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Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie FerrarellaЧитать онлайн книгу.

Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella


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lo sé. Quiero decir, que me hablaste de que tiene mucho éxito, de que es muy rico. Di por hecho que no era…

      «Tan atractivo».

      —¿Cuántos años tiene? —le preguntó, porque fue lo primero que se le ocurrió, y no quería hablar de lo guapo que era.

      —No lo sé. Lo conozco desde siempre. Desde que era un niño.

      —¿Y siempre ha sido tan… exigente?

      —Sí, siempre ha sabido lo que quería, y cómo conseguirlo. En los negocios, quiero decir

      Audrey sintió pánico por un momento.

      —¿No querrás emparejarme con él, verdad?

      —No, por supuesto que no…

      —Porque lo último que necesito en estos momentos es un hombre.

      —Lo sé. Bueno, ¿esto es todo lo que tienes?

      Audrey asintió. Y salieron.

      —No mires atrás —le aconsejó Marion—. Sólo hacia delante. Es la única manera de llegar adonde quieres llegar.

      A ella le entraron de nuevo ganas de llorar.

      —Hoy he visto a Andie.

      —¿De verdad? —Marion sabía lo mucho que eso significaba para ella.

      Audrey fue hacia el coche. Marion la siguió.

      —A un par de manzanas de casa de Simon. Se puso furiosa cuando le dije que iba a vivir cerca.

      —Bueno, ya imaginabas cuál sería su reacción. Sólo te demuestra que tenías razón al pensar que, viviendo cerca, te la encontrarías. Dale tiempo. Ya verás como acabas ganándotela.

      —Eso espero. No sé qué más hacer.

      —Es una adolescente. Cambian de idea cada treinta segundos, y cualquier cosa les parece un drama.

      —Lo que hice no fue cualquier cosa.

      —Lo sé, pero sigues siendo su madre. Las chicas de su edad necesitan a su madre, y nunca es demasiado pronto para aprender a perdonar —insistió Marion—. Tengo razón en eso. Y tengo razón contigo. Cree en mí, si todavía no eres capaz de creer en ti misma.

      —Lo haré —le prometió Audrey.

      Dejó la maleta y el bolso en el asiento trasero. Y entonces sonó su teléfono.

      —Es Richard —comentó, haciendo una mueca al ver el número.

      —No permitas que te intimide. Él también tiene su parte de culpa en todo esto.

      Audrey tomó aire y contestó.

      —Hola, Richard.

      —¿Qué tontería es ésa de que vas a vivir en Highland Park, Audrey? —preguntó gritando.

      —Es la verdad, voy a vivir allí. He encontrado trabajo.

      Él rió.

      —Ya me imagino cómo vas a ganarte la vida en un barrio como Highland Park.

      Audrey se mordió la lengua. Aquella conversación no le pillaba por sorpresa. Andie no quería tenerla cerca, y quería que Richard le pidiese que se marchase.

      —Dile que lo siento, pero que me voy a quedar —le dijo a su ex marido cuando pensó que ya había oído suficiente.

      Richard le dijo que era egoísta, irresponsable y mala madre. Aún gritaba cuando le colgó.

      Marion seguía delante de ella. Parecía triste y enfadada, pero tranquila al mismo tiempo.

      —Ya lo has oído, Andie le ha rogado que me pida que me marche.

      Marion asintió con confianza. Y Audrey pensó que ella no volvería a sentirse segura de sí misma en toda la vida.

      —Lo sorprendente es que Richard haya tenido tiempo de escucharla y de hacer lo que le ha pedido —añadió.

      —Eso mismo estaba pensando yo —comentó Marion, agarrándola de la mano—. Y te voy a contar un secreto, sólo por si te hace sentir mejor. Si alguna vez quieres que lo haga, Simon podría aplastar a tu marido con sólo mover el dedo meñique, en los negocios, quiero decir.

      Audrey rió, le gustaba la idea de que alguien aplastase a Richard.

      —Si nuestra hija no tuviese que ir a la universidad dentro de año y medio, me lo pensaría —suspiró—. ¿Qué hago ahora?

      —Confía en ti misma. Confía en que sabes lo que estás haciendo, en lo que es más importante para ti. Tu hija. Y piensa que estás trabajando para arreglar las cosas con ella.

      Audrey se inclinó para abrazarla.

      —¿Cómo has llegado a saber tanto?

      —Cometiendo muchos errores importantes en mi vida. El truco está en aprender de ellos, y tú lo has hecho. Ahora, ve a recuperar a tu hija.

      La casa de Simon Collier estaba en silencio y a oscuras cuando aparcó debajo de las escaleras que llevaban a su alojamiento. Estaba sacando la primera caja del coche cuando se abrió la puerta, la señora Bee se asomó y Tink ladró como un loco.

      —Veo que llega temprano —dijo la señora Bee, sorprendida y, probablemente complacida.

      —Puede dejar salir al perro. Yo me ocuparé de él.

      Dos segundos más tarde, Tink corría hacia ella con cara de felicidad, como si estuviese encantado de que hubiese vuelto.

      Audrey dejó la caja y se arrodilló para saludarlo. El animal puso las patas sobre sus muslos y chocó contra su pecho. Ella rió, lo abrazó y el perro empezó a lamerle la cara.

      —Está bien, está bien —le dijo—. Gracias, pero…

      Entonces, empezó a llorar.

      Tink se apartó al probar sus lágrimas. Confundido, ladeó la cabeza y empezó a gimotear.

      —Estoy bien —le aseguró Audrey—. O, al menos, lo estaré pronto. Es sólo que no recuerdo la última vez que alguien se puso contento al verme. Eres un encanto. Un poco salvaje, pero un encanto.

      Ya se le había olvidado que el amor de los perros era incondicional, y Tink se lo demostró lamiéndole de nuevo las mejillas.

      —Ya vale —lo apartó con cuidado—. Creo que te va a resultar difícil entenderlo, pero a muchas personas no les gustan los besos caninos, Tink. ¿Por qué no subes conmigo y te enseño mi nueva casa? Te buscaré un lugar donde dormir, y mañana saldremos a correr.

      Veinte minutos más tarde ya tenía todas sus cosas arriba. El lugar era tranquilo, y para ella sola.

      Se hizo un ovillo en un rincón del mullido sofá, con el perro prácticamente en su regazo, y se quedó dormida.

      Capítulo 4

      A AUDREY la despertaron muy temprano los húmedos lametazos de Tink. Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba tumbada en el sofá.

      —Vaya —se quejó, le dolía la espalda y el cuello.

      Tink dio un ladrido y le sonrió.

      Ella suspiró y miró por la ventana. Todavía estaba amaneciendo.

      —Bueno, supongo que no está mal que empecemos el día tan temprano —le dijo al animal—. Dame unos minutos e iremos a correr, te lo prometo.

      Se levantó del sofá y fue dando tumbos hasta la puerta. Dejó que el perro saliese a hacer sus necesidades y ella se lavó los dientes, se puso un chándal y zapatillas de deporte y fue hacia la puerta.

      Tink la estaba esperando al otro lado, sonriendo de oreja a oreja.

      Audrey


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