A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori FosterЧитать онлайн книгу.
calles muy transitadas.
–Para mantenerte a salvo –Trace se reunió con ella junto a la mesa–. Si Murray sospecha que no eres lo que dices ser…
–Lo sé, lo sé, puedo darme por muerta –hizo una mueca–. Tenemos que hablar de otra cosa, al menos hasta que esté lo bastante despierta para demostrar cuánto desprecio a Murray.
–¿Qué te parece si me cuentas por qué quieres matarlo?
Priss se había preguntado cuándo volvería a sacar el tema.
–¿Con el estómago vacío? Ni pensarlo.
–¿Me lo contarás luego?
–Claro –mintió–, si cambias de tema y hablamos de algo más agradable.
–Está bien –Trace bebió un sorbo de café–. ¿Qué tal has dormido?
–Como un muerto, gracias.
Él hizo una mueca teatral.
–Una comparación desafortunada, teniendo en cuenta las circunstancias.
Porque tal vez Murray ordenara su asesinato. Priss también torció el gesto.
–Perdona –miró hacia la ventana y vio entrar la luz del sol por los resquicios de las cortinas echadas–. Parece que va a hacer un día precioso.
–Debemos mantener las cortinas corridas y cerrar con llave la puerta entre las dos habitaciones cada vez que salgamos.
–¿Crees que pueden estar espiándonos?
–Todo es posible. Creo que Murray todavía no se fía del todo de mí, por eso nos estaban siguiendo. Es lógico pensar que, ahora que has aparecido tú, redoble la vigilancia.
Todo eso era muy cierto, pero a Priss seguía costándole concentrarse.
–Se me ha ocurrido un tema más interesante que el tiempo y el peligro que corremos.
Él la saludó con su taza.
–Adelante.
Priss se humedeció los labios.
–¿Con cuántas mujeres te has acostado?
Trace se quedó callado solo segundo. Luego contestó:
–Es una pregunta muy extraña para hacerla mientras tomamos un café, y además no es asunto tuyo.
Priss, que tenía costumbre de ser sincera consigo misma, tuvo que reconocer que quería que fuera asunto suyo. Además, ¿qué mal podía hacerles, mientras Murray no se enterara? Si sus planes salían como esperaba, no se quedaría el tiempo suficiente para inmiscuirse en la vida de Trace. ¿Por qué no disfrutar un poco mientras todavía podía? ¿Quién sabía cuándo conocería a otro hombre que la hiciera sentirse así? En sus veinticuatro años de vida, Trace era el primero. Y también podía ser el último.
¿Y si sus planes se torcían? Entonces seguramente acabaría muerta.
Y morir siendo virgen le parecía el colmo de la mala suerte.
Apoyando el brazo en la mesa, se inclinó un poco hacia él.
–Demasiadas para contarlas, ¿eh? Y… ¿alguna de ellas era virgen?
Trace se detuvo cuando se estaba llevando la taza a la boca. Su mirada se afiló y sus hombros se tensaron de pronto.
–¿Por qué lo preguntas?
Priss se puso un poco colorada. Su vida privada era suya y solo suya, al menos hasta que Trace aceptara tener algo con ella. Y si aceptaba… Bien, entonces ya tendría la respuesta que quería.
–Eso es trampa, no se puede contestar a una pregunta con otra.
Trace se echó hacia atrás.
–No –sacudió la cabeza, incrédulo y un poco molesto–. No intentarás decirme que…
Le interrumpió el zumbido de su teléfono móvil. Estaba que ardía de frustración.
Ah, sí, el teléfono móvil. Priss tenía que hacerse con él en cuanto se le presentara una oportunidad. Era muy probable que pudiera acceder a su e-mail y borrar la foto de su lista de mensajes y de la memoria del teléfono.
Bebió un sorbo de café con aparente indiferencia.
–¿Crees que es Murray?
El teléfono vibró dos veces más antes de que Trace recuperara su aplomo.
–Es más que probable, así que ni una palabra.
Ella se encogió de hombros y Trace fue a buscar el teléfono y contestó.
Sabiendo que era Murray, Trace dijo en el tono frío y distante que tanto impresionaba a su jefe:
–Miller.
–Buenos días –bramó jovialmente Murray–. Espero que ya estés levantado y listo para empezar el día.
Vaya, vaya. Así que Murray estaba de buen humor. Trace sabía ya por experiencia que eso solía traer complicaciones a quienes lo rodeaban. Murray nunca era tan feliz como cuando hacía la vida imposible a los demás.
–Sí, desde luego –lanzó una mirada de advertencia a Priss.
–He estado toda la noche pensando en mi querida hija –Murray soltó una risita–. No me fío de ella.
–Yo tampoco –Trace sabía perfectamente que Priss estaba empeñada en vengarse, y de algún modo tenía que mantenerla a salvo y evitar que hiciera alguna estupidez.
Como intentar matar a Murray.
Si lo intentaba, no solo acabaría muerta. Primero la maltratarían y abusarían de ella. Con solo pensarlo, se sintió morir.
Era imposible que fuera virgen.
–¿La llevaste de compras? –quiso saber Murray.
–Sí. Twyla hizo un gran trabajo. Te gustará lo que eligió.
–¿Y está buena?
–Bien vestida, sí, lo está –Trace echó un vistazo al reloj de la mesilla de noche–. Tengo que pasarme otra vez por allí para recoger algunas cosas que iba a prepararle Twyla. Tendrá suficiente para una semana, incluida una noche por ahí.
–Bien. Lleva a Priscilla contigo cuando vayas. De ahora en adelante, quiero que te pegues a ella, a ver qué se trae entre manos. No la pierdas de vista.
–De acuerdo –lo haría encantado, de hecho.
Si estaba con Priss, podía protegerla. Y, cuando la perdiera de vista, le diría a Jackson que la siguiera. Si era necesario, prescindirían de sus tapaderas para salvarla, aunque le fastidiaría enormemente que Priss echara a perder sus planes poniéndose en peligro.
Quería a Murray, pero también quería a sus contactos. Quería el tinglado entero, a todos y cada uno de aquellos cerdos, desde el mandamás al esbirro más insignificante. Todo aquel que hubiera vendido, traficado, anunciado, transportado o manipulado a mujeres cautivas quedaba dentro de su radar.
Los atraparía a todos, de un modo u otro.
–Me alegro de que la encuentres atractiva, Trace –añadió Murray con voz sedosa–, porque creo que el mejor modo de sacarle la verdad es echarle un polvo.
Trace se quedó paralizado. Sintió al mismo tiempo rabia y deseo. Miró a Priss. Ella levantó la mirada y agrandó los ojos al ver su expresión.
–¿Qué? –preguntó Trace.
–Es la manera más fácil de saber si tiene experiencia o no la tiene, y cuánta. Y como a Helene no le apetece que lo haga yo…
Trace sintió que se le revolvía el estómago.
–Porque es tu hija –dijo. Rezaba por que esa fuera la razón, pero tenía sus dudas.
–No,