A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori FosterЧитать онлайн книгу.
de salir del cuarto de baño, se lavó la cara y se cepilló los dientes. Al mirarse al espejo, vio que no tenía muy buena cara.
Aunque la verdad era que le importaba un comino.
Se apartó el pelo de la cara y se miró atentamente. Antes de conocer a Trace, siempre se había considerado una mujer asexual, apática casi siempre, carente del interés que las chicas solían mostrar por los hombres y metódica a la hora de afrontar la vida.
Sí, había querido mucho a su madre. Muchísimo. Pero, aparte de ella, nunca había sentido verdadero afecto por otra persona. Se había dedicado a enmendar errores, sin ninguna otra emoción evidente.
Cuando estaba con Trace, sin embargo, sus emociones eran tan intensas que le daba vueltas la cabeza. Se había quedado dormida pensando en él y se había despertado con él en la cabeza.
¡Qué patético!
Acababa de dar su comida a Liger cuando llamaron a la puerta de comunicación. El corazón se le subió a la garganta.
De emoción.
No de miedo, ni de fastidio, ni de indiferencia, sino de pura excitación. De pronto se sintió plenamente despierta.
Sofocando una sonrisa, se inclinó hacia la puerta:
–¿Sí?
–Abre.
Priss intentó fingirse tan despreocupada como él:
–¿Para qué?
Algo golpeó la puerta (su cabeza, quizá).
–Te he oído moverte por la habitación, Priss. He preparado café, pero si no quieres…
Ella abrió la puerta de golpe.
–¡Ah, bendito seas! –le quitó la taza de la mano, bebió un largo trago y suspiró mientras el calor del café penetraba en la densa neblina de sus emociones–. ¡Ahhhh! ¡Qué maravilla! Gracias.
Solo entonces advirtió que Trace solo llevaba puestos los vaqueros y no se los había abrochado. Abrió los ojos de par en par y se quedó boquiabierta. Madre mía.
–Esa era mi taza –le dijo él, divertido.
Pero Priss solo pudo mirarlo fijamente. A pesar del delicioso café que acababa de tomar, se le había quedado la boca seca.
Al ver que seguía mirando embobada su pecho y su abdomen, y que bajaba la mirada por la sedosa línea de vello castaño que se perdía bajo sus pantalones, Trace cruzó los brazos. Priss lo miró bruscamente a la cara y vio que él la estaba contemplando con idéntica fascinación.
Un poco confusa, Priss preguntó con cierta hostilidad:
–¿Qué pasa?
Trace esbozó una sonrisa enigmática y sacudió la cabeza.
–Nada. Quédate con esa, yo voy a servirme otra.
¡Ay, Dios, le había quitado su taza!
–Perdona.
Él levantó una mano para quitarle importancia al asunto y se acercó a la cafetera que había encima de la cómoda de su habitación. Los vaqueros le quedaban bajos, sobre las caderas. Su piel oscurecida por el sol contrastaba vivamente con su cabello rubio.
Priss bebió otro sorbo de café, suspiró y, mientras intentaba reponerse de la impresión, dijo:
–No hay nada en el mundo que sepa mejor que ese primer sorbo de café.
Trace volvió la cabeza y fijó la mirada en su boca, luego en su pecho y finalmente en sus piernas desnudas.
–Bueno, no sé.
Priss entró en la habitación, sintiéndose acariciada por aquella mirada y por el timbre seductor de su voz. Liger la siguió. Pasó a su lado, se subió de un salto a la cama de Trace y revolvió las sábanas que él ya había estirado. Eligió para tumbarse las almohadas que había junto al cabecero. Palpó con las patas un momento su suave algodón, sacó las uñas, bostezó y se relajó.
Trace señaló la pequeña mesa redonda y las dos sillas.
–Siéntate, Priss.
La noche anterior, tras instalarse en el hotel, habían cenado en aquella mesa. Había sido… agradable.
Una revelación, incluso.
Habían charlado tranquilamente, hablando de esto y aquello sin que ninguno de los dos revelara nada demasiado personal o importante. Una charla, nada más. Un modo de pasar el tiempo.
Para Priss, sin embargo, había sido toda una novedad sentarse delante de un hombre y disfrutar sinceramente de su compañía: de su sentido del humor, de su ingenio, de su inteligencia y su atención.
Mientras se comía una enorme hamburguesa, Trace se había mantenido atento a los ruidos del pasillo y el aparcamiento y a cada gesto de Priss, por pequeño que fuera. Sentir su interés, sentirse protegida por él, había sido realmente agradable.
–No me importa sentarme –pero primero… Se acabó su café y miró la cafetera llena–. ¿Te importa que tome otro?
–Sírvete.
Cuando ella se acercó a la cafetera, Trace se recostó en el borde de la cómoda y se quedó mirándola. Priss notó el olor cálido de su piel, su atractivo sexual casi palpable y delicioso. ¿Olería igual de bien desde más cerca, si acercaba la nariz a su cuello o a su pecho fornido? ¿O… más abajo, quizá? Miró su cuerpo atlético y levantó una ceja.
–Hoy te tocaba exhibirte un poco a ti, ¿eh?
–Por respeto a tu delicada sensibilidad, me he puesto unos vaqueros. ¿No basta con eso?
¿Bastar para qué? ¿Para su tranquilidad de espíritu? ¡Ja! Estar junto a él, sobre todo así, medio desnudo, hacía que su corazón se acelerara como el de un corredor de maratón.
–Quizá lo fuera –reconoció–, si no estuvieras tan bueno.
Trace levantó una ceja.
–Vamos, Trace. Tú sabes cómo estás.
Ella volvió a devorarlo con la mirada, con más descaro esa vez, y notó un abultamiento tras la cremallera de sus pantalones. ¿Sería por ella?
Vaya, vaya, vaya. ¡Qué halagador!
–Estoy segura de que muchas mujeres han caído rendidas a tus pies.
Él le lanzó una mirada burlona.
–Tengo treinta años, Priss. Como puedes imaginar, algunas han caído rendidas a mis pies y otras me han dado calabazas.
–¿Te han dado calabazas? ¿En serio? –le costaba creerlo–. O eran muy tontas, o hay una faceta tuya que todavía no he visto.
–Está claro que solo has visto la cara que he querido mostrarte.
–Mmm –le costaba concentrarse en lo que decía Trace, fascinada como estaba por el vello corporal que bajaba por su vientre. Hasta el vello de sus antebrazos le parecía sexy. Era un poco más oscuro que el de su cabeza, pero sus pestañas y sus cejas también lo eran. Y aquella barba que empezaba a asomar en sus mejillas…
Sin poder refrenarse, Priss alargó el brazo y acarició su mandíbula.
–Me gusta tu cara de recién levantado. Estás… no sé. Muy viril.
Trace entornó los ojos, pero por lo demás se quedó completamente inmóvil.
Ella bajó la mano y se acercó a la mesa.
–Supongo que no podemos pedir que nos suban el desayuno.
Él siguió mirándola un rato.
–Prefiero que nos vistamos y salgamos. Debemos evitar cualquier cosa que pueda quedar registrada, como un desayuno para dos.
–¿Para