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Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie FerrarellaЧитать онлайн книгу.

Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella


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una rama…

      Él le apretó el hombro para reconfortarla.

      —Ya te he dicho que ha sido culpa mía. No tenía que haberte gritado así. A veces, soy un poco brusco, pero sé que eso no es excusa. Lo siento de verdad.

      Audrey se limpió una lágrima.

      —Entonces, ¿todo arreglado?

      —Por mi parte, sí. ¿Tú estás segura de que estás bien?

      Ella asintió, se sentía como una tonta.

      —Tengo que hablar con tu hija de un par de cosas acerca del perro…

      —Luego. Ahora vete a casa. Tómate un descanso y ven cuando te sientas mejor.

      —De acuerdo, gracias.

      Y subió casi volando las escaleras de su apartamento. Cuando se giró a cerrar la puerta, Simon seguía allí, observándola.

      Capítulo 6

      ESA misma noche, Audrey descubrió que Peyton sabía escuchar y aprendía pronto.

      Después de la cena, fue con Simon y su hija a la terraza cubierta que había en la parte de atrás de la casa, para darle un par de lecciones a la niña acerca de cómo hacer que el perro se comportase bien.

      Peyton consiguió enseguida que Tink acudiese cuando lo llamaba, que se tumbase y que se quedase así unos segundos. Y el animal casi había entendido que le tenía que dar permiso antes de subirse a su regazo o lamerle.

      —Muy bien —comentó Audrey.

      —Papá dice que no es un perro listo, pero yo sé que sí lo es —dijo la niña.

      Simon, que estaba en el otro extremo del patio, con una copa en la mano, observándolas, miró a Audrey a los ojos y sacudió la cabeza.

      Ella sonrió, no pudo contenerse.

      —Ahora —le dijo a Peyton—. Vamos a hablar de esta noche. ¿Suele dormir Tink contigo?

      Peyton asintió.

      —En mi cama. Le gusta mucho. A la señora Bee, no, pero… —miró a su padre con preocupación.

      —La señora Bee sabe que duerme en tu cama, Peyton —le dijo su padre.

      La niña sonrió.

      —Así que quieres que duerma contigo. Eso está bien. Sólo tienes que asegurarte de que salga a hacer sus necesidades antes de acostaros. Dile que tiene que salir, y lo hará. Y haz que espere a que le invites antes de que salte a tu cama… Luego, se levanta temprano. Sobre las seis. Y tiene que volver a salir, y correr. ¿Tú te levantas tan pronto?

      Peyton negó con la cabeza.

      —Yo estaré despierto —dijo Simon—. Lo dejaré salir. ¿Y luego?

      —Yo me lo llevaré a correr —dijo Audrey.

      —¿Y yo? ¿Puedo ir yo a correr con él? —quiso saber Peyton.

      —No creo que puedas correr tan rápidamente como él, pero estaría bien que tú también le hicieses hacer ejercicio. Mañana por la mañana hablaremos de eso, ¿de acuerdo?

      —De acuerdo.

      Tink lamió a la niña y la hizo reír. Peyton miró a Audrey como si le hubiese llevado la luna o algo así.

      Y eso le hizo pensar en Andie, y en la época en la que su hija pensaba que era una madre increíble. Le preocupó que no volviese a pensarlo nunca más.

      Simon pensó que Audrey era estupenda con su hija. Y que había sido milagrosa con el perro, hasta el momento.

      Peyton estaba encantada de tener una amiga, y a alguien a quien también le gustase el perro, en la casa. Y la señora Bee no se había quejado de Tink desde que Audrey estaba allí.

      Simon estaba contento. Muy contento.

      Sólo le hubiese gustado saber por qué ella parecía tan angustiada cuando hablaba de él y de Peyton, y por qué no vivía con su hija.

      Además, le había gritado esa mañana, y ella había hecho el trabajo de tres hombres en el jardín. Casi no podía ni andar y tenía pensado levantarse al amanecer para ir a correr con el perro.

      No podía permitirlo.

      Se merecía un descanso, y una disculpa.

      Dejó a Peyton y a Audrey en la terraza, con el perro, y fue a la cocina.

      La señora Bee se lo encontró allí, hablando por teléfono con Natasha Warren, la dueña de un balneario al que solía ir mucho.

      —Estaba pensando en un masaje de noventa minutos —le dijo.

      —¿De noventa minutos? —preguntó ella, sorprendida.

      —Está hecha polvo —le explicó. Oyó reír a Natasha y notó que la señora Bee lo miraba escandalizada—. ¡No pienses mal!

      —Si tú lo dices —contestó Natasha.

      —Ha trabajado demasiado.

      —¿Demasiado? Debe de haber alguna postura que no conozco, aunque pensaba que las conocía todas…

      —Vaya. Quiero decir que ha trabajado en el jardín, nada más.

      Simon juró, y Natasha rió todavía más.

      —Noventa minutos de masaje —añadió—. ¿Algo más?

      —No lo sé. ¿Qué les gusta a las mujeres últimamente?

      —Si Simon Collier no sabe lo que le gusta a una mujer, es que tenemos un problema —ronroneó Natasha.

      —Me refiero a qué les gusta de tu balneario —le explicó él, que estaba empezando a perder la paciencia.

      —Está bien. Si ha estado trabajando en el jardín, estoy segura de que necesita una manicura, aunque no le durará nada si sigue haciendo ese tipo de trabajo. ¿Qué tal un corte de pelo y unas mechas?

      —Deja su pelo tranquilo. Es perfecto —dijo él, y vio que la señora Bee volvía a mirarlo.

      Pero a él le daba igual.

      ¿Acaso no podía gustarle su pelo?

      No quería que nadie tocase los sensuales rizos de Audrey, salvo él. Le gustaban tal y como eran, naturales, libres, bailando alrededor de su cara.

      No era un delito que le gustasen los rizos de una mujer.

      —Está bien, le dejaré elegir entre manicura, pedicura o tratamiento facial. ¿Qué te parece? —sugirió Natasha.

      —Me parece estupendo. La mandaré en un coche —para asegurarse de que iba y porque quería mimarla de verdad—. Se levanta temprano. ¿Qué tal a las siete y media? ¿Es posible?

      —Para ti, todo es posible. Pero sólo para ti.

      Simon le dio las gracias y colgó. La señora Bee estaba esperándolo.

      —Sabía que te gustaba —lo acusó.

      —Me gusta su pelo, ¿de acuerdo? Tiene un pelo precioso —se defendió Simon.

      —Claro que sí. ¿Has averiguado qué ha hecho para terminar aquí, viviendo encima de tu garaje y jugando a ser la niñera del perro?

      —No. ¿Y tú? —le preguntó, porque estaba seguro de que lo había intentado, ya que a la señora Bee le gustaba saberlo todo de todo el mundo.

      —Todavía no. Actúa como si me tuviese miedo…

      —Me pregunto por qué —replicó Simon. La mayoría de sus empleados sentían terror por la señora Bee, y ella lo sabía y disfrutaba con ello.

      —No le he hecho nada —dijo el ama de


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