunca había deseado tanto romper aquella norma.

      El perro gimió. Y Simon lo odió en ese momento.

      Pero Audrey parecía realmente asustada, triste y vulnerable. Y él no quería complicarle más la vida.

      —Audrey —le dijo sin mirarla más, mirando a la pared, al sofá, a la cocina—. Lo hago siempre.

      Ella abrió la boca, pero no dijo nada.

      Y él pensó en lo que acababa de decir.

      —Me refiero a Morton’s —le explicó, intentando comportarse como si no hubiese pasado nada—. Tengo una cuenta allí. Mando a mis empleados a menudo. Ya sabes, grito más de lo que debería, y estoy intentando corregirme, pero hasta que lo consiga, al menos intento disculparme después. Y, por el momento, a todas mis empleadas les ha gustado que lo haga mandándolas


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