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Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie FerrarellaЧитать онлайн книгу.

Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella


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      Volvería a casa el viernes.

      Pero a ella le daría igual.

      Simon llegó a la puerta de embarque, pero, a pesar de que hubiesen anunciado el vuelo, todavía no estaban embarcando.

      «Qué rabia», pensó.

      Deseó estar en su despacho, en la ciudad, y en su casa, en vez de tener que esperar para subirse a un avión y luego pasar la noche en un hotel.

      Le sonó el teléfono. En la pantalla, apareció el número de la señora Bee.

      —¿Sí, señora Bee?

      —Está sentada sin hacer nada en el jardín, mirándolo todo. Ella y ese animal.

      Simon deseó estar allí para ver al perro tranquilo, tumbado en el césped, y a Audrey, probablemente cruzada de piernas a la sombra de uno de sus enormes árboles que iba a talar. Se imaginó a la señora Bee espiándola desde una ventana, con el ceño fruncido.

      Tuvo la sensación de que le habría gustado verlo.

      —¿Qué hay de malo en ello?

      —Es… extraño. ¿No averiguaste qué es lo que hizo para que la acogiese en su casa esa mujer a la que tanto le gustan los delincuentes y que a ti te cae tan bien?

      —¿Que le gustan los delincuentes? —Simon rió. La señora Bee era capaz de hacer parecer mala a cualquier persona que no le gustase.

      —Marion Givens es experta en meterse en problemas, y lo sabes. Y ahora te ha convencido para que contrates a una mujer que está en tu jardín reconociendo el terreno…

      —¿Reconociendo el terreno? ¿Piensas que va a robarnos?

      —Eso me parece.

      —Lo que va a hacer es arreglar el jardín, ¿recuerdas? Y tiene que estudiarlo antes si queremos que haga un buen trabajo.

      La señora Bee resopló con desaprobación.

      —Creo que ha encantado a ese animal.

      Simon volvió a reír.

      —No encuentro ninguna otra explicación a su comportamiento.

      —¿Crees en la brujería, señora Bee?

      —Por supuesto que no. Ya sabes lo que quiero decir. No es posible que lo haya conseguido con sólo chasquear los dedos, aunque eso es lo único que ha hecho desde que ha llegado aquí. ¿Cómo lo ha hecho?

      —No lo sé y no me importa, siempre y cuando funcione.

      —Bueno, pues yo no me fío de ella —dijo la señora Bee—. Y no puedo creer que tú lo hagas.

      —¿Te preocupa que me embruje a mí también?

      Eso era imposible, después de su primera experiencia con el matrimonio.

      Aunque no le importaría que Audrey intentase embrujarlo.

      —Te gusta —lo acusó el ama de llaves. Y maldijo a todos los hombres y a su falta de capacidad de razonamiento y fuerza de voluntad cuando una mujer bonita se les ponía delante.

      La señora Bee era la única mujer del mundo que se atrevía a hablarle así.

      —Intentaré mantener la cabeza en su sitio en todo lo relativo a Audrey, te lo prometo.

      —Y yo no voy a perderla de vista —dijo ella.

      —Está bien —contestó Simon, todavía divertido cuando colgó el teléfono.

      No necesitaba que la señora Bee lo protegiese.

      Sólo había visto a Audrey una vez y habían hablado de trabajo, y del perro.

      No podía estar enamorado tan pronto. Además, él nunca se enamoraba. Y ella debía de sentir mucho respeto por él, dada su reputación profesional. Eso le evitaba muchas conversaciones inútiles, le ahorraba tiempo y, a menudo, aburrimiento.

      Y, no obstante, la había llamado en cuanto había tenido una excusa, y estaba deseando volver a casa en vez de estar trabajando, aumentando su impresionante cuenta bancaria.

      Ésa era la única manera de mantenerse a flote, ya que en su vida no había otra cosa que no fuese Peyton.

      Aguantó otras treinta y seis horas más de viaje y luego decidió mandarlo todo a hacer puñetas y volver a casa un día antes.

      Porque no estaba sacando nada en claro.

      Y no por otro motivo.

      Llegó a casa después de la medianoche y dejó el coche fuera del garaje para no despertar a Audrey, o, lo que era más probable, al perro, que, a su vez, despertaría a Audrey. De acuerdo con los informes de la señora Bee, ambos salían a correr por las mañanas nada más amanecer.

      En cualquier caso, no era buena idea despertarlos a esas horas.

      Entró en la casa, se dio una ducha rápida y se metió en la cama, agradecido de que fuese la suya y pensando que, aunque durmiese en ella también al día siguiente, el mundo no tenía por qué acabarse y que, probablemente, su humor se lo agradecería.

      Golpeó la almohada varias veces hasta que adoptó la forma deseada, cerró los ojos y se quedó dormido en cuestión de segundos.

      Y se despertó con…

      ¡Había sonado como si una bomba hubiese caído encima de su casa!

      Se incorporó, con el corazón latiéndole a toda velocidad.

      Debía de habérselo imaginado, porque la casa seguía en pie.

      No se le había caído nada en la cabeza. No oía nada.

      Sacudió la cabeza y volvió a tumbarse, y casi se había dormido otra vez cuando oyó un fuerte crujido justo fuera de su ventana.

      —¿Qué demonios ha sido eso? —murmuró. Y se puso los pantalones del pijama que guardaba en el cajón de la mesita de noche para cuando Peyton estaba allí.

      Bajó corriendo las escaleras y fue a la puerta principal.

      ¿Quién iba a querer bombardear Highland Park?

      Salió gruñendo de la casa y se encontró con un grupo de hombres con cascos, un par de máquinas enormes y ruidosas y con su jardín que parecía haber sido bombardeado. Había ramas por todas partes. ¡Todavía no eran las seis y media de la mañana y alguien había bombardeado su jardín!

      Fue hacia el tipo que estaba más cerca dispuesto a cantarle las cuarenta cuando oyó la voz de Audrey que lo llamaba y la vio avanzar corriendo hacia él. Lo agarró con fuerza para llevárselo. Movía los labios, pero Simon no entendió lo que decía.

      —¿Qué demonios está pasando? —le preguntó, enfadado. Habría dicho algo mucho peor, pero estaba intentando mejorar su lenguaje por Peyton.

      —¡Ven aquí! —gritó Audrey.

      Él volvió oír el mismo estruendo que en la cama y una enorme rama cayó en el suelo detrás de él. Se dio la vuelta y la miró con la boca abierta. ¡Casi lo habían matado en su propio jardín!

      —¿Qué demonios están haciendo, cortando ramas así, cuando hay gente por el medio?

      —Están podando los árboles —espetó ella—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?

      —¡Vivo aquí! ¡Es mi casa! ¡Pensé que alguien estaba bombardeando el barrio!

      —¿Bombardeando el barrio? —repitió ella, haciendo que sonase como una ridiculez.

      —Eso me ha parecido cuando me han despertado —añadió él a gritos—. ¡Podían haberme matado!

      —Ya lo sé. He sido yo la que te he apartado —dijo Audrey.

      Uno de los tipos con casco se acercó a ellos corriendo.

      —¿Qué


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