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Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina. Marie FerrarellaЧитать онлайн книгу.

Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella


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llegó a las seis en punto, nada más salir del coche corrió a los brazos de Simon, que la levantó del suelo y le dio una vuelta, y ella rió y se aferró a él. Un momento después aparecía el perro, corriendo.

      Simon dejó a Peyton en el suelo y contuvo la respiración mientras esperaba que el perro se detuviese, se sentase y actuase como si estuviese bien educado, cosa que hacía siempre que estaba allí su hija.

      Levantó la mirada y vio a Audrey girando la esquina de la casa. Parecía tan nerviosa como él. Cómo no, el estúpido perro se detuvo delante de Peyton, se sentó y movió la cola con frenesí. Pero se mantuvo tranquilo mientras su hija lo abrazaba y lo saludaba como si fuese su mejor amigo. Luego le dio un beso en el hocico, el perro le lamió a ella la nariz y la hizo reír.

      —¡Te he echado de menos, Tink! —gritó—. ¿Y tú a mí?

      —Guau —respondió el animal.

      Simon sacudió la cabeza. Sabía que tendría que compartirla con el perro durante todo el fin de semana y ocupar un segundo lugar detrás de él.

      «Vencido por un maldito perro», pensó.

      Peyton siguió tratando al animal como si llevase años sin verlo. Él le hizo un gesto a Audrey para que se acercase y poder presentársela a su hija, se dio cuenta de que se movía con cautela.

      —¿No te habrán hecho daño esos idiotas de los árboles, verdad?

      —No —contestó ella.

      —¿El perro?

      —No. El perro no es un problema, Simon.

      —Entonces, ¿por qué casi no puedes andar?

      —Creo que he trabajado demasiado. He estado extendiendo el mantillo.

      Él miró a su alrededor y luego volvió a mirar a Audrey.

      —¿Tú sola?

      —Sí.

      —¿Por qué?

      —Porque había que hacerlo.

      —Pero no tenías que hacerlo tú —le dijo Simon, y se dio cuenta de que había estado a punto de gritarle otra vez, y eso era lo último que quería hacer, después de lo que había pasado esa mañana.

      Se había comportado como un imbécil y todavía no se había disculpado.

      —No quiero que trabajes tanto —insistió.

      Ella puso el mismo gesto de obstinación que por la mañana y replicó.

      —Ya está hecho, ¿de acuerdo?

      —Y ahora estás sufriendo por ello…

      —Simon…

      —La próxima vez que haya que hacer un trabajo que requiera fuerza física, contrata a hombres.

      Estaba intentando hacerle un favor a esa testaruda, quería cuidar de ella.

      ¿Por qué le daba la sensación de que ella se sentía insultada, de que se estaba enfadando?

      ¡Mujeres!

      ¿Acaso nunca aprendería que eran seres difíciles y que era mejor mantenerse alejado de ellas?

      Nunca había tenido suerte con las relaciones y, en esos momentos, Audrey parecía tenerle miedo. O eso, o se iba a echar a llorar.

      No, por favor. Cualquier cosa menos eso.

      Ya tenía otra cosa por la que disculparse. Aunque aquél no parecía el mejor momento para hacerlo, ya que lo más probable era que empezase a gritarle y tuviese que disculparse después, por tercera vez.

      Tomó aire, intentó tranquilizarse y llamó a su hija:

      —¿Peyton?

      La niña dejó por fin al perro y se volvió hacia él.

      —Ésta es la señora Graham, de la que ya te he hablado. Se ocupa del perro cuando tú no estás.

      Peyton se incorporó y sonrió, y le tendió la mano como él le había enseñado a hacer cuando le presentaban a un adulto.

      —Hola, soy Peyton Alexandra Collier.

      Impresionante, teniendo en cuenta que tenía sólo cinco años.

      Audrey le dedicó una maravillosa sonrisa y le dio la mano.

      —He oído hablar mucho de ti. Y Tink ha estado esperándote, llevaba horas mirando por la ventana, a ver si llegabas. Creo que te ha echado de menos.

      —¿De verdad?

      —Sí.

      —¡Yo siempre lo echo de menos! —dijo Peyton, suspirando con dramatismo—. ¿Vas a quererlo y a ser buena con él? Porque papá y la señora Bee piensan que es horrible.

      —A mí me parece un perro maravilloso —contestó Audrey—. Sólo necesita que lo ayuden a entender cómo debe comportarse. Eso es todo. Y es más fácil hacérselo entender si todos lo tratamos igual y esperamos lo mismo de él…

      —Todos vamos a ser buenos con él, ¿verdad? —preguntó Peyton, preocupada.

      —Sí, todos vamos a ser buenos los unos con los otros —le aseguró Audrey.

      La niña puso un brazo alrededor del perro y se acercó para decirle a Audrey al oído:

      —¿Puedes hacer que mi papá y la señora Bee sean buenos con Tink?

      Simon rió.

      Audrey asintió.

      —Cuando tú no estés aquí, Tink se quedará conmigo, para que no moleste a nadie.

      —Eso me parece bien —dijo Peyton, luego, se volvió hacia su padre—. Papi, ahora quiero ir a jugar con Tink. Me ha echado de menos.

      —Está bien, cariño —dijo él dándole un beso en la cabeza—. Ve. Te esperaré dentro.

      Simon se quedó allí, mirando a su hija y al perro. Audrey le dio a Peyton la pelota y le explicó que a Tink le gustaba que se la tirasen para ir por ella, y le enseñó cómo hacerlo.

      —Es adorable —le dijo luego a Simon.

      —Yo también lo pienso, pero tengo que admitir que no soy imparcial.

      Después de ver cómo miraba Simon a su hija, con aquel orgullo de padre, decidió que no era sólo un hombre guapo.

      Era devastador.

      Deseó que su marido hubiese tenido sólo un poco de ese amor y esa ilusión en los ojos cuando miraba a su hija.

      —¿Audrey? —Simon le puso una mano en el hombro y la miró con preocupación—. Te has hecho daño de verdad, ¿no? Maldita sea, me habías dicho que estabas bien…

      —Y lo estoy —dijo ella, conteniendo las lágrimas—. Quiero decir, que no es lo que piensas. Es por tu manera de mirarla. Es maravilloso, y espero que siempre sea así. Espero que siempre sientas eso por ella.

      Él frunció el ceño.

      —¿Cómo no iba a hacerlo? Es mi hija.

      —Exacto —dijo ella, intentando sonreír.

      —¿Tienes una hija? —adivinó Simon sin dejar de mirarla a los ojos, como si fuesen un puzzle que quisiese resolver.

      —Sí.

      —¿Y está… bien?

      Audrey se encogió de hombros. ¿Qué debía contarle?

      —Andie vive en la casa que viste, con su padre y la novia de éste, y va al instituto de la zona. La última vez que la vi, estaba bien.

      Furiosa con ella, pero bien.

      —De acuerdo —dijo él, pero tenía un millón de preguntas


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